Read Conjuro de dragones Online

Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

Conjuro de dragones (8 page)

Al otro lado, frente al hechicero, se hallaba sentado el Custodio de la Torre, que, como Palin había confiado a Usha, no era en absoluto un hombre, ni una mujer. Era la encarnación de la Alta Hechicería, que había adquirido vida en el mismo instante en que la Torre de Palanthas se desplomó décadas atrás. El Custodio y Wayreth eran una misma cosa.

Y también estaba Ulin. Usha observó a su hijo, quien recientemente se había unido al joven Dragón Dorado, Alba, en un intento de aprender más cosas sobre la magia. El dragón se encontraba ahora en algún lugar de la torre, bajo la apariencia de un muchacho, vagando y explorando, sin duda, pues la criatura poseía una curiosidad infinita. Hacía meses que Ulin no regresaba a su casa para ver a su esposa e hijos; ni siquiera se había puesto en contacto con ellos, y parecía que no planeaba ninguna visita en un futuro inmediato. El joven iba cambiando ante sus ojos, obsesionándose con la magia aun más de lo que jamás había estado su padre. Le recordaba a Raistlin.

Gilthanas se mantenía apartado de la mesa, con un brazo rodeando los hombros de una atractiva kalanesti... que en realidad no era una elfa. Se trataba de Silvara, un Dragón Plateado que era su compañera, a la que había conocido décadas atrás y a la que por fin había llegado a admitir que amaba. Bajo su apariencia de kalanesti, ofrecía una figura llamativa, aunque por lo que a Usha se refería no era más que un engaño.

La mitad de los presentes en la habitación estaban envueltos en un halo de misterios y medias verdades, y Usha tuvo que admitir que ella misma era también un misterio, como la elfa del bosque qualinesti había señalado. ¿De dónde provenía? ¿Y cuál era el destino final del camino emprendido por Palin y ella?

—¡Usha! ¡Deja de soñar despierta! —Ampolla tiró de ella para que se acercara más al cuenco.

La mujer fijó la vista en el cristal y vio una figura nebulosa, que al principio no parecía más que ondulaciones en la superficie. Pero, al mirar con más atención, descubrió que las ondulaciones eran rizos: los cabellos de Dhamon. Su rostro apareció con claridad entonces, afligido y decidido.

—Necesitaron mi ayuda, porque yo soy quien lo ha conocido más tiempo —farfulló la kender—. Bueno, la que lo había conocido más tiempo que ellos supieran. Lo conocí incluso antes que lo hiciera Goldmoon y, bueno... el Hechicero Oscuro me hizo toda clase de preguntas sobre Dhamon. Incluidas las cicatrices de sus brazos que yo había visto. Sus ojos, el modo en que hablaba, andaba, todo. Realmente necesitaron mi ayuda para localizarlo.

El agua verde rieló, y aparecieron unas hojas que enmarcaban el sudoroso rostro de Dhamon. Las hojas chorreaban agua, que caía a un suelo cubierto de musgo. Los pies del caballero avanzaban veloces por encima de ramas podridas y charcos.

—Está en el pantano —explicó Palin—. Por delante de Rig y de los otros, y se mueve con rapidez. Prácticamente siguen su rastro, aunque no lo saben.

—¿Adónde se dirige? —inquirió Usha mientras se apartaba de la mesa.

El Hechicero Oscuro pasó una mano blanquecina sobre la superficie, y el agua se tornó transparente.

—En dirección a unas viejas ruinas en las que habitaban ogros. Cada vez más lejos de nosotros.

—Hacia Malystryx —sugirió Ampolla.

—Es su dueña —dijo el Hechicero Oscuro.

Usha se preguntó cómo sabía eso el Hechicero Oscuro.

