Confieso que he vivido (33 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Un estúpido incidente imprevisto me arruinó el día. Matilde no tenía visa uruguaya. Había que concurrir sin demora al consulado de ese país. La acompañé en un taxi y esperé en la puerta. Matilde sonrió optimista cuando el cónsul salió a recibirla. Parecía un buen muchacho. Tarareaba aires de Madame Butterfly. Vestía de manera muy poco consular: una camiseta y un short. Ella nunca pudo imaginarse que, en el curso de la conversación, el tipo se convertiría en un vulgar extorsionador. Con su aspecto de Pinkerton quiso cobrar horas extraordinarias y puso toda clase de obstáculos. Nos mantuvo de carreras toda la mañana. La bouillabaise del almuerzo me supo a hiel. Varias horas le costó a Matilde lograr su visa. Pinkerton le imponía más trámites a cada instante: que se fotografiara, que cambiara los dólares en francos, que pagara una comunicación telefónica con Burdeos. La tarifa aumentó hasta más de ciento veinte dólares por una visa de tránsito que debió ser gratuita. Llegué a pensar que Matilde perdería el barco, que yo tampoco me embarcaría. Por mucho tiempo consideré que aquel día había sido el más amargo de mi vida.

Oceanografía dispersa

Yo soy un amateur del mar. Desde hace años colecciono conocimientos que no me sirven de mucho porque navego sobre la tierra.

Ahora regreso a Chile, a mi país oceánico, y mi barco se acerca a las costas de Africa. Ya pasó las antiguas columnas de Hércules, hoy acorazadas, servidoras del penúltimo imperialismo.

Miro el mar con el mayor desinterés; el del oceanógrafo puro, que conoce la superficie y la profundidad; sin placer literario, sino con un saboreo conocedor, de paladar cetáceo.

A mí siempre me gustaron los relatos marinos y tengo una red en mi estantería. El libro que más consulto es alguno de William Beebe o una buena' monografía descriptiva de las volutas marinas del mar antártico.

Es el plancton el que me interesa; esa agua nutricia, molecular y electrizada que tiñe los mares de un color de relámpago violeta. Así he llegado a saber que las ballenas se nutren casi exclusivamente de este innumerable crecimiento marino. Pequeñísimas plantas e infusorios irreales pueblan nuestro tembloroso continente. Las ballenas abren sus inmensas bocas mientras se desplazan, levantando la lengua hasta el paladar, de modo que estas aguas vivas y viscerales las van llenando y nutriendo. Así se alimenta la ballena glauca (Bacbianetas Glaucas) que pasa, rumbo al sur del Pacífico y hacia las islas calurosas, por frente a las ventanas de mi Isla Negra.

Por allí también transcurre la ruta migratoria del cachalote, o ballena dentada, la más chilena de las perseguidas. Los marineros chilenos ilustraron con ellas el mundo folklórico del mar. En sus dientes grabaron a cuchillo corazones y flechas, pequeños monumentos de amor, retratos infantiles de sus veleros o de sus novias. Pero nuestros balleneros, los más audaces del hemisferio marino, no cruzaron el estrechoy el Cabo de Hornos, el Antártico y sus cóleras, simplemente para desgranar la dentadura del amenazador cachalote, sino para arrebatarle su tesoro de grasa y lo que es más aún, la bolsita de ámbar gris que sólo este monstruo esconde en su montaña abdominal.

Ahora vengo de otra parte. He dejado atrás el último santuario azul del Mediterráneo, las grutas y los contornos marinos y submarinos de la isla de Capri, donde las sirenas salían a peinarse sobre las peñas sus cabellos azules, porque el movimiento del mar había teñido y empapado sus locas cabelleras.

En el acuario de Nápoles pude ver las moléculas eléctricas de los organismos primaverales y subir y bajar la medusa, hecha de vapor y plata, agitándose en su danza dulce y solemne, circundada por dentro por el único cinturón eléctrico llevado hasta ahora por ninguna otra dama de las profundidades submarinas.

