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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (16 page)

—Que los interroguen de una vez —dijo Cayo Bermúdez —. ¿Los lesionados están mejor?

—Conversamos como dos desconocidos que no se tienen confianza —dice Ambrosio —. Una noche en Chincha, hace años. Desde entonces, nunca supe de él, niño.

—A dos estudiantes hubo que internarlos en el Hospital de Policía, don Cayo —dijo el Prefecto —. Los guardias no tienen nada, apenas pequeñas contusiones.

Seguía subiendo, digiriendo, obstinado y en tinieblas, y cuando iba a disolverse en la luz extendió las alas, trazó una gran curva majestuosa, una sombra sin forma, una pequeña mancha desplazándose sobre quietas arenas blancas y ondulantes, quietas arenas amarillas: una circunferencia de piedra, muros, rejas, seres semidesnudos que apenas se movían o yacían a la sombra de un saledizo reverberante de calamina, un jeep, estacas, palmeras, una banda de agua, una ancha avenida de agua, ranchos, casas, automóviles, plazas con árboles.

—Dejamos una compañía en San Marcos y estamos haciendo reparar la puerta que el tanque echó abajo —dijo el Prefecto —. También pusimos una sección en Medicina. Pero no ha habido ningún intento de manifestación ni nada, don Cayo.

—Déjeme las fichas ésas para mostrárselas al Ministro —dijo Cayo Bermúdez.

Desplegó las armoniosas alas retintas, se inclinó, solemnemente giró y sobrevoló otra vez los árboles, la avenida de agua, las quietas arenas, describió círculos pausados sobre la deslumbrante calamina, sin dejar de observarla descendió un poco más, indiferente al murmullo, al vocerío codicioso al estratégico silencio que se sucedían en el rectángulo cerrado por muros y rejas, atenta sólo al rizado saledizo cuyos reflejos la alcanzaban, y siguió bajando ¿fascinada por esa orgía de luces, borracha de brillos?

—¿Tú diste la orden de tomar San Marcos? —dijo el coronel Espina —. ¿Tú? ¿Sin consultarme?

—Un moreno canoso y enorme que caminaba como un mono —dijo Ambrosio —. Quería saber si había mujeres en Chincha, me sacó plata. No tengo buen recuerdo de él, don.

—Antes de hablar de San Marcos cuéntame qué tal ese viaje —dijo Bermúdez —. ¿Cómo van las cosas por el Norte?

Alargó cautelosamente las patitas grises, ¿comprobaba la resistencia, la temperatura, la existencia de la calamina?, cerró las alas, se posó, miró y adivinó y ya era tarde: las piedras hundían sus plumas, rompían sus huesos, quebraban su pico, y unos sonidos metálicos brotaban mientras las piedras volvían al patio rodando por la calamina.

—Van bien pero yo quiero saber si tú estás loco —dijo el coronel Espina —. Coronel han tomado la Universidad, coronel la guardia de asalto en San Marcos. Y yo, el Ministro de Gobierno, en la luna. ¿Estás loco, Cayo?

El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.

—¿Qué tal el ojo del señor? —dijo Trifulcio. El que sabe sabe, y a ver quién y cómo me lo pone en duda.

—Ese forúnculo de San Marcos reventado en un par de horas y sin muertos —dijo Bermúdez —. Y en vez de darme las gracias me preguntas si estoy loco. No es justo, Serrano.

—La negra tampoco lo volvió a ver después de esa noche —dice Ambrosio —. Ella creía que era malo de nacimiento, niño.

—Va a haber protestas en el extranjero, justo lo que no conviene al régimen —dijo el coronel Espina. —¿No sabías que el Presidente quiere evitar líos?

—Lo que no convenía al régimen era un foco subversivo en pleno centro de Lima —dijo Bermúdez —. Dentro de unos días se podrá retirar la policía, se abrirá San Marcos y todo en paz.

Masticaba empeñosamente el trozo de carne que había conquistado a puño limpio y los brazos y las manos le ardían y tenía rasguños violáceos en la piel oscura y la fogata donde había tostado su botín humeaba todavía. Estaba en cuclillas, en el rincón sombreado por la calamina, los ojos entrecerrados por la resolana o para disfrutar mejor el placer que nacía en sus mandíbulas y abarcaba la cuenca del paladar y la lengua y la garganta que los residuos de plumas adheridas a la carne chamuscada arañaban deliciosamente al pasar.

—Y por último no tenías autorización y la decisión correspondía al Ministro y no a ti —dijo el coronel Espina —. Muchos gobiernos no han reconocido al régimen. El Presidente debe estar furioso.

—Ojo que vienen visitas —dijo Trifulcio —. Ojo que ahí están.

—Nos ha reconocido Estados Unidos y eso es lo importante —dijo Bermúdez —. No te preocupes por el Presidente, Serrano. Le consulté anoche, antes de actuar.

