Constantinopla (4 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

También reorganizó el imperio en el terreno económico y estabilizó con buen resultado la moneda imperial. Acuñó una nueva moneda de oro que mantuvo su peso y su pureza sin ninguna alteración durante muchos siglos en una época en que las monedas casi desaparecieron de Europa occidental. Los comerciantes en toda Europa llegaron a tener confianza en las monedas acuñadas por Constantino y sus sucesores. Las aceptaron sin poner trabas, y este hecho estimuló la continuidad del comercio en el reino, lo que contribuyó a su prosperidad.

Pero Constantino, tras sus audaces acciones en religión y economía, no se paró ahí. Quería una capital nueva. Después de haber vencido a Licinio, instaló su corte en Nicomedia, la capital establecida por Diocleciano, pero no le resultó suficiente. Quería una ciudad totalmente nueva para señalar el renacimiento del imperio.

Pensó románticamente durante algún tiempo en Troya, la ciudad que los griegos hablan destruido quince siglos antes y que Hornero había venerado en el poema épico más famoso de todos los tiempos,
La Ilíada
. Para los antiguos, la obra de Hornero era la más cercana a un libro sagrado, y los propios romanos remontaban su ascendencia (según una leyenda completamente ficticia) a un héroe troyano de aquella antigua guerra.

Sin embargo, prevalecieron las consideraciones prácticas. La posición de Troya en el extremo de los estrechos que daba al mar Egeo no era tan fuerte como la de Bizancio en el extremo que daba al mar Negro. Constantino había tenido pruebas de ello en el cerco de Bizancio. La ciudad quedaba justo a medio camino entre las fronteras más amenazadas: por los godos en el Danubio, y por los persas en el Éufrates. Con unas murallas resistentes, un gran ejército y una flota eficaz a disposición de Constantino, Bizancio constituiría un bastión absolutamente inexpugnable en el caso de que todo lo demás se derrumbara (cosa que se demostró en más de una ocasión).

Así que Constantino comenzó a hacer algo nuevo de la antigua Bizancio. A lo largo de toda su extensa historia, Bizancio había sido a lo sumo una ciudad comercial próspera, pero no se había distinguido en otro terreno. Nunca fue un centro de arte ni de erudición, no se había destacado en la guerra, ni produjo ningún hombre importante. Hasta los tiempos de Constantino continuó siendo un centro comercial de poco renombre.

Pero entonces Constantino se apoderó de ella y la cambió. Nunca dejaba las cosas a medias. Destruyó lo que había y comenzó desde el principio. Trazó una zona mucho mayor para amurallar y se puso a construir una imitación de Roma, porque su intención era nada menos que una «Nueva Roma». Incluso se aseguró de que su construcción se hiciera sobre siete colinas.

Empezó a construir edificios importantes siguiendo un modelo romano: un foro, un senado y un palacio. Edificó un hipódromo donde se celebrarían juegos para la diversión de la plebe. Fue utilizado principalmente como un lugar para las carreras de carros (la palabra significa pista de caballos). Hizo el hipódromo en el sitio donde Severo había construido uno cuando quiso volverse atrás de su destrucción de la ciudad. Sin embargo, la nueva estructura construida por Constantino era mucho más grande y tenía verdaderamente una envergadura imperial. Tenía 1.500 pies de longitud, 490 de ancho y capacidad para 60.000 personas.

El talento artístico en el imperio había decaído hacía mucho tiempo, pero es probable que tampoco fuera Constancio especialmente aficionado a la creación. Quiso que su ciudad tuviera el encanto de lo viejo y se apropió de estatuas y cuadros de otros lugares, robando lo mejor del imperio para poder embellecer su capital. Incluso hizo traer estatuas desde Atenas, hechas en su edad dorada de siete siglos antes. Los teatros, los baños, las iglesias, los embalses, los graneros, las nuevas casas de la aristocracia: todo fue construido a base de trabajo forzado (las historias piadosas contadas por cronistas clericales describen toda clase de milagros, como el de las águilas que llevaban rocas y cintas de medir; pero podemos estar seguros de que fueron los músculos de los esclavos los que hicieron todo el trabajo).

Se ofrecían alicientes a los colonizadores. Después de todo, Constantino tenía la intención de trasladar allí su corte imperial, y todos los que deseaban una posición pública, todos los que querían escalar socialmente, todos los que tenían ganas de abrir comercios lucrativos llegaron en tropel a la ciudad.

El 11 de mayo del año 330 se dio el toque final a la reconstruida capital. En el foro estaba situada una columna, y en su cima fue izada una estatua de Apolo, el dios del sol. Naturalmente, Constantino no podía usar un dios pagano para sus propósitos, pero evitó el problema quitando la cabeza de Apolo y sustituyéndola por la suya. Una vez que la estatua estuvo bien colocada (permaneció en aquel lugar durante casi ocho siglos), las multitudes dieron vítores y rezaron, y se consagró la nueva capital.