5

Negros pensamientos

—¡No! —El grito resonó en el cada vez más oscuro cenagal—. ¡No seguiré adelante, maldita seas! —Dhamon Fierolobo soltó la alabarda y cayó de rodillas, ahuecó las manos doloridas y las apretó contra su pecho; luego se balanceó de un lado a otro, hundiendo la barbilla y apretando los dientes. Sus manos, aunque sin señales visibles, le escocían terriblemente debido al contacto con la misteriosa arma, y enviaban oleadas de fuego por sus brazos que luego le recorrían el cuerpo. El pecho le ardía, y la cabeza le martilleaba—. ¡No seguiré!

Las lágrimas corrían por sus mejillas a causa del dolor y el recuerdo de cómo había asesinado a Goldmoon y a Jaspe, de cómo había golpeado a Ampolla, a Rig y a Feril. Su amada Feril, a la que había perdido ahora, para siempre.

—¡Me has arrebatado a mis amigos, mi vida!

Se llevó las manos al muslo, donde sus polainas estaban desgarradas. La roja escama, que se entreveía, relucía bajo la luz del ocaso. Goldmoon había examinado la escama, intentando por todos los medios liberarlo de ella y del dragón que lo controlaba. Los dedos de Dhamon temblaron mientras recorrían los bordes de la escama, situados al mismo nivel que la piel. Las uñas se hundieron cerca de una esquina festoneada y tiraron con fuerza. Una nueva punzada de dolor fue toda su recompensa. Se mordió el labio para no gritar y redobló sus esfuerzos. La sangre corría por la pierna, por encima de los dedos que escarbaban, pero la lacerante escama no se movía.

—¡Maldita seas, Malys! —jadeó y rodó sobre un costado, para ir a caer en un charco de aguas estancadas—. ¡Me has convertido en un asesino, dragón! ¡Me has convertido en algo malvado! ¡Por eso la alabarda me quema tanto, porque quema a los malvados! —Sollozó y clavó la mirada en el arma caída a poca distancia de él.

Dhamon la había soltado en cuanto sintió retirarse la presencia del Dragón Rojo, pocos minutos antes, allí en la cada vez más tenue luz solar. Un atardecer temprano invadía con rapidez el pantano.

¿Había conseguido finalmente alejar al dragón hembra de su mente? ¿O acaso ella se había limitado a retirarse para ocuparse de otros asuntos? En realidad, el motivo de su ausencia carecía de importancia. Lo importante era que por fin estaba libre. Libre tras correr durante días por esta ciénaga al parecer interminable y subsistir a base de frutas y agua hedionda. Libre tras matar a Goldmoon, la famosa sacerdotisa de Krynn, la mujer que había ido a su encuentro en el exterior de la Tumba de los Últimos Héroes y lo había persuadido para que adoptara la causa contra los dragones; la mujer que en una ocasión le dijo que había mirado en su corazón y lo había encontrado puro y noble.

Estaba libre después de hundir el
Yunque.
Libre tras perder a Feril.

«¿Libre? No puedo regresar a Schallsea —pensó Dhamon—. No puedo regresar a enfrentarme a Rig y Feril. Soy un criminal, peor que un criminal: un traidor, un renegado, el asesino de una anciana y un enano al que llamaba amigo.» Cerró los ojos y escuchó por un momento a los insectos que lo rodeaban, escuchó su corazón que seguía latiendo con fuerza. Notó que el dolor de sus manos se mitigaba. «Quizá debería regresar —reflexionó—. Rig me mataría, sin duda, y eso no sería nada malo, ¿no es así? Desde luego es preferible a ser una marioneta de un dragón.»

—No merezco otra cosa que la muerte —musitó—. La muerte por haber asesinado a Goldmoon. —Oyó partirse una rama y abrió los ojos, pero no hizo ningún gesto para incorporarse. No vio nada aparte de la alabarda, a poca distancia, y las crecientes sombras del crepúsculo.