Hace muchos años en Madrás, en la sombría India de mi juventud, visité un acuario maravilloso. Hasta ahora recuerdo los peces bruñidos, las murenas venenosas, los cardúmenes vestidos de incendio y arcoiris, y más aún, los pulpos extraordinariamente serios y medidos, metálicos como máquinas registradoras, con innumerables ojos, piernas, ventosas y conocimientos.

De aquel gran pulpo que conocimos todos por primera vez en Los trabajadores del mar de Victor Hugo (también Victor Hugo es un pulpo tentacular y poliformo de la poesía), de esa especie sólo llegué a ver un fragmento de brazo en el Museo de Historia Natural de Copenhague. Este sí era el antiguo kraken, terror de los mares antiguos, que agarraba a un velero y lo arrollaba cubriéndolo y enredándolo. El fragmento que yo vi conservado en alcohol indicaba que su longitud pasaba de treinta metros.

Pero lo que yo perseguí con mayor constancia fue la huella, o más bien el cuerpo del narval. Por ser tan desconocido para mis amigos el gigantesco unicornio marino de los mares del Norte, llegué a sentirme exclusivo correo de los narvales, y a creerme narval yo mismo.

¿Existe el narval?

¿Es posible que un animal del mar extraordinariamente pacífico que lleva en la frente una lanza de marfil de cuatro o cinco metros, estriada en toda su longitud al estilo salomónico, terminada en aguja, pueda pasar inadvertido para millones de seres, incluso en su leyenda, incluso en su maravilloso nombre?

De su nombre puedo decir —narwhal o narval— que es el más hermoso de los nombres submarinos, nombre de copa marina que canta, nombre de espolón de cristal.

¿Y por qué entonces nadie sabe su nombre?

¿Por qué no existen los Narval, la bella casa Narval, y aún Narval Ramírez o Narvala Carvajal?

No existen. El unicornio marino continúa en su misterio, en sus corrientes de sombra transmarina, con su larga espada de marfil sumergida en el océano ignoto.

En la Edad Media la cacería de todos los unicornios fue un deporte místico y estético. El unicornio terrestre quedó para siempre, deslumbrante, en las tapicerías, rodeado de damas alabastrinas Y copetonas, aureolado en su majestad por todas las aves que trinan o fulguran.

En cuanto al narval, los monarcas medioevales se enviaban como regalo magnífico algún fragmento de su cuerpo fabuloso, y de éste raspaban polvo que, diluido en licores, daba, oh eterno sueño del hombre!, salud, juventud y potencia.

Vagando una vez en Dinamarca, entré en una antigua tienda de historia natural, esos negocios desconocidos en nuestra América que para mí tienen toda la fascinación de la tierra. Allí, arrinconados, descubrí tres o cuatro cuernos de narval. Los más grandes medían casi cinco metros. Por largo rato los blandí y acaricié.

El viejo propietario de la tienda me veía hacer lances ilusorios, con la lanza de marfil en mis manos, contra los invisibles molinos del mar. Después los dejé cada uno en su rincón. Sólo pude comprarme uno pequeño, de narval recién nacido, de los que salen a explorar con su espolón inocente las frías aguas árticas.

Lo guardé en mi maleta, pero en mi pequeña pensión de Suiza, frente al lago Leman, necesité ver y tocar el mágico tesoro del unicornio marino que me pertenecía. Y lo saqué de mi maleta.

Ahora no lo encuentro.

Lo habré dejado olvidado en la pensión de Vésenaz, o ¿habrá rodado a última hora bajo la cama? o ¿verdaderamente habrá regresado en forma misteriosa y nocturna al círculo polar?

Miro las pequeñas olas de un nuevo día en el Atlántico.

El barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul y sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.

Son las puertas del océano que tiemblan.

Por sobre ella vuelan los diminutos peces voladores, de plata y transparencia. Regreso del destierro.

Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria. El cielo de un largo día cubre todo el océano.

La noche llegará y con su sombra esconderá una vez más el gran palacio verde del misterio.

NAVEGACIÓN CON REGRESO
Un cordero en mi casa

Tenía yo un pariente senador que, después de haber triunfado en unas nuevas elecciones, vino a pasar unos días en mi casa de Isla Negra. Así comienza la historia del cordero.