Novecientos ochenta y siete años después de su fundación, a sólo trece años de cumplir el milenio, Bizancio dejó de existir. En su lugar había una ciudad llamada la «Nueva Roma que es la ciudad de Constantino». Fue oficialmente Nueva Roma durante más de mil años, pero todo el mundo la conocía como la Ciudad de Constantino; en griego «Konstantinou polis», en latín «Constantinópolis», y para nosotros «Constantinopla». Con este nombre, el destino del viejo Bizancio fue ser la ciudad más famosa de sus tiempos, la mayor, la más rica y la más culta.

Sin embargo, el nombre de Bizancio no desapareció enteramente del vocabulario. La nueva moneda acuñada por Constantino se llamaba «besante» en Occidente, y procedía del antiguo nombre de la nueva capital.

La religión de Constantino

La aceptación por parte de Constantino del cristianismo tuvo una gran influencia en la ley romana, puesto que el emperador revisó ésta a la luz de las ideas cristianas. Se abolió la crucifixión (por razones obvias) como medio de ejecución. También se abolieron los juegos de gladiadores que tantas personas asociaban con el martirio cristiano. La ley consideraba con benevolencia aquellas cosas que el cristianismo aprobaba, como el celibato, y con dureza las que el cristianismo censuraba, como el divorcio.

También endureció su actitud hacia el paganismo. Constantino prohibió que se exhibiera su estatua en los templos paganos e hizo desaparecer las representaciones de los dioses paganos de sus monedas acuñadas posteriormente. Como recompensa, consideraba su derecho apropiarse de la riqueza de los templos paganos para usos de Estado.

Tanto la aceptación del cristianismo por parte de Constantino como su fundación de una nueva capital tuvo también finalmente un efecto importante en la estructura de la religión. Entre otras cosas, Constantino I, como protector y patrón de la porción cristiana de la población, consideraba que su deber como emperador era ayudar a definir lo que tenían que ser las creencias cristianas correctas.

Para él no había dudas, nunca consideró la posibilidad de que tal vez no reunía las condiciones necesarias para decidir con respecto a sutiles cuestiones de teología. Después de todo, no había sido un misionero el que había convertido a Constantino, sino según la historia que contaba, la visión de una cruz en el cielo. (Sólo unos pocos años antes la cruz se había convertido en el símbolo del cristianismo.) Para el emperador esto significaba que su conversión procedía de Dios, y por lo tanto poseía una clarividencia de divina inspiración.

Además, de un modo más práctico, el emperador romano, durante la época pagana, había sido el «Pontifex Maximus», la cabeza de la religión oficial del Estado. Constantino daba por sentado que este cargo adquiriría el mismo significado, pudiendo pasar él a ser la cabeza de la Iglesia cristiana.

Y también Diocleciano reorganizó la posición del emperador, la fortaleció rodeándola con la panoplia y ceremonia orientales que heredó en gran parte de sus enemigos persas. El dominio de la religión estatal por el emperador formaba parte del sistema persa y si esta tradición no bastaba, se podía apelar a numerosas citas bíblicas para defender la teoría.

Los propios cristianos no se oponían a esta posición, como se puede haber pensado. Llevaban siglos divididos en sectas de varias clases sin que nadie actuara como árbitro, pero seguramente debería haber una sola religión verdadera, y todas las demás variedades eran falsas en mayor o menor grado.

La verdadera religión era ortodoxa (procede de la palabra griega que significa «enseñanza rígida»). Las otras variedades del cristianismo eran heréticas (de la palabra griega «elegir»), puesto que si existían diferentes clases de cristianismo, cada fiel podría elegir la que más le apeteciera.

Seguirían existiendo, sin un árbitro, riñas, disputas y polémicas interminables e inútiles entre unas sectas y otras. Todas las sectas apelaron al emperador. Cada una de ellas esperaba convencerle de su propia verdad y después aprovechar el aparato estatal para aplastar a sus rivales heréticos. Por esta razón, todas las sectas se doblegaron ante la idea de que el emperador era la cabeza de la Iglesia, y se estableció un precedente que iba a durar en Oriente durante más de mil años y que iba a influir mucho en la historia.

Constantino, cuando era emperador sólo de la parte occidental, había logrado resolver una disputa dentro de la Iglesia de proporciones relativamente pequeñas, y ya estaba con ganas de abordar algo de más importancia.

En la época en que venció por fin a Licinio, existía una vehemente controversia en Alejandría, la ciudad más grande de Egipto y el centro del desarrollo de la teología cristiana. Los jefes eran dos eclesiásticos de Alejandría, Arrio y Atanasio. Sus fieles se llamaban arrianos y atanasianos, respectivamente.

