Confieso que he vivido (32 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

A Ehrenburg estas cosas lo ponían furioso. Dígame en el caso del restaurant que voy a contar. En el hotel nos servían la pésima comida inglesa que dejaron como herencia en China los sistemas coloniales. Yo, que soy gran admirador de la cocina china, le dije a mi joven intérprete que ardía en deseos de disfrutar del afamado arte culinario pekinés. Me respondió que lo consultaría.

Ignoro si realmente lo consultó, pero lo cierto fue que seguimos mascando el desabrido rosbif del hotel. Le volví a hablar del asunto. Se quedó pensativo y me dijo:

—Los compañeros se han reunido varias veces para examinar la situación. El problema está a punto de resolverse.

Al día siguiente se nos acercó un miembro importante del comité de acogida. Después de colocarse correctamente en el rostro su sonrisa, nos preguntó si efectivamente queríamos comer comida china. Ehrenburg le dijo rotundamente que sí. Yo agregué que conocía desde mis años mozos la comida cantonesa y que ansiaba paladear la celebérrima sazón de Pekín.

—El asunto es difícil —dijo el compañero chino, preocupado—. Silencio, meneo de cabeza, y luego resumió Casi imposible.

Ehrenburg sonrió, con su sonrisa amarga de escéptico contumaz. Yo, en cambio, me enfurecí.

—Compañero —le dije—. Haga el favor de arreglarme mis papeles de regreso a París. Si no puedo comer comida china en China, la comeré en el Barrio Latino, donde no es ningún problema.

Ni a sol ni a sombra.

Mi violento alegato tuvo éxito. Cuatro horas más tarde, precedidos de nuestra profusa comitiva, llegamos a un famoso restaurant donde desde hace quinientos años se prepara el pato a la laca. Un plato exquisito, memorable.

El restaurant, abierto día y noche, distaba apenas trescientos metros de nuestro hotel.

«Los versos del capitán»

De rumbo en rumbo, en estas andanzas de desterrado, llegué a un país que no conocía entonces y que aprendí a amar intensa mente: Italia. En ese país todo me pareció fabuloso. Especialmente la simplicidad italiana: el aceite, el pan y el vino de la naturalidad. Hasta aquella policía… Aquella policía que nunca me maltrató, pero que me persiguió incansablemente. Era una policía que encontré en todas partes, hasta en el sueño y en la sopa.

Me invitaron los escritores a leer mis versos. Los leí de buena fe por todas partes, en universidades, en anfiteatros, a los portuarios de Génova, en Florencia, en el Palacio de La Lana, en Turín, en Venecia.

Leía con infinito placer ante salas desbordantes. Alguien junto a mí repetía luego la estrofa en italiano supremo, y me gustaba oír mis versos con ese resplandor que les añadía la lengua magnífica. Pero a la policía no le gustaba tanto. En castellano, pase pero la versión italiana tenía puntos y puntillos. Las alabanzas a la paz, palabra que ya estaba proscrita por los «occidentales», y más aún la dirección de mi poesía hacia las luchas populares, resultaban peligrosas.

Los municipios habían sido ganados en elecciones por los partidos populares y de ese modo me recibieron en los cabildos egregios como visitante de honor. Muchas veces me designaron ilustre de la ciudad. Soy ciudadano ilustre de Milán, Florencia y Génova. Antes o después de mi recital los consejeros me imponían su distinción. En el salón se reunían notables ciudadanos, aristócratas y obispos. Se tomaba una pequeña copa de champaña que yo agradecía en nombre de mi patria lejana. Entre abrazos y besamanos bajaba finalmente las escalinatas de los palacios municipales. En la calle me esperaba la policía, que no me dejaba a sol ni a sombra.

Lo de Venecia fue cinematográfico. Di mi acostumbrado recital en el aula. Fui otra vez nombrado ciudadano de honor. Pero la policía quería que me fuera de la ciudad donde nació y sufrió Desdémona. Los agentes se apostaron noche y día en las puertas del hotel.

Mi viejo amigo Vittorio Vidale, «el comandante Carlos», vino desde Trieste a oír mis versos. Me acompañó también en el infinito placer de recorrer los canales y ver pasar desde la góndola los cenicientos palacios. En cuanto a la policía, me asedió mucho más. Andaban directamente detrás de nosotros, a dos metros de distancia. Entonces decidí fugarme, tal como Casanova, de una Venecia que quería emparedarme. Salimos disparados en carrera, junto con Vittorio Vidale y el escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, que se encontraba allí por azar. En pos nuestro se lanzaron los dos policías venecianos. Rápidamente logramos embarcarnos en la única góndola motorizada de Venecia, la del alcalde comunista. La góndola del poder municipal surcó velozmente las aguas del canal, en tanto el otro poder corría como un gamo en busca de otra barca. La que tomaron era una de las muchas románticas embarcaciones a remo, pintada de negro y con adornos de oro, que usan los enamorados en Venecia. Nos siguió a lo lejos y sin esperanza, como un pato puede perseguir a un delfín marino.

