Confieso que he vivido (26 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

La comida, cuando quería adquirir rasgos de fiesta, era una cazuela de gallina, raras aves en la pampa. La vianda que más acudía a los platos era algo para mí difícil de meterle el diente: el guisado de cuyas o conejillos de India. Las circunstancias hacían un plato favorito de este animalito nacido para morir en los laboratorios. Las camas que me tocaron invariablemente en las innumerables casas donde dormía, tenían dos características conventuales. Unas sábanas blancas como la nieve y tiesas a fuerza de almidón; capaces de sostenerse solas en pie. Y una dureza del lecho equiparable a la de la tierra del desierto; no conocían colchón sino unas tablas tan lisas como implacables.

Así y todo me dormía como un bendito. Sin ningún esfuerzo entraba a compartir el sueño con la innumerable legión de mis compañeros. El día era siempre seco e incandescente como una brasa, pero la noche del desierto extendía su frescura bajo una copa primorosamente estrellada.

Mi poesía y mi vida han transcurrido como un río americano, como un torrente de aguas de Chile, nacidas en la profundidad secreta de las montañas australes, dirigiendo sin cesar hacia una salida marina el movimiento de sus corrientes. Mi poesía no rechazó nada de lo que pudo traer en su caudal; aceptó la pasión, desarrolló el misterio, y se abrió paso entre los corazones del pueblo.

Me tocó padecer y luchar, amar y cantar; me tocaron en el reparto del mundo, el triunfo y la derrota, probé el gusto del pan y el de la sangre. ¿Qué más quiere un poeta? Y todas las alternativas, desde el llanto hasta los besos, desde la soledad hasta el pueblo, perviven en mi poesía, actúan en ella, porque he vivido para mi poesía, y mi poesía ha sustentado mis luchas. Y si muchos premios he alcanzado, premios fugaces como mariposas de polen fugitivo, he alcanzado un premio mayor, un premio que muchos desdeñan pero que es en realidad para muchos inalcanzable. He llegado a través de una dura lección de estética y de búsqueda, a través de los laberintos de la palabra escrita, a ser poeta de mi pueblo. Mi premio es ése, no los libros y los poemas traducidos o los libros escritos para describir o disecar mis palabras. Mi premio es ese momento grave de mi vida cuando en el fondo del carbón de Lota, a pleno sol en la calichera abrasada, desde el socavón del pique ha subido un hombre como si ascendiera desde el infierno, con la cara transformada por el trabajo terrible, con los ojos enrojecidos por el polvo y, alargándome la mano endurecida, esa mano que lleva el mapa de la pampa en sus durezas y en sus arrugas, me ha dicho, con ojos brillantes: «te conocía desde hace mucho tiempo, hermano». Ese es el laurel de mi poesía, ese agujero en la pampa terrible, de donde sale un obrero a quien el viento y la noche y las estrellas de Chile le han dicho muchas veces: «no estás solo; hay un poeta que piensa en tus dolores».

Ingresé al Partido Comunista de Chile el 15 de julio de 1945.

González Videla

Hasta el senado llegaban difícilmente las amarguras que yo y mis compañeros representábamos. Aquella cómoda sala parlamentaria estaba como acolchada para que no repercutiera en ella el vocerío de las multitudes descontentas. Mis colegas del bando contrario eran expertos académicos en el arte de las grandes alocuciones patrióticas y bajo todo ese tapiz de seda falsa que desplegaban, me sentía ahogado.

Pronto se renovó la esperanza, porque uno de los candidatos a la presidencia, González Videla, juró hacer justicia, y su elocuencia activa le atrajo gran simpatía. Yo fui nombrado jefe de propaganda de su campaña y llevé a todas partes del territorio la buena nueva.

Por arrolladora mayoría de votos el pueblo lo eligió presidente.

Pero los presidentes en nuestra América criolla sufren muchas veces una metamorfosis extraordinaria. En el caso que relato, rápidamente cambió de amigos el nuevo mandatario, entroncó su familia con la «aristocracia» y poco a poco se convirtió de demagogo en magnate.

La verdad es que González Videla no entra en el marco de los típicos dictadores sudamericanos. Hay en Melgarejo, de Bolivia, o en el general Gómez, de Venezuela, yacimientos telúricos reconocibles. Tienen el signo de cierta grandeza y parecen movidos por una fuerza desolada, no por eso menos implacable. Desde luego, ellos fueron caudillos que se enfrentaron a las batallas y a las balas.

González Videla fue, por el contrario, un producto de la cocinería política, un frívolo impenitente, un débil que aparentaba fortaleza.

En la fauna de nuestra América, los grandes dictadores han sido saurios gigantescos, sobrevivientes de un feudalismo colosal en tierras prehistóricas. El judas chileno fue sólo un aprendiz de tirano y en la escala de los saurios no pasaría de ser un venenoso lagarto. Sin embargo, hizo lo suficiente para descalabrar a Chile. Por lo menos retrocedió al país en su historia. Los chilenos se miraban con vergüenza sin entender exactamente cómo había ido pasando todo aquello.

El hombre fue un equilibrista, un acróbata de asamblea. Logró situarse en un espectacular izquierdismo. En esta «comedia de mentiras» fue un redomado campeón. Esto nadie lo discute. En un país en que, por lo general, los políticos son o parecen ser demasiado serios, la gente agradeció la llegada de la frivolidad, pero cuando este bailarín de conga se salió de madre ya era demasiado tarde: los presidios estaban llenos de perseguidos políticos y hasta se abrieron campos de concentración como el de Pisagua. El estado policial se instaló, entonces, como una novedad nacional. No había otro camino que aguantarse y luchar en forma clandestina por el retorno a la decencia.

Muchos de los amigos de González Videla, gente que le acompañó hasta el fin en sus trajines electorales, fueron llevados a prisiones en la alta cordillera o en el desierto por disentir de su metamorfosis.

La verdad es que la envolvente clase alta, con su poderío económico, se había tragado una vez más al gobierno de nuestra nación, como tantas veces había ocurrido. Pero en esta oportunidad la digestión fue incómoda y Chile pasó por una enfermedad que oscilaba entre la estupefacción y la agonía.

El presidente de la república, elegido por nuestros votos, se convirtió, bajo la protección norteamericana, en un pequeño vampiro vil y encarnizado. Seguramente sus remordimientos no lo dejaban dormir, a pesar de que instaló, vecinas al palacio de gobierno, garzonieres y prostíbulos privados, con alfombras y espejos para sus deleites. El miserable tenía una mentalidad insignificante, pero retorcida. En la misma noche que comenzó su gran represión anticomunista invitó a cenar a dos o tres dirigentes obreros. Al terminar la comida bajó con ellos las escaleras de palacio y, enjugándose unas lágrimas, los abrazó diciéndoles: «Lloro porque he ordenado encarcelarlos. A la salida los van a detener. Yo no sé si nos veremos más».

«El cuerpo repartido»

Mis discursos se tornaron violentos y la sala del senado estaba siempre llena para escucharme. Pronto se pidió y se obtuvo mi desafuero y se ordenó a la policía mi detención.

Pero los poetas tenemos, entre nuestras substancias originales, la de ser hechos en gran parte de fuego y humo.

El humo estaba dedicado a escribir. La relación histórica de cuanto me pasaba se acercó dramáticamente a los antiguos temas americanos. En aquel año de peligro y de escondite terminé mi libro más importante, el
Canto general

Cambiaba de casa casi diariamente. En todas partes se abría una puerta para resguardarme. Siempre era gente desconocida que de alguna manera había expresado su deseo de cobijarme por varios días. Me pedían como asilado aunque fuera por unas horas o unas semanas. Pasé por campos, puertos, ciudades, campamentos, como también por casas de campesinos, de ingenieros, de abogados, de marineros, de médicos, de mineros.

Hay un viejo tema de la poesía folklórica que se repite en todos nuestros países. Se trata de «el cuerpo repartido». El cantor popular supone que tiene sus pies en una parte, sus riñones en otra, y describe todo su organismo que ha dejado esparcido por campos y ciudades. Así me sentí yo en aquellos días.

Entre los sitios conmovedores que me albergaron, recuerdo una casa de dos habitaciones, perdida entre los cerros pobres de Valparaíso.

Yo estaba circunscrito a un pedazo de habitación y a un rinconcito de ventana desde donde observaba la vida del puerto. Desde aquella ínfima atalaya mi mirada abarcaba un fragmento de la calle. Por las noches veía circular gente apresurada. Era un arrabal pobre y aquella pequeña calle, a cien metros bajo mi ventana, acaparaba toda la iluminación del barrio. Tienduchas y boliches la llenaban.

Atrapado en mi rincón, mi curiosidad era infinita. A veces no lograba resolver los problemas. Por ejemplo, ¿por qué la gente que pasaba, tanto los indiferentes como los apremiados, se detenían siempre en un mismo sitio? ¿Qué mercaderías mágicas se exhibían en esa vitrina? Familias enteras se paraban ahí largamente con sus niños en los hombros. Yo no alcanzaba a ver las caras de arrobamiento que sin duda ponían al mirar la mágica vitrina, pero me las suponía.

Seis meses después supe que aquél era el escaparate de una sencilla tienda de calzado. El zapato es lo que más interesa al hombre, deduje. Me juré estudiar ese asunto, investigarlo y expresarlo. Nunca he tenido tiempo para cumplir ese propósito o promesa formulada en tan extrañas circunstancias. Sin embargo, no hay pocos zapatos en mi poesía. Ellos circulan taconeando en muchas de mis estrofas, sin que yo me haya propuesto ser un poeta zapateril.

De pronto llegaban a la casa visitas que prolongaban sus conversaciones, sin imaginarse que a corta distancia, separado por un tabique hecho con cartones y periódicos viejos, estaba un poeta perseguido por no sé cuantos profesionales de la cacería humana. El sábado en la tarde, y también el domingo en la mañana, llegaba el novio de una de las muchachas de la casa. Este era de los que no debían saber nada. Era un joven trabajador, disponía del corazón de la chica, pero ¡ay!, aún no le daban confianza. Desde la claraboya de mi ventana lo veía yo bajarse de su bicicleta, en la que repartía huevos por todo el extenso barrio popular. Poco después lo oía entrar canturreando a la casa. Era un enemigo de mi tranquilidad. Digo enemigo porque se empeñaba en quedarse arrullando a la muchacha a pocos centímetros de mi cabeza. Ella lo invitaba a practicar el amor platónico en algún parque o en el cine, pero él se resistía heroicamente. Y yo maldecía entre dientes la obstinación hogareña de aquel inocente repartidor de huevos.

El resto de las personas de la casa estaba en el secreto: la mamá viuda, las dos muchachas encantadoras y los dos hijos marineros. Estos descargaban plátanos en la bahía y a veces andaban furiosos porque ningún barco los contrataba. Por ellos me enteré del desguace de una vieja embarcación. Dirigiendo yo desde mi rincón secreto las operaciones, desprendieron ellos la bella estatua de la proa del navío y la dejaron escondida en una bodega del puerto. Sólo vine a conocerla varios años después, pasados ya mi evasión y mi destierro. La hermosa mujer de madera, con rostro griego como todos los mascarones de los antiguos veleros, me mira ahora con su melancólica belleza, mientras escribo estas memorias junto al mar.

El plan era que yo me embarcara clandestinamente en la cabina de uno de los muchachos y desembarcara al llegar a Guayaquil, surgiendo de en medio de los plátanos. El marinero me explicaba que yo debería aparecer inesperadamente en la cubierta, al fondear el barco en el puerto ecuatoriano, vestido de pasajero elegante, fumándome un cigarro puro que nunca he podido fumar. Se decidió en la familia, ya que era inminente la partida, que se me confeccionara el traje apropiado legante y tropical, para lo cual se me tomaron oportunamente las medidas.

En un dos por tres estuvo listo mi traje. Nunca me he divertido tanto como al recibirlo. La idea de la moda que las mujeres de la casa tenían, estaba influida por una famosa película de aquel tiempo: Lo que el viento se llevó. Los muchachos, por su parte, consideraban como arquetipo de la elegancia el que había recogido en los dancings de Harlem y en los bares y bailongos del Caribe. El vestón, cruzado y acinturado, me llegaba hasta las rodillas. Los pantalones me apretaban los tobillos.

Guardé tan pintoresco atuendo, elaborado por tan bondadosas personas, y nunca tuve oportunidad de usarlo. Nunca salí de mi escondite en un barco, ni desembarqué jamás entre los plátanos de Guayaquil, vestido como un falso Clark Gable. Escogí, por el contrario, el camino del frío. Partí hacia el extremo sur de Chile, que es el extremo sur de América, y me dispuse a atravesar la cordillera.

Un camino en la selva

El secretario general de mi partido había sido hasta entonces Ricardo Fonseca. Era un hombre muy firme y sonriente, sureño como yo, de los climas fríos de Carahue. Fonseca había cuidado mi vida ilegal, mis escondites, mis incursiones clandestinas, la edición de mis panfletos, pero, sobre todo, había cuidado celosamente el secreto de mis domicilios. El único que verdaderamente sabía, durante un año y medio, de mis escondites, dónde iba a comer y dormir cada noche, era mi joven y resplandeciente jefe y secretario general, Ricardo Fonseca. Pero su salud fue minándose en aquella llama verde que se asomaba a sus ojos, su sonrisa fue extinguiéndose y un día se nos fue para siempre el buen camarada.

En plena ilegalidad fue elegido nuevo dirigente máximo un hombre recio, cargador de sacos en Valparaíso. Se llamó Galo González. Era un hombre complejo, con una figura engañadora y una firmeza mortal. Debo decir que en nuestro partido no hubo jamás culto de la personalidad, no obstante haber sido una vieja organización que pasó por todas las debilidades ideológicas. Pero siempre se sobrepuso esa conciencia chilena, de pueblo que lo ha hecho todo con sus manos. Hemos tenido muy pocos caudillos en la vida de Chile y esto se reflejó también en nuestro partido.

Sin embargo, esa política piramidal de la época staliniana produjo también en Chile, amparada por la ilegalidad, una atmósfera algo enrarecida.

Galo González no podía comunicarse con la multitud del partido. La persecución arreciaba. Teníamos miles de presos y un campo de concentración especial funcionaba en la desértica costa de Písagua.

Galo González hacía una vida legal llena de actividad revolucionaria, pero la incomunicación de la directiva con el cuerpo general del partido se fue acentuando. Fue un gran hombre, una, especie de sabio popular y un luchador valiente.

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