Para expresarlo con las palabras más sencillas, los arrianos creían que Dios era supremo y que Jesús, aunque era el más grande de todos los seres creados, era inferior a Dios. Los atanasianos creían que Dios, Jesús y el Espíritu Santo eran aspectos diferentes e iguales de la Trinidad (de la palabra latina que significa «grupo de tres»).

Para resolver la cuestión, Constantino I decidió convocar un concilio de obispos del imperio para discutir el problema; él lo presidiría y tomaría la decisión final. Al ser convocados de todas las partes del imperio por primera vez, fue un concilio ecuménico (universal); en realidad el Primer Concilio Ecuménico. Los obispos se reunieron el 25 de julio de 325 en Nicea, a veintidós millas al sur de Nicomedia, que era entonces la capital imperial.

El Concilio se decidió a favor de Atanasio y la Trinidad. Por lo tanto, su doctrina se convirtió oficialmente en la doctrina de toda la Iglesia, es decir, de la Iglesia Católica (de la palabra griega que significa «entero» o «universal»). Desde aquellos tiempos, resulta conveniente llamar católicos a los que creían en la doctrina de Atanasio. Sin embargo, los arrianos no abandonaron su doctrina, y durante varios siglos los católicos y los arrianos siguieron coexistiendo y manteniendo su hostilidad.

El Primer Concilio Ecuménico produjo muchos otros resultados. Por un lado, estableció el precedente de que sólo el emperador tenía el derecho de convocar un concilio ecuménico, lo cual era una poderosa arma del Estado frente a la Iglesia. Y también este concilio estableció la desigualdad de los obispos. Antes, todos eran iguales, al menos en teoría. A partir de entonces, los obispos de ciertas ciudades grandes obtuvieron privilegios especiales.

Para comenzar, los obispos de Roma, Alejandría y Antioquia resultaron beneficiados. Eran las tres mayores ciudades del imperio y, además, habían participado en la antigua historia de la Iglesia. Antioquia fue la primera ciudad, con la excepción de Judea, que tuvo una importante congregación cristiana; Alejandría había sido el centro del pensamiento teológico cristiano; y Roma tuvo como primer obispo, según la leyenda, al propio San Pedro.

Los obispos de estas ciudades eran, para emplear el término que se acabó asociando con tales ciudades, los patriarcas (los primeros padres, o puesto que «padre» era un título habitual para un sacerdote, los «primeros sacerdotes»). Con el tiempo, el obispo de Roma empezó a ser llamado de forma aún más sencilla el padre, que era «pappas» en griego, y se convirtió en «papa» en español.

Esto, de paso, estableció un precedente al dar al emperador el derecho a nombrar y a deponer a los patriarcas. Este precedente se mantuvo a lo largo de la historia del imperio, y también funcionó como un arma poderosa del Estado frente a la Iglesia.

Naturalmente otras ciudades aspiraban a que sus obispos fueran nombrados patriarcas, y una que lo consiguió, aunque pequeña y nada importante en todos los aspectos salvo en uno, fue Jerusalén.

¿Y Constantinopla, qué? No estaba relacionada en absoluto con el cristianismo, y en la época del Concilio de Nicea ni siquiera existía realmente. Sin embargo, era necesario tenerla en cuenta, aunque sólo fuera porque era la capital y la ciudad del emperador.

El razonamiento era que la capital iba a ser la Nueva Roma, y por esta razón debía tener todos los privilegios de la antigua Roma. No era posible luchar contra la influencia de la presencia real del emperador en la capital. Constantinopla consiguió su patriarca, y puesto que el emperador siempre prestaba oídos al patriarca y el emperador dominaba la Iglesia, era natural que el patriarca de Constantinopla tuviera primacía frente a los otros.

Los patriarcas más antiguos de Alejandría, Antioquia y Roma se sintieron agraviados. En particular, Alejandría seguía siendo enemiga irreconciliable de Constantinopla con respecto a cuestiones de doctrina, y Antioquia habitualmente se unía a aquélla. En cuanto a Roma, aislada en el oeste, siguió cada vez más su propio camino.

Por lo tanto, ya la visión atanasiana de la Trinidad tenía fuerte arraigo en Alejandría, Constantinopla, desde el momento de su fundación, comenzó a ir casi automáticamente por el camino opuesto hacia el arrianismo. A pesar de la decisión del Concilio de Nicea que Constantino I había presidido, éste favoreció la concepción arriana cada vez más durante los últimos años de su vida.

Constantino I murió en 337 en Nicomedia (no en su nueva capital), y tres de sus hijos gobernaron el imperio. Constantino II, que gobernaba en el Oriente, sobrevivió s sus dos hermanos, y a partir de 351 gobernó solo. Era enérgicamente proarriano, y durante un cuarto de siglo Constantinopla intentó que fuera adoptado el arrianismo.

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