Toda aquella persecución se precipitó una mañana en Nápoles. La policía llegó al hotel, no muy temprano, ya que en Nápoles nadie trabaja temprano, ni la policía. Pretextaron un error de pasaporte y me rogaron que los acompañara a la prefectura. Allí me ofrecieron café «expreso» y me notificaron que debía abandonar el territorio italiano ese mismo día.

Mi amor por Italia no servía de nada.

—Se trata sin duda de una equivocación —les dije.

—Nada de eso. Lo estimamos mucho, pero tiene que irse del país.

Y luego, de una manera indirecta, en forma oblicua, me informaron que era la embajada de Chile la que solicitaba mi expulsión El tren salía en la tarde. En la estación ya estaban mis amigos en misión de despedida. Besos. Flores. Gritos. Paolo Ricci. Los Alicatta. Tantos otros. A rivederci. Adiós. Adiós.

Durante mi viaje ferroviario, que lo era a Roma, los policías que me custodiaban derrocharon gentileza. Subían y acomodaban mis valijas. Me compraban L'Unitá y el Paese Sera, de ningún modo la prensa de derecha. Me pedían autógrafos, algunos para ellos mismos y otros para sus familiares. Nunca he visto una policía más fina:

—Lo sentimos, Eccellenza. Somos pobres padres de familia. Tenemos que obedecer órdenes. Es odioso…

Ya en la estación de Roma, donde tenía que descender a cambiar de tren para continuar mi viaje a la frontera, divisé desde mi ventanilla una gran multitud. Oí gritos. Observé movimientos confusos y violentos. Grandes brazadas de flores caminaban hacia el tren levantadas sobre un río de cabezas.

—Pablo! Pablo!

Al bajar los estribos del vagón, elegantemente custodiado, fui de inmediato el centro de una prodigiosa batalla. Escritores y escritoras, periodistas, diputados, tal vez cerca de mil personas, me arrebataron en unos cuantos segundos de las manos policiales. La policía avanzó a su vez y me rescató de los brazos de mis amigos. Distinguí en aquellos dramáticos momentos algunas caras famosas. Alberto Moravia y su mujer Elsa Morante, novelista como él. El famoso pintor Renato Guttuso. Otros poetas. Otros pintores. Carlo Levi, el célebre autor de Cristo se detuvo en Eboli, me alargaba un ramo de rosas. A todo esto las flores caían al suelo, volaban sombreros y paraguas, sonaban puñetazos como explosiones. La policía llevaba la peor parte y fui recuperado otra vez por mis amigos. En la refriega pude ver a la muy dulce Elsa Morante que golpeaba con su sombrilla de seda la cabeza de un policía. De pronto pasaban los carritos que llevaban y traían equipajes y vi a uno de los changadores, un lacchino corpulento, descargar un garrotazo sobre las espaldas de la fuerza pública. Eran adhesiones del pueblo romano. Tan intrincada se puso la contienda que los policías me dijeron en un aparte:

—Hábleles a sus amigos. Dígales que se calmen… La multitud gritaba:

—Neruda se queda en Roma! Neruda no se va de Italia! Que se quede el poeta! Que se quede el chileno! Que se vaya el austriaco!

(El «austriaco» era De Gasperi, primer ministro de Italia). Al cabo de media hora de pugilato llegó una orden superior por medio de la cual se me concedía el permiso de permanecer en Italia. Mis amigos me abrazaron y me besaron y yo me alejé de aquella estación pisando con pena las flores desbaratadas por la batalla.

Amanecí al día siguiente en la casa de un senador, con fuero parlamentario, donde me había llevado el pintor Renato Guttuso, que todavía no se fiaba de la palabra gubernamental. Ahí me llegó un telegrama de la isla de Capri. Lo firmaba el ilustre historiador Erwin Cerio, a quien no conocía personalmente. Se manifestaba indignado ante lo que él consideraba un ultraje, un desacato a la tradición y a la cultura italianas. Concluía ofreciéndome una villa, en el propio Capri, para que yo la habitara.

Todo parecía un sueño. Y cuando llegué a Capri, en compañía de Matilde Urrutia, de Matilde, la sensación irreal de los sueños se hizo más grande.

Llegamos de noche y en invierno a la isla maravillosa. En la sombra se alzaba la costa, blanquecina y altísima, desconocida y callada. ¿Qué pasaría? ¿Qué nos pasaría? Un cochecito de caballos nos esperaba. Subió y subió el cochecito por las desiertas calles nocturnas. Por fin se detuvo. El cochero depositó nuestras valijas en aquella casa, también blanca y al parecer vacía.

Al entrar vimos arder el fuego de la gran chimenea. A la luz de los candelabros encendidos había un hombre alto, de pelo, barba y traje blancos. Era don Erwin Cerio, propietario de medio Capri, historiador y naturalista. En la penumbra se alzaba como la imagen del taita Dios de los cuentos infantiles.

Tenía casi noventa años y era el hombre más ilustre de la isla.

—Disponga usted de esta casa. Aquí estará tranquilo.

