Era una sarta de disparates. Jean Richard Bloch me dio una carta para un amigo suyo que era jefe importante en el Ministerio de Relaciones. Le expliqué al funcionario cómo se pretendía expulsarme de Francia sobre la base de garrafales suposiciones. Le dije que ardientemente deseaba conocer a Ehrenburg, pero que, por desgracia, hasta ese día no me había correspondido tal honor. El gran funcionario me miró con pena y me hizo la promesa de que harían una investigación verdadera. Pero nunca la hicieron y las absurdas acusaciones quedaban en pie.
Decidí entonces presentarme a Ehrenburg. Sabía que concurría diariamente a La Coupole, donde almorzaba a la rusa, es decir, al atardecer.
—Soy el poeta Pablo Neruda, de Chile —le dije—. Según la policía somos íntimos amigos. Afirman que yo vivo en el mismo edificio que usted. Como me van a echar por culpa suya de Francia, deseo por lo menos conocerlo de cerca y estrechar su mano.
No creo que Ehrenburg manifestara signos de sorpresa ante ningún fenómeno que ocurriera en el mundo. Sin embargo, vi salir de sus cejas hirsutas, por debajo de sus mechones coléricos y canosos, una mirada bastante parecida a la estupefacción.
—Yo también deseaba conocerlo a usted, Neruda —me dijo—. Me gusta su poesía. Por lo pronto, cómase esta choucrote a la aisaciana.
Desde ese instante nos hicimos grandes amigos. Me parece que aquel mismo día comenzó a traducir mi libro
España en el corazón
. Debo reconocer que, sin proponérselo, la policía francesa me procuró una de las más gratas amistades de mi vida, y me proporcionó también el más eminente de mis traductores a la lengua rusa.
Siempre me he considerado una persona de poca importancia, sobre todo para los asuntos prácticos y para las altas misiones. Por eso me quedé con la boca abierta cuando me llegó una orden bancaria.
Procedía del gobierno español. Era una gran suma de dinero que cubría los gastos generales del congreso, incluyendo los viajes de delegados desde otros continentes. Docenas de escritores comenzaban a llegar a París.
Me desconcerté. ¿Qué podía hacer yo con el dinero? Opté por endosar los fondos a la organización que preparaba el congreso.
—Yo ni siquiera he visto el dinero que, por lo demás, sería incapaz de manejar —le dije a Rafael Alberti que en ese momento pasaba por París.
—Eres un gran tonto —me respondió Rafael—. Pierdes tu puesto de cónsul en aras de España, y andas con los zapatos rotos. Y no eres capaz de asignarte a ti mismo unos cuantos miles de francos por tu trabajo y para tus gastos elementales.
Me miré los zapatos y comprobé que efectivamente estaban rotos. Alberti me regaló un par de zapatos nuevos.
Dentro de algunas horas partiríamos hacia Madrid, con todos los delegados. Tanto Delia como Amparo González Tuñón, y yo mismo, nos vimos abrumados por el papeleo de los escritores que llegaban de todas partes. Las visas francesas de salida nos llenaban de problemas. Prácticamente nos apoderamos de la oficina policial de París donde se extendían esos requisitos que se llamaban cómicamente «recipisson». A veces nosotros mismos aplicábamos en los pasaportes ese supremo instrumento francés denominado «tampon». Entre noruegos, italianos, argentinos, llegó de México el poeta Octavio Paz, después de mil aventuras de viaje. En cierto modo me sentía orgulloso de haberlo traído. Había publicado un solo libro que yo había recibido hacía dos meses y que me pareció contener un germen verdadero. Entonces nadie lo conocía.
Con cara sombría llegó a verme mi viejo amigo César Vallejo. Estaba enojado porque no se le había dado pasaje a su mujer, insoportable para todos los demás. Rápidamente obtuve pasaje para ella. Se lo entregamos a Vallejo y él se fue tan sombrío como había llegado. Algo le pasaba y ese algo tardé algunos meses en descubrirlo.
La madre del cordero era lo siguiente: mi compatriota Vicente Huidobro había llegado a París para asistir al congreso. Huidobro y yo estábamos enemistados; no nos saludábamos. En cambio él era muy amigo de Vallejo y aprovechó esos días en París para llenarle la cabeza a mi ingenuo compañero de invenciones en contra mía. Todo se aclaró después en una conversación dramática que tuve con Vallejo.
Nunca había salido de París un tren tan lleno de escritores como aquél. Por los pasillos nos reconocíamos o nos desconocíamos. Algunos se fueron a dormir; otros fumaban interminablemente.
Para muchos España era el enigma y la revelación de aquella época de la historia.
Vallejo y Huidobro estaban en alguna parte del tren. André Mairaux se detuvo un momento a conversar conmigo, con sus tics faciales y su gabardina sobre los hombros. Esta vez viajaba solo. Antes siempre lo vi con el aviador Corton Mogliniére, que fue el ejecutivo central de sus aventuras por los cielos de España: ciudades perdidas y descubiertas, o aporte primordial de aviones para la República.
