Confieso que he vivido (52 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Creo haber conocido bien a Allende; no tenía nada de enigmático. En cuanto a Frei, me tocó ser colega suyo en el senado de la república. Es un hombre curioso, sumamente premeditado, muy alejado de la espontaneidad allendista. No obstante, estalla a menudo en risas violentas, en carcajadas estridentes. A mí me gusta la gente que se ríe a carcajadas (yo no tengo ese don). Pero hay carcajadas y carcajadas. Las de Frei salen de un rostro preocupado, serio, vigilante de la aguja con que cose su hilo político vital. Es una risa súbita que asusta un poco, como el graznido de ciertas aves nocturnas. Por lo demás, su conducta suele ser parsimonioso y fríamente cordial.

Su zigzagueo político me deprimió muchas veces antes de que me desilusionara por completo. Recuerdo que una vez me vino a ver a mi casa de Santiago. Flotaba en ese entonces la idea de un entendimiento entre comunistas y demócrata-cristianos. Estos no se llamaban aún así, sino Falange Nacional, un nombre horrendo adoptado bajo la impresión que les había causado el joven fascista Primo de Rivera. Luego, pasada la guerra española, Maritain los influenció y se convirtieron en antifascistas y cambiaron de nombre.

Mi conversación fue vaga pero cordial. A los comunistas nos interesaba entendernos con todos los hombres y sectores de buena voluntad; aislados no llegaríamos a ninguna parte. Dentro de su natural evasivo, Frei me confirmó su aparente izquierdismo de ese tiempo. Se despidió de mí regalándome una de esas carcajadas que se le caen como piedras de la boca. «Seguiremos hablando», dijo. Pero dos días después comprendí que nuestra conversación había terminado para siempre.

Después del triunfo de Allende, Frei, un político ambicioso y frío, creyó indispensable una alianza reaccionaria suya para retomar al poder. Era una mera ilusión, el sueño congelado de una araña política. Su tela no sobrevivirá; de nada le valdrá el golpe de estado que ha propiciado. El fascismo no tolera componendas, sino acatamiento. La figura de Frei se hará cada año más sombría. Y su memoria tendrá que encarar algún día la responsabilidad del crimen.

Tomic

Me interesó mucho el partido demócrata-cristiano desde su nacimiento, desde que abandonó el nombre inadmisible de Falange. Surgió cuando un grupo reducido de intelectuales católicos formó una élite maritainista y tomista. Este pensamiento filosófico no me preocupó; tengo una indiferencia natural hacia los teorizantes de la poesía, de la política, del sexo. Las consecuencias prácticas de aquel pequeño movimiento se dejaron notar en forma singular, inesperada. Logré que algunos jóvenes dirigentes hablaran en favor de la República española, en los grandes mítines que organicé a mi regreso de Madrid combatiente. Esa participación era insólita; la vieja jerarquía eclesiástica, impulsada por el Partido Conservador, estuvo a punto de disolver el nuevo partido, la intervención de un obispo precursor los salvó del suicidio político. La declaración del prelado de Talca permitió la sobrevivencia del grupo que con el tiempo se transformaría en el partido político más numeroso de Chile. Su ideología cambió totalmente con los años.

Después de Frei, el hombre más importante entre los demócrata-cristianos ha sido Radomiro Tomic. Lo conocí en mi época de parlamentario, en medio de huelgas y giras electorales por el norte de Chile. Los demócrata-cristianos de entonces nos perseguían (a los comunistas) para tomar parte en nuestros mítines. Nosotros éramos (y seguimos siéndolo) la gente más popular en el desierto del salitre y del cobre, es decir, entre los más sacrificados trabajadores del continente americano. De allí había salido Recabarren, allí habían nacido la prensa obrera y los primeros sindicatos. Nada de ello habría existido sin los comunistas.

Tomic era por esa época, no sólo la mejor esperanza de los demócrata-cristianos, sino su personalidad más atrayente y su verbo más elocuente.

Las cosas habían cambiado mucho en 1964, cuando la democracia cristiana ganó las elecciones que llevaron a Frei a la presidencia de la república. La campaña del candidato que triunfó sobre Allende se hizo sobre una base de inaudita violencia anti comunista, orquestada con avisos de prensa y radio que buscaban aterrorizar a la población. Aquella propaganda ponía los pelos de punta: las monjas serían fusiladas; los niños morirían ensartados en bayonetas por barbudos parecidos a Fidel; las niñas serían separadas de sus padres y enviadas a Siberia. Se supo más tarde, por declaraciones hechas ante la comisión especial del senado norteamericano, que la CIA gastó veinte millones de dólares en aquella truculenta campaña de terror.