Y se fue por muchos días, durante los cuales, por delicadeza, no nos visitaba, sino que mandaba pequeños mensajes con noticias o consejos, exquisitamente caligrafiados y con alguna hoja o flor de su jardín. Erwin Cerio representó para nosotros el ancho, generoso y perfumado corazón de Italia.

Después conocí sus trabajos, sus libros más verdaderos que los de Axel Munthe, aunque no tan famosos. El noble viejo Cerio repetía con picaresco humor:

—La obra maestra de Dios es la plaza de Capri.

Matilde y yo nos recluíamos en nuestro amor. Hacíamos largas caminatas por Anacapri. La pequeña isla dividida en mil pequeños huertos tiene un esplendor natural demasiado comentado pero tiránicamente verídico. Entre las rocas, donde más azolan el sol y el viento, por la tierra seca, estallan plantas y flores diminutas, crecidas exactamente en una gran composición de jardinería. Este Capri recóndito, al que uno entra sólo después de largo peregrinaje y cuando ya la etiqueta de turista se le ha caído de la ropa, este Capri popular de rocas y minúsculas viñas, de gente modesta, trabajadora, esencial, tiene un encanto absorbente. Ya uno está consubstanciado con las cosas y la gente; ya a uno lo conocen los cocheros y las pescadoras; ya uno forma parte del Capri oculto y pobre; y uno sabe dónde está el buen vino barato y dónde comprar las aceitunas que comen los de Capri.

Posiblemente detrás de las grandes murallas palaciegas ocurran todas las novelescas perversidades que se leen en los libros. Pero yo participé de una vida feliz en plena soledad o entre la gente más sencilla del mundo. Tiempo inolvidable! Trabajaba toda la mañana y por la tarde Matilde dactilografiaba mis poemas. Por primera vez vivíamos juntos en una misma casa. En aquel sitio de embriagadora belleza nuestro amor se acrecentó. No pudimos ya nunca más separarnos.

Terminé allí de escribir un libro de amor, apasionado y doloroso, que se publicó luego en Nápoles en forma anónima:
Los versos del capitán
.

Y ahora voy a contarles la historia de ese libro, entre los míos uno de los más controvertidos. Fue por mucho tiempo un secreto, por mucho tiempo no llevó mi nombre en la tapa, como si yo renegara de él o el propio libro no supiera quién era su padre. Tal como hay hijos naturales, hijos del amor natural,
Los versos del capitán
eran así, un libro natural.

Los poemas que contiene fueron escritos aquí y allá, a lo largo de mi destierro en Europa. Se publicaron anónimamente en Nápoles, en 1952. El amor a Matilde, la nostalgia de Chile, las pasiones civiles llenan las páginas de este libro que se mantuvo sin el nombre de su autor durante muchas ediciones.

Para su impresión primera, el pintor Paolo Ricci consiguió un papel admirable, y antiguos tipos de imprenta bodonianos, y grabados tomados de los vasos de Pompeya. Con fraternal fervor Paolo elaboró también la lista de los suscriptores. Pronto apareció el bello volumen en no más de cincuenta ejemplares.

Celebramos largamente el acontecimiento, con mesa florida, frutio di mare, vino transparente como el agua, hijo único de las viñas de Capri. Y con la alegría de los amigos que amaron nuestro amor.

Algunos críticos suspicaces atribuyeron motivos políticos a la aparición de este libro sin firma. «El partido se ha opuesto, el partido no lo aprueba», dijeron. Pero no era verdad. Por suerte, mi partido no se opone a ninguna expresión de la belleza.

La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato.

Después el libro, aún sin nombre y apellido, se hizo hombre, hombre natural y valeroso. Se abrió paso en la vida y yo debí, por fin, reconocerlo. Ahora andan por los caminos, es decir, por librerías y bibliotecas, los «versos del capitán» firmados por el genuino capitán.

Fin del destierro

Mi destierro tocaba a su fin. Era el año de 1952. A través de Suiza llegamos a Cannes para tomar un barco italiano que nos llevaría a Montevideo. Esta vez no queríamos ver a nadie en Francia. Solamente le avisé nuestro paso a Alice Gascar, mi fidelísima traductora y amiga de mucho tiempo. En Cannes, sin embargo, nos esperaban imprevistos sucesos.

Encontré en la calle, cerca de la compañía de navegación, a Paul Eluard y a Dominique, su mujer. Habían sabido mi llegada y me esperaron para invitarme a almorzar. Estaría también Picasso. Luego nos topamos con el pintor chileno Nemesio Antúnez e Inés Figueroa, su mujer, quienes también asistirían al almuerzo.

Aquella sería la última vez que yo viera a Paul Eluard. Lo recuerdo bajo el sol de Cannes, con su traje azul que parecía un pijama. No olvidaré nunca su rostro tostado y sonrosado, sus ojos azulísimos, su sonrisa infinitamente juvenil, bajo la luz africana de las calles centelleantes de Cannes. Eluard había venido de Saint-Tropez para despedirme, se trajo a Picasso y arregló el almuerzo. La fiesta estaba armada.

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