Recuerdo que el tren se detuvo por largo tiempo en la frontera. Parece que a Huidobro se le había perdido una maleta. Como todo el mundo estaba ocupado o preocupado por la tardanza, nadie se hallaba en condiciones de hacerle caso. En mala hora llegó el poeta chileno, en la persecución de su valija, al andén donde estaba Mairaux, jefe de la expedición. Este, nervioso por naturaleza, y con aquel cúmulo de problemas a cuestas, había llegado al límite. Tal vez no conocía a Huidobro ni de nombre ni de vista.
Cuando se le acercó a reclamarle la desaparición de su maleta, Mairaux perdió el pequeño resto de paciencia que le quedaba. Oí que le gritaba: «¿Hasta cuándo molesta usted a todo el mundo? ¡Váyase! Je vous emmerde!».
Presencié por azar este incidente que humillaba la vanidad del poeta chileno. Me hubiera gustado estar a mil kilómetros de allí en aquel instante. Pero la vida es antojadiza. Yo era la única persona a quien Huidobro detestaba en aquel tren. Y me tocaba a mí, chileno como él por añadidura, y no a cualquier otro de los cien escritores que viajaban, ser el exclusivo testigo de aquel suceso.
Cuando prosiguió el viaje, ya entrada la noche y rodando por tierras españolas, pensé en Huidobro, en su maleta y en el mal rato que había pasado. Le dije entonces a unos jóvenes escritores de una república centroamericana que se acercaron a mi cabina:
—Vayan a ver también a Huidobro que debe estar solo y deprimido.
Volvieron veinte minutos después, con caras festivas. Huidobro les había dicho: «No me hablen de la maleta perdida; eso no tiene importancia. Lo grave es que mientras las universidades de Chicago, de Berlín, de Copenhague, de Praga, me han otorgado títulos honoríficos, la pequeña universidad del pequeño país de ustedes es la única que persiste en ignorarme. Ni siquiera me han invitado a dictar una conferencia sobre el creacionismo».
Decididamente, mi compatriota y gran poeta no tenía remedio.
Por fin llegamos a Madrid. Mientras los visitantes recibían bienvenida y alojamiento, yo quise ver de nuevo mi casa que había dejado intacta hacía cerca de un año. Mis libros y mis cosas, todo había quedado en ella. Era un departamento en el edificio llamado «Casa de las Flores», a la entrada de la ciudad universitaria. Hasta sus límites llegaban las fuerzas avanzadas de Franco. Tanto que el bloque de departamentos había cambiado varias veces de mano.
Miguel Hernández, vestido de miliciano y con su fusil, consiguió una vagoneta destinada a acarrear mis libros y los enseres de mi casa que más me interesaban.
Subimos al quinto piso y abrimos con cierta emoción la puerta del departamento. La metralla había derribado ventanas y trozos de pared. Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros. De todas maneras, busqué algunas cosas atropelladamente. Lo curioso era que las prendas más superfluas e inaprovechables habían desaparecido; se las habían llevado los soldados invasores o defensores. Mientras las ollas, la máquina de coser, los platos, se mostraban regados en desorden, pero sobrevivían, de mi frac consular, de mis máscaras de Polinesia, de mis cuchillos orientales, no quedaba ni rastro.
—La guerra es tan caprichosa como los sueños, Miguel. Miguel encontró por ahí, entre los papeles caídos, algunos originales de mis trabajos. Aquel desorden era una puerta final que se cerraba en mi vida.
Le dije a Miguel:
—No quiero llevarme nada.
—¿Nada? ¿Ni siquiera un libro?
—Ni siquiera un libro —le respondí—. Y regresamos con el furgón vacío.
