Federico presenció entonces una escena de espanto. Los cerdos se echaron sobre el cordero y junto al horror del poeta lo despedazaron y devoraron.
Esta escena de sangre y soledad hizo que Federico ordenara a su teatro ambulante continuar inmediatamente el camino.
Transido de horror todavía, tres meses antes de la guerra civil, Federico me contaba esta historia terrible.
Yo vi después, con mayor y mayor claridad, que aquel suceso fue la representación anticipada de su muerte, la premonición de su increíble tragedia.
Federico García Lorca no fue fusilado; fue asesinado. Naturalmente nadie podía pensar que le matarían alguna vez. De todos los poetas de España era el más amado, el más querido, y el más semejante a un niño por su maravillosa alegría. ¿Quién pudiera creer que hubiera sobre la tierra, y sobre su tierra, monstruos capaces de un crimen tan inexplicable?
La incidencia de aquel crimen fue para mí la más dolorosa de una larga lucha. Siempre fue España un campo de gladiadores; una tierra con mucha sangre. La plaza de toros, con su sacrificio y su elegancia cruel, repite, engalanada de farándula, el antiguo combate mortal entre la sombra y la luz.
La Inquisición encarcela a fray Luis de León; Quevedo padece en su calabozo; Colón camina con grillos en los pies. Y el gran espectáculo fue el osario en El Escorial, como ahora lo es el Monumento a los Caídos, con una cruz sobre un millón de muertos y sobre incontables y oscuras prisiones.
Pasó el tiempo. La guerra comenzaba a perderse. Los poetas acompañaron al pueblo español en su lucha. Federico ya había sido asesinado en Granada. Miguel Hernández, de pastor de cabras se había transformado en verbo militante. Con uniforme de soldado recitaba sus versos en primera línea de fuego.
Manuel Altolaguirre seguía con sus imprentas. Instaló una en pleno frente del Este, cerca de Gerona, en un viejo monasterio. Allí se imprimió de manera singular mi libro
España en el corazón
. Creo que pocos libros, en la historia extraña de tantos libros, han tenido tan curiosa gestación y destino.
Los soldados del frente aprendieron a parar los tipos de imprenta. Pero entonces faltó el papel.
Encontraron un viejo molino, y allí decidieron fabricarlo. Extraña mezcla la que se elaboró, entre las bombas que caían, en medio de la batalla. De todo le echaban al molino, desde una bandera del enemigo hasta la túnica ensangrentada de un soldado moro. A pesar de los insólitos materiales, y de la total inexperiencia de los fabricantes, el papel quedó muy hermoso. Los pocos ejemplares que de ese libro se conservan, asombran por la tipografía y por los pliegos de misteriosa manufactura. Años después vi un ejemplar de esta edición en Washington, en la biblioteca del Congreso, colocado en una vitrina como uno de los libros más raros de nuestro tiempo.
Apenas impreso y encuadernado mi libro, se precipitó la derrota de la República. Cientos de miles de hombres fugitivos repletaron las carreteras que salían de España. Era el éxodo de los españoles, el acontecimiento más doloroso en la historia de España.
Con esas filas que marchaban al destierro iban los sobrevivientes del ejército del Este, entre ellos Manuel Altolaguirre y los soldados que hicieron el papel e imprimieron
España en el corazón
. Mi libro era el orgullo de esos hombres que habían trabajado mi poesía en un desafío a la muerte. Supe que muchos habían preferido acarrear sacos con los ejemplares impresos antes que sus propios alimentos y ropas. Con los sacos al hombro emprendieron la larga marcha hacia Francia.
La inmensa columna que caminaba rumbo al destierro fue bombardeada cientos de veces. Cayeron muchos soldados y se desparramaron los libros en la carretera. Otros continuaron la inacabable huida. Más allá de la frontera trataron brutalmente a los españoles que llegaban al exilio. En una hoguera fueron inmolados los últimos ejemplares de aquel libro ardiente que nació y murió en plena batalla.
Miguel Hernández buscó refugio en la embajada de Chile, que durante la guerra había prestado asilo a la enorme cantidad de cuatro mil franquistas. El embajador en ese entonces, Carlos Moría Lynch, le negó el asilo al gran poeta, aun cuando se decía su amigo. Pocos días después lo detuvieron, lo encarcelaron.
Murió de tuberculosis en su calabozo, tres años más tarde. El ruiseñor no soportó el cautiverio.
Mi unción consular había terminado. Por mi participación en la defensa de la República española, el gobierno de Chile decidió alejarme de mi cargo.
Llegamos a París. Tomamos un departamento con Rafael Alberti y María Teresa León, su mujer, en el Quai de L'Horloge, un barrio quieto y maravilloso. Frente a nosotros veía el Pont Neuf, la estatua de Henri IV y los pescadores que colgaban de todas las orillas del Sena. Detrás de nosotros quedaba la plaza Dauphine, nervaliana, con olor a follaje y restaurant. Allí vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos.
