Cuando decidí regresar a mi país comprendía menos la vida mexicana que cuando llegué a México. Las artes y las letras se producían en círculos rivales, pero ay de aquel que desde afuera tomara partido en pro o en contra de alguno o de algún grupo: unos y otros le caían encima.
Cuando ya me preparé a partir me hicieron objeto de una manifestación monstruosa: una comida de cerca de tres mil personas, sin contar a centenares que no encontraron sitio. Varios presidentes de la república enviaron su adhesión. No obstante, México es la piedra de toque de las Américas y no por azar se talló allí el calendario solar de la América antigua, el círculo central de la irradiación, de la sabiduría y del misterio.
Todo podía pasar, todo pasaba. El único diario de la oposición era subvencionado por el gobierno. Era la democracia más dictatorial que pueda concebirse.
Recuerdo un acontecimiento trágico que me conmovió terriblemente. Una huelga se prolongaba en una fábrica sin que se vislumbrara solución. Las mujeres de los huelguistas se reunieron: y acordaron visitar al presidente de la república, para contarle tal vez sus privaciones y sus angustias. Por supuesto que no llevaban armas. Por el camino adquirieron algunas flores para obsequiárselas al mandatario o a su señora. Las mujeres iban penetrando a palacio cuando un guardia las detuvo. No podían continuar. El señor presidente no las recibiría. Debían dirigirse al ministerio correspondiente. Además, era preciso que desalojaran el sitio. Era una orden terminante.
Las mujeres alegaron su causa. No ocasionarían la menor molestia. Querían solamente entregar esas flores al presidente y pedirle que solucionara la huelga pronto. Les faltaba alimentación para sus hijos; no podían seguir así. El oficial de la guardia se negó a llevar ningún recado. Las mujeres, por su parte, no se retiraron.
Entonces se oyó una descarga cerrada que provenía de la guardia del palacio. Seis o siete mujeres quedaron muertas en el lugar, y muchas otras heridas.
Al día siguiente se efectuaron los apresurados funerales. Pensaba yo que un inmenso cortejo acompañaría a aquellas urnas delas mujeres asesinadas. No obstante, escasas personas se reunieron. Eso sí, habló el gran líder sindical. Este era conocido como un eminente revolucionario. Su discurso en el cementerio fue estilísticamente irreprochable. Lo leí completo al día siguiente en los periódicos. No contenía una sola línea de protesta, no había una palabra de ira, ni ningún requerimiento para que se juzgara a los responsables de un hecho tan atroz. Dos semanas más tarde ya nadie hablaba de la masacre. Y nunca he visto escrito que alguien la recordara después.
El presidente era un emperador azteca, mil veces más intocable que la familia real de Inglaterra. Ningún periódico, ni en broma ni en serio, podía criticar al excelso funcionario sin recibir de inmediato un golpe mortífero.
Lo pintoresco envuelve de tal manera los dramas mexicanos que uno vive pasmado ante la alegoría; una alegoría que se aleja más y más de la palpitación intrínseca, del esqueleto sangriento. Los filósofos se han tornado preciosistas, lanzados a disquisiciones existenciales que junto al volcán parecen ridículas. La acción civil es entrecortada y difícil. El sometimiento adopta diversas corrientes que se estratifican alrededor del trono.
Pero todo lo mágico surge y resurge siempre en México. Desde un volcán que le comenzó a nacer a un campesino en su pobre huerto, mientras sembraba frijoles. Hasta la desenfrenada búsqueda del esqueleto de Cortés, que según se dice descansa en México con su yelmo de oro cubriendo secularmente el cráneo del conquistador. Y la no menos intensa persecución de los restos del emperador azteca Cuauhthémoc, perdidos desde hace cuatro siglos, y que de pronto aparecen aquí o allá, custodiados por indios secretos, para volverse a sumergir sin tregua en la noche inexplicable.
México vive en mi vida como una pequeña águila equivocada que circula en mis venas. Sólo la muerte le doblegará las alas sobre mi corazón de soldado dormido.
El ministerio se apresuró a aceptar el fin voluntario de mi carrera.
Mi suicidio diplomático me proporcionó la más grande alegría: la de poder regresar a Chile. Pienso que el hombre debe vivir en su patria y creo que el desarraigo de los seres humanos es una frustración que de alguna manera u otra entorpece la claridad del alma. Yo no puedo vivir sino en mi propia tierra; no puedo vivir sin poner los pies, las manos y el oído en ella, sin sentir la circulación de sus aguas y de sus sombras, sin sentir cómo mis raíces buscan en su légamo las substancias maternas.
Pero antes de llegar a Chile hice otro descubrimiento que agregaría un nuevo estrato al desarrollo de mi poesía.
Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Macchu Picchu. Ascendimos a caballo. Por entonces no había carretera. Desde lo alto vi las antiguas construcciones de piedra rodeadas por las altísimas cumbres de los Andes verdes. Desde la ciudadela carcomida y roída por el paso de los siglos se despeñaban torrentes. Masas de neblina blanca se levantaban desde el río Wilcamayo. Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente, al que de algún modo yo pertenecía. Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñascos.
Me sentí chileno, peruano, americano. Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto.
Allí nació mí poema «Alturas de Macchu Picchu».
A fines de 1943 llegaba de nuevo a Santiago. Me instalé en mi propia casa, adquirida a largo plazo por el sistema de previsión. En este hogar de grandes árboles junté mis libros y comencé otra vez la difícil vida.
Busqué de nuevo la hermosura de mi patria, la fuerte belleza de la naturaleza, el encanto de las mujeres, el trabajo de mis compañeros, la inteligencia de mis compatriotas.
El país no había cambiado. Campos y aldeas dormidas, pobreza terrible de las regiones mineras y la gente elegante llenando su Country Club. Había que decidirse.
Mi decisión me causó persecuciones y minutos estelares. ¿Qué poeta podría arrepentirse?
Curzio Malaparte, que me entrevistó años después de lo que voy a relatar, lo dijo bien en su artículo: «No soy comunista, pero si fuera poeta chileno, lo sería, como Pablo Neruda lo es. Hay que tomar partido aquí, por los Cadillacs, o por la gente sin escuela y sin zapatos».
Esta gente sin escuela y sin zapatos me eligió senador de la república el 4 de marzo de 1945. Llevaré siempre con orgullo el hecho de que votaron por mí millares de chilenos de la región más dura de Chile, región de la gran minería, cobre y salitre.
Era difícil y áspero caminar por la pampa. Por medio siglo no llueve en esas regiones y el desierto ha dado fisonomía a los mineros. Son hombres de rostros quemados; toda su expresión de soledad y de abandono se deposita en los ojos de oscura intensidad. Subir del desierto hacia la cordillera, entrar en cada casa pobre, conocer las inhumanas faenas, y sentirse depositario de las esperanzas del hombre aislado y sumergido, no es una responsabilidad cualquiera. Sin embargo, mi poesía abrió el camino de comunicación y pude andar y circular y ser recibido como un hermano imperecedero, por mis compatriotas de vida dura.
No recuerdo si fue en París o en Praga que me sobrevino una pequeña duda sobre el enciclopedismo de mis amigos ahí presentes. Casi todos ellos eran escritores, estudiantes los menos.
—Estamos hablando mucho de Chile —les dije—, seguramente porque yo soy chileno. Pero ¿saben ustedes algo de mi lejanísimo país? Por ejemplo, ¿en qué vehículo nos movilizamos? ¿En elefante, en automóvil, en tren, en avión, en bicicleta, en camello, en trineo?
La contestación mayoritaria fue muy en serio: en elefante.
En Chile no hay elefantes ni camellos. Pero comprendo que resulte enigmático un país que nace en el helado Polo Sur y llega hasta los salares y desiertos donde no llueve hace un siglo. Esos desiertos tuve que recorrerlos durante años como senador electo por los habitantes de aquellas soledades, como representante de innumerables trabajadores del salitre y del cobre que nunca usaron cuello ni corbata.
Entrar en aquellas planicies, enfrentarse a aquellos arenales, es entrar en la luna. Esa especie de planeta vacío guarda la gran riqueza de mi país, pero es preciso sacar de la tierra seca y de los montes de piedra, el abono blanco y el mineral colorado. En pocos sitios del mundo la vida es tan dura y al par tan desprovista de todo halago para vivirla. Cuesta indecibles sacrificios transportar el agua, conservar una planta que dé la flor más humilde, criar un perro, un conejo, un cerdo.
Yo procedo del otro extremo de la república. Nací en tierras verdes, de grandes arboledas selváticas. Tuve una infancia de lluvia y nieve. El hecho solo de enfrentarme a aquel desierto lunar significaba un vuelco en mi existencia. Representar en el parlamento a aquellos hombres, a su aislamiento, a sus tierras titánicas, era también una difícil empresa. La tierra desnuda, sin una sola hierba, sin una gota de agua, es un secreto inmenso y huraño. Bajo los bosques, junto a los ríos, todo le habla al ser humano. El desierto, en cambio, es incomunicativo. Yo no entendía su idioma, es decir, su silencio.
Durante muchos años las empresas salitreras instituyeron verdaderos dominios, señoríos o reinos en la pampa. Los ingleses, los alemanes, toda suerte de invasores cerraron los territorios de la producción y les dieron el nombre de oficinas. Allí impusieron una moneda propia; impidieron toda reunión; proscribieron los partidos y la prensa popular. No se podía entrar a los recintos sin autorización especial, que por cierto muy pocos lograban.
Estuve una tarde conversando con los obreros de una maestranza en las oficinas salitreras de María Elena. El suelo del enorme taller está siempre enfangado por el agua, el aceite y los ácidos. Los dirigentes sindicales que me acompañaban y yo, pisábamos sobre un tablón que nos aislaba del barrizal.
—Estos tablones —me dijeron— nos costaron 15 huelgas sucesivas, 8 años de peticiones y 7 muertos.
Lo último se debió a que en una de esas huelgas la policía de la compañía se llevó a siete dirigentes. Los guardias iban a caballo, mientras los obreros amarrados a una cuerda los seguían a pie por los solitarios arenales. Con algunas descargas los asesinaron. Sus cuerpos quedaron tendidos bajo el sol y el frío del desierto, hasta que fueron encontrados y enterrados por SUS compañeros.
Anteriormente las cosas fueron mucho peores. Por ejemplo en el año de 1906, en Iquique, los huelguistas bajaron a la ciudad desde todas las oficinas salitreras, para plantear sus solicitudes directamente al gobierno. Miles de hombres extenuados por la travesía se juntaron a descansar en una plaza, frente a una escuela. Por la mañana irían a ver al gobernador, a exponerle sus peticiones. Pero nunca pudieron hacerlo. Al amanecer, las tropas dirigidas por un coronel rodearon la plaza. Sin hablar comenzaron a disparar, a matar. Más de seis mil hombres cayeron en aquella masacre.
En 1945 las cosas andaban mejor, pero a veces me parecía que retornaba el tiempo del exterminio. Una vez se me prohibió dirigirme a los obreros en el local del sindicato. Yo los llamé fuera del recinto y en pleno desierto comencé a explicarles la situación, las posibles salidas del conflicto. Eramos unos doscientos. Pronto escuché un ruido de motores y observé cómo se acercaba hasta a cuatro o cinco metros de mis palabras, un tanque del ejército. Se abrió la tapa y surgió de la abertura una ametralladora que apuntaba a mi cabeza. Junto al arma se irguió un oficial, muy relamido pero muy serio, que se dedicó a mirar mientras yo continuaba mi discurso. Eso fue todo.
La confianza puesta en los comunistas por aquella multitud de obreros, muchos de ellos analfabetos, había nacido con Luis Emilio Recabarren, quien inició sus luchas en esa zona desértica De simple agitador obrero, antiguo anarquista, Recabarren se convirtió en una presencia fantasmagórica y colosal. Llenó el país de sindicatos y federaciones. Llegó a publicar más de 15 periódicos destinados exclusivamente a la defensa de las nuevas organizaciones que había creado. Todo sin un centavo. El dinero salía de la nueva conciencia que asumían los trabajadores.
Me tocó ver en ciertos sitios las prensas de Recabarren, que habían servido en forma tan heroica y seguían trabajando 40 años después. Algunas de esas máquinas fueron golpeadas por la policía hasta la destrucción, y luego habían sido cuidadosamente reparados. Se les notaban las enormes cicatrices bajo las soldaduras amorosas que las hicieron andar de nuevo.
Me acostumbré en aquellas largas giras a alojarme en las pobrísimas casas, casuchas o cabañas de los hombres del desierto. Casi siempre me esperaba un grupo, con pequeñas banderas, a la entrada de las empresas. Luego me mostraban el sitio en que descansaría. Por mi aposento desfilaban durante todo el día mujeres y hombres con sus quejas laborales, con sus conflictos más o menos íntimos. A veces las quejas asumían un carácter que tal vez un extraño juzgaría humorístico, caprichoso, incluso grotesco. Por ejemplo, la falta de té podía ser para ellos motivo de una huelga de grandes consecuencias. ¿Son concebibles urgencias tan londinenses en una región tan desolada? Pero lo cierto es que el pueblo chileno no puede vivir sin tomar té varias veces al día. Algunos de los obreros descalzos, que me preguntaban angustiados la razón de la escasez del exótico pero imprescindible brebaje, me argumentaban a guisa de disculpa:
—Es que si no tomamos nos da un terrible dolor de cabeza.
Aquellos hombres encerrados en muros de silencio, sobre la tierra solitaria y bajo el solitario cielo, tuvieron siempre una curiosidad política vital. Querían saber que pasaba, tanto en Yugoeslavia como en China. Les preocupaban las dificultades y los cambios en los países socialistas, el resultado de las grandes huelgas italianas, los rumores de guerras, el despuntar de revoluciones en los sitios más lejanos.
En cientos de reuniones, muy lejos la una de la otra, escuchaba una petición constante: que les leyera mis poemas. Muchas veces me los pedían por sus títulos. Naturalmente que nunca supe si todos entendían o no entendían algunos o muchos versos míos. Era difícil determinarlo en aquella atmósfera de mutismo absoluto, de sagrado respeto con que me escuchaban. Pero, qué importancia tiene eso Yo, que soy uno de los tontos más ilustrados, jamás he podido entender no pocos versos de Hólderlin v de Mallarmé. Y conste que los he leído con el mismo sagrado respeto.