…Mi casa quedó entre los dos sectores… De un lado avanzaban moros e italianos… De acá avanzaban, retrocedían o separaban los defensores de Madrid… Por las paredes había entrado la artillería…
Las ventanas se partieron en pedacitos… Restos de plomo encontré en el suelo, entre mis libros… Pero mis máscaras se habían ido… Mis máscaras recogidas en Siam, en Bali, en Sumatra, en el Archipiélago Malayo, en Bandoeng… Doradas, cenicientas, de color tomate, con cejas plateadas, azules, infernales, ensimismadas, mis máscaras eran el único recuerdo de aquel primer Oriente al que llegué solitario y que me recibió con su olor a té, a estiércol, a opio, a sudor, a jazmines intensos, a frangipán, a fruta podrida en las calles… Aquellas máscaras, recuerdo de las purísimas danas, de los bailes frente al templo… Gotas de madera coloreadas por los mitos, restos de aquella floral mitología que trazaba en el aire sueños, costumbres, demonios, misterios irreconciliables con mi naturaleza americana… Y entonces… Tal vez los milicianos se habían asomado a las ventanas de mi casa con las máscaras puestas, y habían asustado así a los moros, entre disparo y disparo… Muchas de ellas quedaron en astillas y sangrientas, allí mismo…
Otras rodaron desde mi quinto piso, arrancadas por un disparo… Frente a ellas se habían establecido las avanzadas de Franco… Frente a ellas ululaba la horda analfabeta de los mercenarios… Desde mi casa treinta máscaras de dioses del Asia se alzaban en el último baile, el baile de la muerte… Era un momento de tregua… Las posiciones habían cambiado… Me senté mirando los despojos, las manchas de sangre en la estera… Y a través de las nuevas ventanas, a través de los huecos de la metralla… Miré hacia lejos, más allá de la ciudad universitaria, hacia las planicies, hacia los castillos antiguos… Me pareció vacía España…
Me pareció que mis últimos invitados ya se habían ido para siempre… Con máscaras o sin máscaras, entre los disparos y las canciones de guerra, la loca alegría, la increíble defensa, la muerte o la vida, aquello había terminado para mí… Era el último silencio después de la fiesta… Después de la última fiesta… De alguna manera, con las máscaras que se fueron, con las máscaras que cayeron, con aquellos soldados que nunca invité, se había ido para mí España…
Aunque el carnet militante lo recibí mucho más tarde en Chile, cuando ingresé oficialmente al partido, creo haberme definido ante mí mismo como un comunista durante la guerra de España. Muchas cosas contribuyeron a mi profunda convicción.
Mi contradictorio compañero, el poeta nietzscheano León Felipe, era un hombre encantador. Entre sus atractivos el mejor era un anárquico sentido de indisciplina y de burlona rebeldía. En plena guerra civil se adaptó fácilmente a la llamada propaganda de la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Concurría frecuentemente a los frentes anarquistas, donde exponía sus pensamientos y leía sus poemas iconoclastas. Estos reflejaban una ideología vagamente ácrata, anticlerical, con invocaciones y blasfemias. Sus palabras cautivaban a los grupos anarcos que se multiplicaban pintorescamente en Madrid mientras la población acudía al frente de batalla, cada vez más cercano. Los anarquistas habían pintado tranvías y autobuses, la mitad roja y la mitad amarilla. Con sus largas melenas y barbas, collares y pulseras de balas, protagonizaban el carnaval agónico de España. Vi a varios de ellos calzando zapatos emblemáticos, la mitad de cuero rojo y la otra de cuero negro, cuya confección debía haber costado muchísimo trabajo a los zapateros. Y no se crea que eran una farándula inofensiva. Cada uno llevaba cuchillos, pistolones descomunales, rifles y carabinas. Por lo general se situaban a las puertas principales de los edificios, en grupos que fumaban y escupían, haciendo ostentación de su armamento. Su principal preocupación era cobrar las rentas a los aterrorizados inquilinos. O bien hacerlos renunciar voluntariamente a sus alhajas, anillos y relojes.
Volvía León Felipe de una de sus conferencias anarquizantes, ya entrada la noche, cuando nos encontramos en el café de la esquina de mi casa. El poeta llevaba una capa española que iba muy bien con su barba nazarena. Al salir rozó, con los elegantes pliegos de su atuendo romántico, a uno de sus quisquillosos correligionarios. No sé si la apostura de antiguo hidalgo de León Felipe molestó a aquel «héroe» de la retaguardia, pero lo cierto es que fuimos detenidos a los pocos pasos por un grupo de anarquistas, encabezados por el ofendido del café. Querían examinar nuestros papeles y, tras darles un vistazo, se llevaron al poeta leonés entre dos hombres armados.
Mientras lo conducían hacia el fusiladero próximo a mi casa, cuyos estampidos nocturnos muchas veces no me dejaban dormir, vi pasar a dos milicianos armados que volvían del frente. Les expliqué quién era León Felipe, cuál era el agravio en que había incurrido y gracias a ellos pude obtener la liberación del amigo.
Esta atmósfera de turbación ideológica y de destrucción gratuita me dio mucho que pensar. Supe las hazañas de un anarquista austriaco, viejo y miope, de largas melenas rubias, que se había especializado en dar «paseos». Había formado una brigada que bautizó «Amanecer» porque actuaba a la salida del sol.
—¿No ha sentido usted alguna vez dolor de cabeza? —le preguntaba a la víctima.
—Sí, claro, alguna vez.
—Pues yo le voy a dar un buen analgésico —le decía el anarquista austriaco, encañonándole la frente con su revólver y disparándole un balazo.
Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid; los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza mora, que mantenía la resistencia y la lucha antifascista.
Sencillamente había que elegir un camino. Eso fue lo que y hice en aquellos días y nunca he tenido que arrepentirme de mi decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica.