Confieso que he vivido (21 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Rafael Alberti

La poesía es siempre un acto de paz. El poeta nace de la paz como el pan nace de la harina.

Los incendiarios, los guerreros, los lobos buscan al poeta para quemarlo, para matarlo, para morderlo. Un espadachín dejó a Pushkin herido de muerte entre los árboles de un parque sombrío. Los caballos de pólvora galoparon enloquecidos sobre el cuerpo sin vida de Petófi. Luchando contra la guerra, murieron en Grecia. Los fascistas españoles iniciaron la guerra en España asesinando a su mejor poeta.

Rafael Alberti es algo así como un sobreviviente. Había mil muertes dispuestas para él. Una también en Granada. Otra muerte lo esperaba en Badajoz. En Sevilla llena de sol o en su pequeña patria, Cádiz y Puerto de Santa María, allí lo buscaban para acuchillarlo, para ahorcarlo, para matar en él una vez más la poesía.

Pero la poesía no ha muerto, tiene las siete vidas del gato. La molestan, la arrastran por la calle, la escupen y la bejan, la limitan para ahogarla, la destierran, la encarcelan, le dan cuatro tiros y sale de todos estos episodios con la cara lavada y una sonrisa de arroz.

Yo conocí a Rafael Alberti en las calles de Madrid con camisa azul y corbata colorada. Lo conocí militante del pueblo cuando no había muchos poetas que ejercieran ese difícil destino. Aún no habían sonado las campanas para España, pero ya él sabía lo que podía venir. El es un hombre del sur, nació junto al mar sonoro y a las bodegas de vino amarillo como topacio. Así se hizo su corazón con el fuego de las uvas y el rumor de la ola. Fue siempre un poeta aunque en sus primeros años no lo supo. Después lo supieron todos los españoles, más tarde todo el mundo.

Para los que tenemos la dicha de hablar y conocer la lengua de Castilla, Rafael Alberti significa el esplendor de la poesía en la lengua española. No sólo es un poeta innato, sino un sabio de la forma. Su poesía tiene, como una rosa roja milagrosamente florecida en invierno, un copo de la nieve de Góngora, una raíz de Jorge Manrique, un pétalo de Garcilaso, un aroma enlutado de Gustavo Adolfo Bécquer. Es decir, que en su copa cristalina se confunden los cantos esenciales de España.

Esta rosa roja iluminó el camino de los que en España pretendieron atajar al fascismo. Conoce el mundo esta heroica y trágica historia. Alberti no sólo escribió sonetos épicos, no sólo los leyó en los cuarteles y en el frente, sino que inventó la guerrilla poética, la guerra poética contra la guerra. Inventó las canciones que criaron alas bajo el estampido de la artillería, canciones que después van volando sobre toda la tierra.

Este poeta de purísima estirpe enseñó la utilidad pública de la poesía en un momento crítico del mundo. En eso se parece a Maiakovski. Esta utilidad pública de la poesía se basa en la fuerza, en la ternura, en la alegría y en la esencia verdadera. Sin esta calidad la poesía suena pero no canta. Alberti canta siempre.

Nazistas en Chile

Regresé otra vez en tercera clase a mi país. Aunque en América Latina no tuvimos el caso de que eminentes escritores como Célinel Dricu La Rochelle o Ezra Pound, se convirtieran en traidores al servicio del fascismo, no por eso dejó de existir una fuerte corriente impregnada, natural o financieramente, por la corriente hitleriana. Por todas partes se formaban pequeños grupos que levantaban el brazo haciendo el saludo fascista, disfrazados de guardias de asalto. Pero no se trataba sólo de pequeños grupos.

Las viejas oligarquías feudales del continente simpatizaban (y simpatizan) con cualquier tipo de anticomunismo, venga éste de Alemania o de la ultra izquierda criolla. Además, no se olvide que grandes grupos de descendientes de alemanes pueblan mayoritariamente determinadas regiones de Chile, Brasil y México. Esos sectores fueron fácilmente cautivados por la meteórica ascensión de Hitler y por la fábula de un milenio de grandeza germana.

Por aquellos días de victorias estruendosas de Hitler, tuve que cruzar más de una vez alguna calle de un villorrio o de una ciudad del sur de Chile bajo verdaderos bosques de banderas con la cruz gamada. En una ocasión, en un pequeño poblado sureño, me vi forzado a usar el único teléfono de la localidad y a hacer una involuntaria reverencia al Führer. El propietario alemán del establecimiento se había ingeniado para colocar un aparato en forma tal que uno quedaba adherido con el brazo en alto a un retrato de Hitler.