Sucede que sus más entusiastas electores acudieron a festejar al senador. En la primera tarde del festejo se asó un cordero a la manera del campo de Chile, con una gran fogata al aire libre y el cuerpo del animal ensartado en un asador de madera. A esto se le llama «asado al palo» y se celebra con mucho vino y quejumbrosas guitarras criollas.

Otro cordero quedó para la ceremonia del día siguiente. Mientras llegaba su destino, lo amarraron junto a mi ventana. Toda la noche gimió y lloró, baló y se quejó de su soledad. Partía el alma escuchar las modulaciones de aquel cordero. Al punto que decidí levantarme de madrugada y raptarlo.

Metido en un automóvil me lo llevé a ciento cincuenta kilómetros de allí, a mi casa de Santiago, donde no lo alcanzaran los cuchillos. Al no más entrar, se puso a ramonear vorazmente en lo más escogido de mi jardín. Le entusiasmaban los tulipanes y no respetó ninguno de ellos. Aunque por razones espinosas no se atrevió con los rosales, devoró en cambio los alelíes y los lirios con extraña fruición. No tuve mas remedio que amarrarlo otra vez. Y de inmediato se puso a balar, tratando visiblemente de conmoverme como antes. Yo me sentí desesperado.

Ahora va a entrecruzarse la historia de Juanito con la historia del cordero. Resulta que por aquel tiempo se había producido una huelga de campesinos en el sur. Los latifundistas de la región, que pagaban a sus inquilinos no más de veinte centavos de dólar al día, terminaron a palos y carcelazos con aquella huelga.

Un joven campesino experimentó tanto miedo que se subió a un tren sobre la marcha. El muchacho se llamaba Juanito, era muy católico y no sabía nada de las cosas de este mundo. Cuando pasó el colector del tren, revisando los pasajes, él respondió que no lo tenía, que se dirigía a Santiago, y que creía que los trenes eran para que la gente se subiera a ellos y viajara cuando lo necesitara. Trataron de desembarcarlo, naturalmente. Pero los pasajeros de tercera clase —gente del pueblo, siempre generosa— hicieron una colecta y pagaron entre todos el boleto.

Anduvo Juanito por calles y plazas de la capital con un atado de ropa debajo del brazo. Como no conocía a nadie, no quería hablar con nadie. En el campo se decía que en Santiago había más ladrones que habitantes y él temía que le sustrajeran la camisa y las alpargatas que llevaba debajo del brazo envueltas en un periódico. Por el día vagaba por las calles más frecuentadas, donde las gentes siempre tenían prisa y apartaban con un empellón a este Gaspar Hauser caído de otra estrella. Por las noches buscaba también los barrios más concurridos, pero éstos eran las avenidas de cabarets y de vida nocturna, y allí su presencia era más extraña aún, pálido pastor perdido entre los pecadores. Como no tenía un solo centavo, no podía comer, tanto así que un día se cayó al suelo, sin conocimiento.

Multitud de curiosos rodearon al hombre tendido en la calle. La puerta frente a la que cayó correspondía a un pequeño restaurant. Allí lo entraron y lo dejaron en el suelo. «Es el corazón», dijeron unos. «Es un síncope hepático», dijeron otros. Se acercó el dueño del restaurant, lo miró y dijo: «Es hambre». Apenas comió unos cuantos bocados aquel cadáver revivió. El patrón lo puso a lavar platos y le tomó gran afecto. Tenía razones para ello. Siempre sonriente, el joven campesino lavaba montañas de platos. Todo iba bien. Comía mucho más que en su campiña.

El maleficio de la ciudad se tejió de manera extraña para que se juntaran alguna vez en mi casa el pastor y el cordero.

Le entraron ganas al pastor de conocer la ciudad y enderezó sus pasos un poco más allá de las montañas de vajilla. Tomó con entusiasmo una calle, cruzó una plaza, y todo lo embelesaba. Pero, cuando quiso volver, ya no podía hacerlo. No había anotado la dirección porque no sabía escribir y buscó en vano la puerta hospitalaria que lo había recibido. Nunca más la encontró.