Desde mi balcón, a la derecha, inclinándose hacia afuera, se alcanzaban a divisar los negros torreones de la Conciergerie. Su gran reloj dorado era para mí el límite final del barrio.
Yo tuve por suerte en Francia, y por muchos años, como mis mejores amigos a los dos mejores hombres de su literatura, Paúl Eluard y Aragón. Eran y son curiosos clásicos de desenfado, de una autenticidad vital que los sitúa en lo más sonoro del bosque de Francia. A la vez son inconmovibles y naturales participantes de la moral histórica. Pocos seres tan diferentes entre sí como estos dos. Disfruté el placer poético de perder muchas veces el tiempo con Paúl Eluard. Si los poetas contestaran de verdad a las encuestas largarían el secreto: no hay nada tan hermoso como perder el tiempo. Cada uno tiene su estilo para ese antiguo afán. Con Paúl no me daba cuenta del día ni de la noche que pasaba y nunca supe si tenía importancia o no lo que conversábamos. Aragón es una máquina electrónica de la inteligencia, del conocimiento, de la virulencia, de la velocidad elocuente. De la casa de Eluard siempre salí sonriendo sin saber de qué. De algunas horas con Aragón salgo agotado porque este diablo de hombre me ha obligado a pensar. Los dos han sido irresistibles y leales amigos míos y tal vez lo que más me gusta en ellos es su antagónica grandeza.
Decidimos con Nancy Cunard hacer una publicación de poesía que yo titulé Los Poetas del Mundo Defienden al Pueblo Español.
Nancy tenía una pequeña imprenta en su casa de campo, en la provincia francesa. No me acuerdo el nombre de la localidad, pero estaba lejos de París. Cuando llegamos a su casa era de noche, con luna. La nieve y la luna temblaban como una cortina alrededor de la finca. Yo, entusiasmado, salí de paseo. De regreso los copos de nieve se arremolinaron sobre mi cabeza con helada obstinación. Perdí completamente mi camino y anduve media hora a tientas en la blancura de la noche.
Nancy tenía experiencia de imprenta. Cuando había sido la amiga de Aragón publicó la traducción del Hunting of the snark hecha por Aragón y por ella. En verdad, este poema de Lewis Carroll es intraducible y creo que sólo en Góngora hallaríamos un trabajo semejante de mosaico loco.
Yo me puse por primera vez a parar tipos y creo que no ha habido nunca un cajista peor. Como las letras p las imprimía al revés, quedaban convertidas en d por mi torpeza tipográfica. Un verso en que aparecía dos veces la palabra párpados resultó convertido en dos veces dardapos. Por varios años Nancy me castigó llamándome de esa manera. «My dear Dardapo…» solía comenzar sus cartas desde Londres.
Pero la publicación salió muy decorosa y alcanzamos a imprimir seis o siete entregas. Aparte de poetas militantes, como González Tuñón o Alberti, o algunos franceses, publicamos apasionados poemas de W. H.
Auden, Spender, etcétera. Estos caballeros ingleses no sabrán nunca lo que sufrieron mis dedos perezosos componiendo sus versos.
De cuando en cuando llegaban de Inglaterra poetas dandys, amigos de Nancy, con flor blanca en el ojal, que también escribían poemas antifranquistas.
No ha habido en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española.
La sangre española ejerció un magnetismo que hizo temblar la poesía de una gran época.
No sé si la publicación tuvo éxito o no, porque por ese tiempo terminó mal la guerra de España y empezó mal otra nueva guerra mundial. Esta última, a pesar de su magnitud, a pesar de su crueldad inconmensurable, a pesar de su heroísmo derramado, no alcanzó nunca a embargar como la española el corazón colectivo de la poesía.
Poco después tendría que regresar de Europa a mi país. Nancy también viajaría pronto a Chile, acompañada por un torero que en Santiago dejó los toros y a Nancy Cunard para instalar una venta de salchichas y otros embutidos. Pero mi queridísima amiga, aquella snob de la más alta calidad, era invencible. En Chile tomó como amante a un poeta vagabundo y desaliñado, chileno de origen vasco, no desprovisto de talento, pero sí de dientes. Además, el nuevo predilecto de Nancy era borrachísimo y propinaba a la aristocrática inglesa frecuentes palizas nocturnas que la obligaban a aparecer en sociedad con grandes gafas oscuras.
En verdad, fue ella uno de los personajes quijotescos, crónicos, valientes y patéticos, más curiosos que yo he conocido. Heredera única de la Cunard Line, hija de Lady Cunard, Nancy escandalizó a Londres allá por el año 1930, escapándose con un negro, musicante de unos de los primeros jazz band importados por el hotel Savoy.
Cuando Lady Cunard encontró el lecho vacío de su hija y una carta de ella en que le comunicaba, orgullosamente, su negro destino, la noble señora se dirigió a su abogado y procedió a desheredarla. Así, pues, la que yo conocí, errante por el mundo, fue una preferida de la grandeza británica. A la tertulia de la madre asistía Gorges Moore (de quien se susurraba que era el verdadero padre de Nancy), Sir Thomas Beecham, el joven Aldous Huxley, y el que después fue duque de Windsor, entonces príncipe de Gales.