La alabarda, un regalo del Dragón de Bronce que le había salvado la vida, era un arma extraordinaria. Pensada para ser empuñada por alguien de excelentes cualidades, el arma había empezado a quemarle en cuanto el dragón penetró en su mente, en cuanto él mismo se había condenado. Una mancha de sangre reseca y marrón ensuciaba el acabado plateado de la hoja; la sangre de Goldmoon y Jaspe, pero no pensaba lavarla, aunque la humedad de este lugar tal vez se ocuparía de ello por él. La sangre era un recordatorio de su atroz acción.

«He sido tan débil... —se dijo—. Mi espíritu fue tan débil que dejé que el dragón se apoderara de mí y me obligara a eliminar a sus enemigos.» Dhamon había conseguido rechazar al dragón —al menos eso creía— hasta que se encontró en la Ciudadela de la Luz con Goldmoon. Tal vez siempre había sido muy débil y ella se había limitado a esperar el momento apropiado para reclamarlo.

«Y es posible que el dragón consiguiera hacerme suyo porque tengo el corazón corrompido, encenagado aún por los hábitos de los Caballeros de Takhisis. A lo mejor no he hecho más que engañarme a mí mismo, dejando que la oscuridad de mi interior reposara mientras me asociaba con Feril y Palin y fingía estar del lado de los buenos. Y quizás esa oscuridad agradeció la oportunidad de rendirse al Dragón Rojo y derramar sangre honrada. ¿Quién es más honrado que Goldmoon?»

—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta.

No muy lejos de allí se agitaron unas ramas. Y de algún punto, en las profundidades del pantano, un ave lanzó un grito agudo.

«¿Qué hacer ahora? —pensó Dhamon—. ¿Me quedo aquí tumbado hasta que algún habitante de la ciénaga decida darse un banquete conmigo? ¿Intento regresar con los Caballeros de Takhisis? Me matarían: un caballero renegado arrastra consigo una condena de muerte. Pero ¿merezco algo mejor que la muerte?»

¿Qué le quedaba sino la muerte? ¿Podría acaso elevar una plegaria de expiación?

—Feril...

Los insectos callaron, y el aire quedó desconcertantemente inmóvil. Dhamon se arrodilló y atisbo entre las sombras. Había algo allí fuera. El suelo del pantano se mezclaba con los verdes apagados de las ramas bajas, y los negros troncos se fundían para crear un muro casi impenetrable. Una luz tenue se filtraba desde el cielo por entre las ramas del verde dosel que se alzaba sobre su cabeza.

Poca luz, pero suficiente para distinguir tres oscuras figuras que se acercaban.

—Dracs —susurró Dhamon.

Eran negros, toscamente modelados a imagen humana, y unas alas festoneadas como las de un murciélago les remataban los hombros. Batieron las alas casi en silencio, lo suficiente para alzarse por encima del empapado suelo, y se aproximaron a Dhamon. Sus hocicos, semejantes a los de un lagarto, estaban atestados de dientes, única parte del cuerpo —junto con los ojos— que no era negra y que despedía un fulgor amarillento.

Al acercarse a Dhamon, éste percibió el hedor de la ciénaga, aunque más potente: el fétido olor de la vegetación putrefacta y el agua estancada.

—Hooombre —dijo la criatura de mayor tamaño. Pronunció la palabra lentamente y la terminó con un siseo—. Hemos encontrado un hombre para nuestra noble señora.

—El hombre será un drac. Como nosotros —siseó otro—. El hombre recibirá la bendición de Onysablet, la Oscuridad Viviente.

Se desplegaron y empezaron a rodearlo.

Para sorpresa de las criaturas, Dhamon se echó a reír. Que se hubiera liberado por fin de la señora suprema Roja para ir a caer en las garras de la muerte resultaba siniestramente cómico. Comprendió que jamás conseguiría ser libre por completo, jamás conseguiría redimirse. Así pues, la muerte era la única solución, la que merecía, y un destino mucho más apropiado que convertirse en un drac. Rió con más fuerza.

—¿Está el hombre loco? —preguntó el de mayor tamaño—. ¿No hay cordura en su envoltura de carne?

