Confieso que he vivido (8 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

En 1923 se publicó ese mi primer libro:
Crepusculario
. Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: «No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo». El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.

¡Mi primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos. Sin embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez durante su vida, esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un vino que cante y perfume en otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta.

Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el «Farewell», que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos obsesionantes y, a veces, ministros de estado me recibían cuadrándose militarmente delante de mí y espetándome la primera estrofa.

Años más tarde, Federico García Lorca, en España, me contaba cómo le pasaba lo mismo con su poema «La casada infiel». La máxima prueba de amistad que podía dar Federico, era repetir para uno su popularísima y bella poesía. Hay una alergia hacia el éxito estático de uno solo de nuestros trabajos. Este es un sentimiento sano y hasta biológico. Tal imposición de los lectores pretende inmovilizar al poeta en un solo minuto, cuando en verdad la creación es una constante rueda que gira con mayor aprendizaje y conciencia, aunque tal vez con menos frescura y espontaneidad.

Ya iba dejando atrás
Crepusculario
. Tremendas inquietudes movían mi poesía. En fugaces viajes al sur renovaba mis fuerzas. En 1923 tuve una curiosa experiencia. Había vuelto a mi casa en Temuco. Era más de medianoche. Antes de acostarme abrí las ventanas de mi cuarto. El cielo me deslumbró. Todo el cielo vivía poblado por una multitud pululante de estrellas. La noche estaba recién lavada y las estrellas antárticas se desplegaban sobre mi cabeza.

Me embargó una embriaguez de estrellas, celeste, cósmica. Corrí a mi mesa y escribí de manera delirante, como si recibiera un dictado, el primer poema de un libro que tendría muchos nombres y que finalmente se llamaría
El hondero entusiasta
. Me movía en una forma como nadando en mis verdaderas aguas.

Al día siguiente leí lleno de gozo mi poema nocturno. Más tarde, cuando llegué a Santiago, el mago Aliro Oyarzún escuchó con admiración aquellos versos míos. Con su voz profunda me preguntó luego:

—¿Estás seguro de que esos versos no tienen influencia de Sabat Ercasty?

—Creo que estoy seguro. Los escribí en un arrebato.

Entonces se me ocurrió enviar mi poema al propio Sabat Ercasty, un gran poeta uruguayo, ahora injustamente olvidado. En ese poeta había visto yo realizada mi ambición de una poesía que englobara no sólo al hombre sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas; una poesía epopéyica que se enfrentara con el gran misterio del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra, leía con mucha atención las cartas que Sabat Ercasty dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Le envié el poema de aquella noche a Sabat Ercasty, a Montevideo, y le pregunté si en él había o no influencia de su poesía. Me contestó muy pronto una noble carta: «Pocas veces he leído un poema tan logrado, tan magnífico, pero tengo que decírselo: sí hay algo de Sabat Ercasty en sus versos».

Fue un golpe nocturno, de claridad, que hasta ahora agradezco. Estuve muchos días con la carta en los bolsillos, arrugándose hasta que se deshizo. Estaban en juego muchas cosas. Sobre todo me obsesionaba el estéril delirio de aquella noche. En vano había caído en esa sumersión de estrellas, en vano había recibido sobre mis sentidos aquella tempestad austral. Estaba equivocado. Debía desconfiar de la inspiración. La razón debía guiarme paso a paso por los pequeños senderos. Tenía que aprender a ser modesto. Rompí muchos originales, extravié otros. Sólo diez años después reaparecerían estos últimos y se publicarían.

Terminó con la carta de Sabat Ercasty mi ambición cíclica de una ancha poesía, cerré la puerta a una elocuencia que para mi sería imposible de seguir, reduje deliberadamente mi estilo y mi expresión. Buscando mis más sencillos rasgos, mi propio mundo armónico, empecé a escribir otro libro de amor. El resultado fueron los «Veinte poemas».

Los
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
son un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora del sur de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los «Veinte poemas» son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.

Los trozos de Santiago fueron escritos entre la calle Echaurren y la avenida España y en el interior del antiguo edificio del Instituto Pedagógico, pero el panorama son siempre las aguas y los árboles del sur. Los muelles de la «Canción desesperada» son los viejos muelles de Carahue y de Bajo Imperial; los tablones rotos y los maderos como muñones golpeados por el ancho río; el aleteo de gaviotas se sentía y sigue sintiéndose en aquella desembocadura.

En un esbelto y largo bote abandonado, de no sé qué barco náufrago, leí entero el «Juan Cristóbal» y escribí la «Canción desesperada». Encima de mi cabeza el cielo tenía un azul tan violento como jamás he visto otro. Yo escribía en el bote, escondido en la tierra. Creo que no he vuelto a ser tan alto y tan profundo como en aquellos días. Arriba el cielo azul impenetrable. En mis manos el «Juan Cristóbal» o los versos nacientes de mi poema. Cerca de mí todo lo que existió y siguió existiendo para siempre en mi poesía: el ruido lejano del mar, el grito de los pájaros salvajes, y el amor ardiendo sin consumirse como una zarza inmortal.