Fui director de la revista Aurora de Chile. Toda la artillería literaria (no teníamos otra) se disparaba contra los nazis que se iban tragando país tras país. El embajador hitleriano en Chile regaló libros de la llamada cultura neo-alemana a la Biblioteca Nacional. Respondimos pidiendo a todos nuestros lectores que nos mandaran los verdaderos libros alemanes de la verdadera Alemania, prohibidos por Hitler. Fue una gran experiencia. Recibí amenazas de muerte. Y llegaron muchos paquetes correctamente empacados con libros que contenían inmundicias. Recibimos también colecciones enteras del Stürner, periódico pornográfico, sadista y antisemita, dirigido por Julius Streicher, justicieramente ahorcado años después en Nuremberg. Pero, poco a poco, con timidez, comenzaron a llegar las ediciones en idioma alemán de lleinrich lleine, de Thomas Mann, de Anna Seghers, de Einsteín, de Arnold Zweig. Cuando tuvimos cerca de quinientos volúmenes fuimos a dejarlos a la Biblioteca Nacional.

Oh sorpresa! La Biblioteca Nacional nos había cerrado las puertas con candado.

Organizamos entonces un desfile y penetramos al salón de honor de la universidad con los retratos del pastor Niemóller y de Karl von Ossietzky. No sé con qué motivo se celebraba allí en ese instante un acto presidido por don Miguel Cruchaga Tocornal, ministro de Relaciones. Colocamos con cuidado los libros y los retratos en el estrado de la presidencia. Se ganó la batalla. Los libros fueron aceptados.

Isla negra

Pensé entregarme a mi trabajo literario con más devoción y fuerza. El contacto de España me había fortificado y madurado. Las horas amargas de mi poesía debían terminar. El subjetivismo melancólico de mis Veinte poemas de amor o el patetismo doloroso de
Residencia en la tierra
tocaban a su fin. Me pareció encontrar una veta enterrada, no bajo las rocas subterráneas, sino bajo las hojas de los libros. ¿Puede la poesía servir a nuestros semejantes? ¿Puede acompañar las luchas de los hombres? Ya había caminado bastante por el terreno de lo irracional y de lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente a las aspiraciones del ser humano.

Comencé a trabajar en mi Canto general.

Para esto necesitaba un sitio de trabajo. Encontré una casa de piedra frente al océano, en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra. El propietario, un viejo socialista español, capitán de navío, don Eladio Sobrino, la estaba construyendo para su familia, pero quiso vendérmela. ¿Cómo comprarla? Ofrecí el proyecto de mi libro
Canto general
, pero fue rechazado por la Editorial Ercilla, que por entonces publicaba mis obras. Con ayuda de otros editores, que pagaron directamente al propietario, pude por fin comprar en el año 1939 mi casa de trabajo en Isla Negra.

La idea de un poema central que agrupara las incidencias históricas, las condiciones geográficas, la vida y las luchas de nuestros pueblos, se me presentaba como una tarea urgente. La costa salvaje de Isla Negra, con el tumultuoso movimiento oceánico, me permitía entregarme con pasión a la empresa de mi nuevo canto.

Tráigame españoles

Pero la vida me sacó de inmediato de allí.

Las noticias aterradoras de la emigración española llegaban a Chile. Más de quinientos mil hombres y mujeres, combatientes y civiles, habían cruzado la frontera francesa. En Francia, el gobierno de Léon Blum, presionado por las fuerzas reaccionarias, los acumuló en campos de concentración, los repartió en fortalezas y prisiones, los mantuvo amontonados en las regiones africanas, junto al Sahara.

El gobierno de Chile había cambiado. Los mismos avatares del pueblo español habían robustecido las fuerzas populares chilenas y ahora teníamos un gobierno progresista.

Ese gobierno del Frente Popular de Chile decidió enviarme a Francia, a cumplir la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante, venida desde América, entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.

Casi inválido, recién operado, enyesado en una pierna —tal eran mis condiciones físicas en aquel momento—, salí de mi retiro y me presenté al presidente de la república. Don Pedro Aguirre Cerda me recibió con afecto.

—Sí, tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame pescadores; tráigame vascos, castellanos, extremeños.

Y a los pocos días, aún enyesado, salí para Francia a buscar españoles para Chile.

Tenía un cargo concreto. Era cónsul encargado de la inmigración española; así decía el nombramiento. Me presenté luciendo mis títulos a la embajada de Chile en París.

Gobierno y situación política no eran los mismos en mí patria, pero la embajada en París no había cambiado. La posibilidad de enviar españoles a Chile enfurecía a los engomados diplomáticos. Me instalaron en un despacho cerca de la cocina, me hostilizaron en todas las formas hasta negarme el papel de escribir. Ya comenzaba a llegar a las puertas del edificio de la embajada la ola de los indeseables combatientes heridos, juristas y escritores, profesionales que habían perdido sus clínicas, obreros de todas las especialidades.

Como se abrían paso contra viento y marea hasta mi despacho, y como mi oficina estaba en el cuarto piso, idearon algo diabólico: suspendieron el funcionamiento del ascensor. Muchos de los españoles eran heridos de guerra y sobrevivientes del campo africano de concentración, y me desgarraba el corazón verlos subir penosamente hasta mi cuarto piso, mientras los feroces funcionarios se solazaban con mis dificultades.