Una vez ungido presidente, Frei hizo un presente griego a su único y gran rival en el partido: designó a Radomiro Tomic como embajador de Chile en los Estados Unidos. Frei sabía que su gobierno iba a renegociar con las empresas norteamericanas del cobre. En ese momento todo el país pedía la nacionalización. Como un experto prestidigitador, Frei cambió el término por el de «chilenización» y remachó con nuevos convenios la entrega de nuestra principal riqueza nacional a los poderosos consorcios Kennecot y Anaconda Copper Company. El resultado económico para Chile fue monstruoso. El resultado político para Tomic fue muy triste: Frei lo había borrado del mapa. Un embajador de Chile en los Estados Unidos, que hubiese colaborado en la entrega del cobre, no sería apoyado por el pueblo chileno. En las siguientes elecciones presidenciales, Tomic ocupó penosamente el tercer lugar entre tres candidatos.

Poco después de renunciar a su cargo de embajador en USA, a comienzos de 1971, Tomic vino a verme en Isla Negra. Estaba recién llegado del Norte y aún no era oficialmente candidato a la presidencia. Nuestra amistad se había mantenido en medio de las marejadas políticas, como se mantiene todavía. Pero difícilmente pudimos entendernos aquella vez. El quería una alianza más amplia de las fuerzas progresistas, sustitutivas de nuestro movimiento de Unidad Popular, bajo el título de Unión del Pueblo. Tal propósito resultaba imposible; su participación en las negociaciones cupríferas inhabilitaba su candidatura ante la izquierda política. Además, los dos grandes partidos básicos del movimiento popular, el comunista y el socialista, eran ya mayores de edad, con capacidad para llevar a la presidencia a un hombre de sus filas.

Antes de marcharse de mi casa, bastante desilusionado por cierto, Tomic me hizo una revelación. El ministro de Hacienda demócrata-cristiano, Andrés Zaldívar, le había mostrado documentalmente la bancarrota de la realidad económica del país en ese momento. Vamos a caer en un abismo —me dijo Tomic—. La situación no da para cuatro meses más. Esto es una catástrofe. Zaldívar me ha dado todos los detalles de nuestra quiebra inevitable.

Un mes después de elegido Allende, y antes de que asumiera la presidencia de la república, el mismo ministro Zaldívar anunció públicamente el inminente desastre económico del país; pero esta vez lo atribuyó a las repercusiones internacionales provocadas por la elección de Allende. Así se escribe la historia. Por lo menos así la escriben los políticos torcidos y oportunistas como Zaldívar.

Allende

Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo. De los desiertos del salitre, de las minas submarinas del carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con trabajos inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre llamado Salvador Allende para que realizara reformas y medidas de justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras extranjeras.

Donde estuvo, en los países más lejanos, los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el extraordinario pluralismo de nuestro gobierno, jamás en la historia de la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al presidente de Chile los delegados de todo el mundo. Aquí, en Chile, se estaba construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa, elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución chilena, estaban la constitución y la ley, la democracia y la esperanza.

Del otro lado no faltaba nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena, monjes falsos y militares degradados. Unos y otros daban vueltas en el carrusel del despacho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de «Patria y Libertad», dispuestos a romperle la cabeza y el alma a cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que rumbeando entregó hace tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su partido demócrata-cristiano a los mismos enemigos del pueblo, y bailaba al son que éstos le tocaran, y bailaba además con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice. Estos eran los principales artistas de la comedia. Tenían preparados los víveres del acaparamiento, los «miguelitos», los garrotes y las mismas balas que ayer hirieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en Ranquin, en Salvador, en Puerto Montt, en la José María Caro, en Frutillar, en Puente Alto y en tantos otros lugares. Los asesinos de Hernan Mery bailaban con los que deberían defender su memoria. Bailaban con naturalidad, santurronamente. Se sentían ofendidos de que les reprocharan esos «pequeños detalles».

Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia.

Como hombres de principios, empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.

Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los militares hicieron de jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda, las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos movimientos militares.

En ambos casos las casas de los presidentes fueron desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos «aristócratas». Los salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores.

Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más y más al mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos. En todo instante se vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que vivía era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo. El pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse como un iluminado, como un soñador: su sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los extranjeros, la propiedad y las concesiones; para los criollos, las coimas. Recibidos los treinta dineros, todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres del pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados del mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de producir inmensas cantidades de libras esterlinas para la city de Londres.

Allende nunca fue un gran orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le tocó un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era un dirigente colectivo; un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por tales causas y razones, la obra que realizó Allende en tan corto tiempo es superior a la de Balmaceda; más aún, es la más importante en la historia de Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos más que se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.

Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del palacio de gobierno; uno evoca la Blitz krieg de la aviación nazi contra indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante dos siglos fue el centro de la vida civil del país.

Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se Mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente, sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón envuelto en humo y llamas.

Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo. Aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile.

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