Siempre me han preguntado cuál es la mujer de los «Veinte poemas», pregunta difícil de contestar. Las dos o tres que se entrelazan en esta melancólica y ardiente poesía corresponden, digamos, a Marisol y a Marisombra. Marisol es el idilio de la provincia encantada con inmensas estrellas nocturnas y ojos oscuros como el cielo mojado de Temuco. Ella figura con su alegría y su vivaz belleza en casi todas las páginas, rodeada por las aguas del puerto y por la media luna sobre las montañas. Marisombra es la estudiante de la capital. Boina gris, ojos suavísimos, el constante olor a madreselva del errante amor estudiantil, el sosiego físico de los apasionados encuentros en los escondrijos de la urbe.

Mientras tanto, cambiaba la vida de Chile. Clamoroso, se levantaba el movimiento popular chileno buscando entre los estudiantes y los escritores un apoyo mayor. Por una parte, el gran líder de la pequeña burguesía, dinámico y demagógico, Arturo Alessandri Palma, llegaba a la Presidencia de la República, no sin antes haber sacudido al país entero con su oratoria flamígera y amenazante. A pesar de su extraordinaria personalidad, pronto, en el poder, se convirtió en el clásico gobernante de nuestra América; el sector dominante de la oligarquía, que él combatió, abrió las fauces y se tragó sus discursos revolucionarios. El país siguió debatiéndose en los más terribles conflictos.

Al mismo tiempo, un líder obrero, Luis Emilio Recabarren, con una actividad prodigiosa organizaba al proletariado, formaba centrales sindicales, establecía nueve o diez periódicos obreros a lo largo del país. Una avalancha de desocupación hizo tambalear las instituciones. Yo escribía semanalmente en Claridad. Los estudiantes apoyábamos las reivindicaciones populares éramos apaleados por la policía en las calles de Santiago. A la capital llegaban miles de obreros cesantes del salitre y del cobre. Las manifestaciones y la represión consiguiente teñían trágicamente la vida nacional.

Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.

La palabra

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recentísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

LOS CAMINOS DEL MUNDO
El vagabundo de Valparaíso

Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan solo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve.

Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños.

En el punto más desordenado de nuestra juventud nos metíamos de pronto, siempre de madrugada, siempre sin haber dormido, siempre sin un centavo en los bolsillos, en un vagón de tercera clase. Eramos poetas o pintores de poco más o poco menos veinte años, provistos de una valiosa carga de locura irreflexiva que quería emplearse, extenderse, estallar. La estrella de Valparaíso nos llamaba con su pulso magnético.

Sólo años después volví a sentir desde otra ciudad ese mismo llamado inexplicable. Fue durante mis años en Madrid. De pronto, en una cervecería, saliendo de un teatro en la madrugada, o simplemente andando por las calles, oía la voz de Toledo que me llamaba, la muda voz de sus fantasmas, de su silencio.

Y a esas altas horas, junto con amigos tan locos como los de mi juventud, nos largábamos hacia la antigua ciudadela calcinada y torcida. A dormir vestidos sobre las arenas del Tajo, bajo los puentes de piedra.

No sé por qué, entre mis viajes fantasiosos a Valparaíso, uno se me ha quedado grabado, impregnado por un aroma de hierbas arrancadas a la intimidad de los campos: íbamos a despedir a un poeta y a un pintor que viajarían a Francia en tercera clase. Como entre todos no teníamos para pagar ni el más ratonil de los hoteles, buscamos a Novoa, uno de nuestros locos favoritos del gran Valparaíso. Llegar a su casa no era tan simple. Subiendo y resbalando por colinas y colinas hasta el infinito, veíamos en la oscuridad la imperturbable silueta de Novoa que nos guiaba.

Era un hombre imponente, de barba poblada y gruesos bigotazos. Los faldones de su vestimenta oscura batían como alas en las cimas misteriosas de aquella cordillera que subíamos ciegos y abrumados.

El no dejaba de hablar. Era un santo loco, canonizado exclusivamente por nosotros, los poetas. Y era, naturalmente, un naturalista; un vegetariano vegetal. Exaltaba las secretas relaciones, que sólo él conocía, entre la salud corporal y los dones connaturales de la tierra. Nos predicaba mientras marchaba; dirigía hacia atrás su voz tenante, como si fuéramos sus discípulos. Su figura descomunal avanzaba como la de un san Cristóbal nacido en los nocturnos, solitarios suburbios.

Por fin llegamos a su casa, que resultó ser una cabaña de dos habitaciones. Una de ellas la ocupaba la cama de nuestro san Cristóbal. La otra la llenaba en gran parte un inmenso sillón de mimbre, profusamente entrecruzado por superfluos rosetones de paja y extraños cajoncitos adosados a sus brazos; una obra maestra del estilo Victoriano. El gran sillón me fue asignado para dormir aquella noche. Mis amigos extendieron en el suelo los diarios de la tarde y se acostaron parsimoniosamente sobre las noticias y los editoriales.

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