Un transeúnte le dijo, apiadado de su confusión, que debía dirigirse a mí, al poeta Pablo Neruda. No sé por qué le sugirieron esta idea. Probablemente porque en Chile se tiene por manía encargarme cuanta cosa peregrina le pasa por la cabeza a la gente, y a la vez echarme la culpa de todo cuanto ocurre. Son extrañas costumbres nacionales.

Lo cierto es que el muchacho llegó a mi casa un día y se encontró con el animal cautivo. Hecho ya cargo de aquel cordero innecesario, un paso más y hacerme cargo de este pastor no fue difícil. Le asigné la tarea de cuidar que el cordero gourmet no devorara exclusivamente mis flores, sino que también, de cuando en cuando, saciara su apetito con el pasto de mi jardín.

Se comprendieron al punto. En los primeros días él le puso por formalidad una cuerdecita al cuello, como una cinta, y con ella lo conducía de un sitio a otro. El cordero comía incesantemente, y el pastor individualista también, y ambos transitaban por toda la casa, inclusive por dentro de mis habitaciones. Era una compenetración perfecta, alcanzada por el hilo umbilical de la madre tierra, por el auténtico mandato del hombre. Así pasaron muchos meses. Tanto el pastor como el cordero redondearon sus formas carnales, especialmente el rumiante que apenas podía seguir a su zagal de gordo que se puso. A veces entraba parsimoniosamente a mi habitación, me miraba con indiferencia, y salía dejándome un pequeño rosario de cuentas oscuras en el piso.

Todo concluyó cuando el campesino sintió la nostalgia de su campo y me dijo que se volvía a sus tierras lejanas. Era una determinación de última hora. Tenía que pagar una manda a la Virgen de su pueblo. No se podía llevar el cordero. Se despidieron con ternura. El pastor tomó el tren, esta vez con su pasaje en la mano. Fue patética aquella partida.

En mi jardín no dejó un cordero sino un problema grave, o más bien gordo. ¿Qué hacer con el rumiante? ¿Quién lo cuidaría ahora? Yo tenía excesivas preocupaciones políticas. Mi casa andaba desbarajustada después de las persecuciones que me trajo mi poesía combatiente. El cordero comenzó a balar de nuevo sus partituras quejumbrosas.

Cerré los ojos y le dije a mi hermana que se lo llevara. Ay! Esta vez sí estaba yo seguro de que no se libraría del asador.

De Agosto de1952 a Abril de 1957

Los años transcurridos entre agosto de 1952 y abril de 1957 no figurarán detalladamente en mis memorias porque casi todo ese tiempo lo pasé en Chile y no me sucedieron cosas curiosas ni aventuras capaces de divertir a mis lectores. Sin embargo, es preciso enumerar algunos hechos importantes de ese lapso. Publiqué el libro
Las uvas y el viento
, que traía escrito. Trabajé intensamente en las Odas elementales, en las Nuevas odas elementales y en el Tercer libro de las odas. Organicé un congreso continental de la cultura, que se realizó en Santiago y al cual acudieron relevantes personalidades de toda América. También celebré en Santiago el cumplimiento de mis cincuenta años, con la presencia de escritores importantes de todo el mundo: desde China vinieron M Ching y Emi Siao; llya Ehrenburg voló desde la Unión Soviética; Dreda y Kutvalek desde Checoeslovaquia; y entre los latinoamericanos estuvieron Miguel Angel Asturias, Oliverio Girondo, Norah Lange, Elvio Romero, María Rosa Oliver, Raúl Larra y tantos otros. Doné a la universidad de Chile mi biblioteca y otros bienes. Hice un viaje a la Unión Soviética, como jurado del Premio Lenin de la Paz, que yo mismo había obtenido en esa época, cuando aún se llamaba Premio Stalin. Me separé definitivamente de Delia del Carril. Construí mi casa «La Chascona» y me trasladé a vivir en ella con Matilde Urrutia. Fundé la revista Gaceta de Chile y la dirigí durante algunos números. Tomé parte en las campañas electorales y en otras actividades del Partido Comunista de Chile. La editorial Losada, de Buenos Aires, publicó mis obras completas en papel biblia.

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