—No —respondió Dhamon, aspirando con fuerza y extendiendo la mano para coger la alabarda—. No estoy loco, sino maldito.

El asta de la alabarda resultaba un poco demasiado cálida en sus manos, pero ya no sentía dolor. No le quemaba como había hecho cuando el dragón lo manipulaba.

—Tal vez todavía haya esperanza para mí —musitó—, si sobrevivo a esto. —Blandió el arma en un amplio arco que obligó a los tres dracs a retroceder—. ¡No me convertiré en uno de vosotros! —aulló.

—En ese caso morirás —siseó el más grande al tiempo que saltaba en el aire por encima del arma.

Dhamon asestó un tajo al drac más cercano, y la hoja mágica hendió sin dificultad la piel de la criatura hasta hundirse en su pecho. La bestia emitió un alarido, cayó hacia atrás, y soltó un lacerante chorro de sangre oscura. Dhamon comprendió que se trataba de ácido e instintivamente cerró los ojos, mientras la ardiente sangre del drac rociaba todo lo que tenía cerca. Su rostro y manos resultaron escaldados, y estuvo a punto de soltar el arma. Los ojos le escocían.

—¡Morirás del modo más doloroso! —gritó una voz siseante por encima de él.

Dhamon intentó abrir los ojos, pero el ácido le provocaba el mismo dolor que dagas al rojo vivo. A ciegas, alzó el arma para volver a atacar y apuntó a donde creía que se encontraba su adversario; pero, cuando balanceó la alabarda, el drac lo agarró por el hombro y hundió profundamente las garras. Dhamon tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para mantenerse en pie y soportar el terrible dolor.

Otro drac se abalanzó sobre él y le arrancó la alabarda de las manos. Un alarido taladró el pantano, gutural y ensordecedor.

—¡Fuego! —aulló el frustrado ladrón.

Dhamon oyó el golpe sordo de la alabarda al ser arrojada contra el suelo.

—¡El arma quema todo lo que es malvado! —chilló el antiguo Caballero de Takhisis, mientras forcejeaba con el drac grande cernido sobre su cabeza. Cegado aún por el ácido, agitó las manos hasta encontrar los musculosos brazos de su adversario e intentó aferrados. La escamosa piel de la criatura era demasiado gruesa para poder dañarla y demasiado resbaladiza para que Dhamon pudiera sujetarla, pero él se dedicó a golpearla con los puños.

El drac sujetó con más fuerza los hombros de su presa y batió las alas, intentando levantarlo por encima del suelo del pantano. Lo sacudió con violencia al tiempo que partículas de ácido goteaban de sus mandíbulas para ir a caer sobre el rostro alzado de Dhamon.

—¡Te haré añicos! —maldijo—. La caída aplastará tus frágiles huesos de humano, y tu sangre se filtrará al pantano de mi señora. Has matado a mi hermano y herido a mi camarada. La Oscuridad Viviente puede prescindir de tipos como tú.

—¡No! ¡No lo mates! —chilló el que estaba debajo de Dhamon—. Onysablet, la Oscuridad Viviente, anhelará poseerlo. Es fuerte y decidido. ¡El dragón nos recompensará abundantemente por capturar una presa así!

—En ese caso se lo entregaremos destrozado.

El drac voló más bajo y arrojó a Dhamon al interior de un charco de aguas estancadas. El blando suelo húmedo amortiguó su caída, y él hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, parpadeando con fuerza para eliminar el ácido de sus ojos. Su visión era ahora borrosa, pero podía ver algo. Las figuras eran vagas y grises: troncos de árboles, cortinas de enredaderas colgantes. ¡Ahí! Un destello plateado: la alabarda. Y, cerca de ella, un drac, un figura humanoide de color negro que se movía con torpeza.

Dhamon apretó los dientes y se abalanzó sobre el arma, que ahora no le quemó; luego permanció tumbado durante varios segundos con la alabarda bien sujeta, escuchando, aguardando.

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