Un personaje diabólico

Para complicar mi vida el gobierno del Frente Popular de Chile me anunció la llegada de un encargado de negocios. Me alegré muchísimo, puesto que un nuevo jefe en la embajada podría eliminar las obstrucciones que el antiguo personal diplomático me había prodigado en relación a la emigración española. Descendió de la Gare Saint-Lazare un mozalbete enjuto con anteojos sin marco (pince nez) que te daban un aire de viejo ratoncillo papelero. Tendría unos veinticuatro o veinticinco años. Con voz feminoide muy aguda, entrecortado por la emoción, me dijo que reconocía en mí a su Jefe y que su viaje obedecía solamente a colaborar como ayudante mío en la gran tarea de mandar a Chile a los «gloriosos derrotados de la guerra». Aunque mi satisfacción de adquirir un nuevo colaborador se mantuvo, el personaje no se acomodaba en mi espíritu. A pesar de las adulaciones y exageraciones que me prodigaba, me pareció adivinar algo falso en su persona. Supe después que con el triunfo del Frente Popular en Chile había cambiado violentamente de Caballero de Colón, organización Jesuítica, a miembro de las juventudes comunistas. Estas, en pleno período de reclutamiento, quedaron encantadas con sus méritos intelectuales. Arellano Marín escribía comedias y artículos, era un erudito conferenciante y parecía saberlo todo.

Se acercaba la guerra mundial. París esperaba cada noche los bombardeos alemanes y había instrucciones en cada casa para guarecerse de los ataques aéreos. Yo me iba cada noche a Villiers sur Seine, a una casita frente al río que dejaba cada mañana para retornar con pesadumbre a la embajada.

El recién llegado Arellano Marín había adquirido, en pocos días, la importancia que yo nunca alcancé. Yo le había presentado a Negrín, a Alvarez del Vayo, y a algunos dirigentes de los partidos españoles. Una semana después, el nuevo funcionario casi se tuteaba con todos ellos. Entraban y salían de su oficina dirigentes españoles que yo no conocía. Sus largas conversaciones eran un secreto para mí. De cuando en cuando me llamaba para mostrarme un brillante o una esmeralda que había comprado para su madre, o para hacerme confidencias sobre una coquetísima rubia que le hacía gastar más de lo debido en los cabarets parisienses. De Aragon, y especialmente de Elsa, a quienes habíamos refugiado en el local de la embajada para protegerlos de la represión anticomunista, Arellano Marín se hizo amigo inmediato llenándolos de atenciones y pequeños regalos. La psicología del personaje debe haber interesado a Elsa Triolet, puesto que habló de él en una o dos de sus novelas.

A todo esto fui descubriendo que su voracidad por el lujo y el dinero iban creciendo, aun ante mi vista que no ha sido nunca muy despabilada. Cambiaba de marcas de automóviles con facilidad, alquilaba casas fastuosas. Y aquella rubia coqueta parecía atormentarlo más cada día con sus exigencias.

Tuve que trasladarme a Bruselas para solucionar un problema dramático de los emigrados. Cuando salía del modestísimo hotel en que me alojé me encontré a boca de jarro con mi flamante colaborador, el elegante Arellano Marín. Me acogió con grandes vociferaciones amistosas y me invitó a comer aquel mismo día.

Nos reunimos en su hotel, el más caro de Bruselas. Había hecho colocar orquídeas en nuestra mesa. Pidió naturalmente caviar y champagne. Durante la comida yo guardé un preocupado silencio mientras oía los suculentos planes de mi anfitrión, sus próximos viajes de recreo, sus adquisiciones de joyas. Me parecía escuchar a un nuevo rico con ciertos síntomas de demencia, pero la agudeza de su mirada, la seguridad de sus afirmaciones, todo eso me producía una especie de mareo. Decidí cortar por lo sano y hablarle francamente de mis preocupaciones. Le pedí que tomáramos el café en su habitación porque tenía algo que decirle.

Al pie de la gran escalera, cuando subíamos a conversar, se acercaron dos hombres que yo no conocía. El les dijo en español que lo esperaran, que bajaría dentro de unos pocos minutos.

Apenas llegado a su cuarto, dejé a un lado el café. El diálogo fuetirante:

—Me parece —le dije— que vas por mal camino. Te estás convirtiendo en un frenético del dinero. Puede ser que seas demasiado joven para entenderlo. Pero nuestras obligaciones políticas son muy serias. El destino de miles de emigrados está en nuestras manos y con esto no se juega. Yo no quiero saber nada de tus asuntos, pero te quiero hacer una advertencia. Hay mucha gente que después de una vida desdichada dice: «Nadie me dio un consejo; nadie me lo advirtió». Contigo no puede pasar lo mismo. Esta ha sido mi advertencia. Y ahora me voy.

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