Nancy Cunard devolvió el golpe. En el diciembre del año en que fue excomulgada por su madre, toda la aristocracia inglesa recibió como regalo navideño un folleto de tapas rojas titulado «Negro man and white lady ship». No he visto nada más corrosivo. Alcanza a veces la malignidad de Swift.
Sus argumentos en defensa de los negros fueron como garrotazos en la cabeza de Lady Cunard y de la sociedad inglesa. Recuerdo que les decía, y cito de memoria, porque sus palabras eran más elocuentes:
«Si usted, blanca Señora, o más bien los suyos, hubieran sido secuestrados, golpeados y encadenados, por una tribu más poderosa y luego transportados lejos de Inglaterra para ser vendidos como esclavos, mostrados como ejemplos irrisorios de la fealdad humana, obligados a trabajar a latigazos y mal alimentados. ¿Qué habría subsistido de su raza? Los negros sufrieron éstas y muchas más violencias y crueldades. Después de siglos de sufrimiento, ellos, sin embargo, son los mejores y más elegantes atletas, y han creado una nueva música más universal que ninguna. ¿Podrían ustedes, blancos como lo es usted, haber salido victoriosos de tanta iniquidad? ¿Entonces, quiénes valen más?».
Y así por treinta páginas.
Nancy no pudo volver a residir en Inglaterra y desde ese momento abrazó la causa de la raza negra perseguida. Durante la invasión de Etiopía se fue a Addis Abeba. Luego llegó a los Estados Unidos para solidarizarse con los muchachos negros de Scottsboro acusados de infamias que no cometieron. Los jóvenes negros fueron condenados por la justicia racista norteamericana y Nancy Cunard fue expulsada por la policía democrática norteamericana.
En 1969 mi amiga Nancy Cunard moriría en París. En una crisis de su agonía bajó casi desnuda por el ascensor del hotel. Allí se desplomó y se cerraron para siempre sus bellos ojos celestes.
Pesaba treinta y cinco kilos cuando murió. Sólo era un esqueleto. Su cuerpo se había consumido en una larga batalla contra la injusticia en el mundo. No recibió más recompensa que una vida cada vez más solitaria y una muerte desamparada.
La guerra de España iba de mal en peor, pero el espíritu de resistencia del pueblo español había contagiado al mundo entero. Ya combatían en España las brigadas de voluntarios internacionales. Yo los vi llegar a Madrid, todavía en 1936, ya uniformados. Era un gran grupo de gentes de diferentes edades, pelos y colores.
Ahora estábamos en París en 1937 y lo principal era preparar un congreso de escritores antifascistas de todas partes del mundo. Un congreso que se celebraría en Madrid. Fue allí donde comencé a conocer a Aragón. Lo que me sorprendió inicialmente en él fue su capacidad increíble de trabajo y organización.
Dictaba todas las cartas, las corregía, las recordaba. No se le escapaba el más mínimo detalle. Cumplía largas horas seguidas de trabajo en nuestra pequeña oficina. Y luego, como es sabido, escribe extensos libros en prosa y su poesía es la más bella del idioma de Francia. Lo vi corregir pruebas de traducciones que había hecho de rusos e ingleses, y lo vi rehacerlas en el mismo papel de imprenta. Se trata, en verdad, de un hombre portentoso y yo comencé a darme cuenta de ello desde ese entonces.
Me había quedado sin el consulado y, en consecuencia, sin un centavo. Entré a trabajar, por cuatrocientos francos antiguos al mes, en una asociación de defensa de la cultura que dirigía Aragón. Delia del Carril, mi mujer de entonces y de tantos años, tuvo siempre fama de rica estanciera, pero lo cierto es que era más pobre que yo. Vivíamos en un hotelucho sospechoso en el que todo el primer piso se reservaba para las parejas ocasionales que entraban y salían. Comimos poco y mal durante algunos meses.
Pero el congreso de escritores antifascistas era una realidad. De todas partes llegaban valiosas respuestas.
Una de Yeats, poeta nacional de Irlanda. Otra de Selma Lagerlof, la gran escritora sueca. Los dos eran demasiado ancianos para viajar a una ciudad asediada y bombardeada como Madrid, pero ambos se adherían a la defensa de la República española.
Supe que en el Quai d' Orsay existía un informe sobre mi persona que decía más o menos lo siguiente: «Neruda y su mujer, Delia del Carril, hacen frecuentes viajes a España, llevando y trayendo instrucciones soviéticas. Las instrucciones las reciben del escritor ruso Uya Ehrenburg con el que también Neruda hace viajes clandestinos a España. Neruda, para establecer un contacto más privado con Ehrenburg, ha alquilado y se ha ido a vivir a un departamento situado en el mismo edificio que habita el escritor soviético».