Los otros ambulaban bajo el sol homicida, reconciliados, sin rencor, sin acordarse que se habían insultado, empujado y golpeado por las presas trituradas, o tendidos junto a las paredes dormían, sucios, descalzos, boquiabiertos, embrutecidos de aburrimiento, hambre o calor, los brazos desnudos sobre los ojos.

—¿A quién le va a tocar? —dijo Trifulcio —. ¿A quién van a sonar?

—A mí creo que nunca me había hecho nada —dijo Ambrosio —. Hasta esa noche. Yo no le tenía cólera, don, aunque tampoco cariño. Y esa noche me dio pena, más bien.

—Le prometí al Presidente no habrá muertos y he cumplido —dijo Bermúdez —. Aquí tienes las fichas políticas de quince detenidos. Limpiaremos San Marcos y podrán reanudarse las clases. ¿No estás satisfecho, Serrano?

—No pena porque hubiera estado preso, entiéndame bien, niño —dice Ambrosio —. Sino porque parecía un pordiosero. Sin zapatos, unas uñotas de este tamaño, unas costras en los brazos y en la cara que no eran costras, sino mugre. Le hablo con franqueza, vea.

—Has actuado como si yo no existiera —dijo el coronel Espina —. ¿Por qué no me consultaste?

Don Melquíades venía por el corredor escoltado por dos guardias, seguido de un hombre alto que llevaba un sombrero de paja que el viento candente agitaba, las alas y la copa se mecían como si fueran de papel de seda, y un traje blanco y una corbata azul y una camisa aún más blanca. Se habían parado y don Melquíades le hablaba al desconocido y le señalaba algo en el patio.

—Porque había un riesgo —dijo Bermúdez —. Podían estar armados, podían disparar. Yo no quería que la sangre cayera sobre tu cabeza, Serrano.

No era abogado, nunca se había visto un leguleyo tan bien trajeado, y tampoco autoridad porque ¿acaso les habían dado hoy sopa de menestras, acaso les habían hecho barrer las celdas y los excusados como siempre que había inspección? Pero si no era abogado ni autoridad, quién.

—Hubiera perjudicado tu futuro político, yo se lo expliqué al Presidente —dijo Bermúdez —. Tomo la decisión, asumo la responsabilidad. Si hay consecuencias, renuncio, y el Serrano queda inmaculado.

Dejó de roer el pulido huesecillo que tenía entre las manazas, quedó rígido, bajó un poco la cabeza, sus ojos miraban asustados hacia el corredor: don Melquíades seguía haciendo señales, seguía apuntándolo.

—Pero las cosas salieron bien y ahora todo el mérito es tuyo —dijo el coronel Espina —. El Presidente va a pensar que mi recomendado tiene más cojones que yo. —oye tú, Trifulcio! —gritó don Melquíades —. ¿No ves que te estoy llamando? ¿Qué esperas tú?

—El Presidente sabe que te debo este puesto —dijo Bermúdez —. Sabe que basta que arrugues la frente para que yo gracias por todo, y de nuevo a vender tractores.

—¡Oye tú! —gritaron los guardias, agitando las manos —. ¡Oye tú!

—Tres chavetas y unos cuantos cócteles Molotov, no había razón para asustarse tanto —dijo Bermúdez —. He hecho poner unos revólveres y algunas chavetas y manoplas más, para los periodistas.

Se incorporó, corrió, cruzó el patio levantando un terral, se detuvo a un metro de don Melquíades. Los otros habían avanzado las cabezas y miraban y callaban. Los que paseaban se habían quedado inmóviles, los que dormían estaban agazapados observando y el sol parecía líquido.

—¿Además has citado a los periodistas? —dijo el coronel Espina —. ¿No sabes que los comunicados los firma el Ministro, que las conferencias de prensa las da el Ministro?

—A ver, Trifulcio, levántate ese barril que don Emilio Arévalo quiere verte —dijo don Melquíades —. No me hagas quedar mal, mira que le he dicho que podías.

—Los he citado para que les hables tú —dijo Bermúdez —. Aquí tienes el informe detallado, las fichas, las armas para las fotografías. Los cité pensando en ti, Serrano.

—No he hecho nada, don —parpadeó y gritó y esperó y gritó de nuevo Trifulcio —: Nada. Mi palabra; don Melquíades.

—Está bien, no hablemos más —dijo el coronel Espina —. Pero conste que yo quería liquidar lo de San Marcos una vez que estuviera resuelto el problema de los sindicatos.

Negro, cilíndrico, el barril estaba al pie de la baranda, debajo de don Melquíades, de los guardias y del desconocido de blanco. Indiferentes o interesados o aliviados, los otros miraban el barril y a Trifulcio o se miraban burlones.

—Lo de San Marcos no está liquidado, pero es el momento de liquidarlo —dijo Bermúdez —Esos veintiséis son elementos de choque, pero la mayoría de los cabecillas andan sueltos y hay que echarles mano ahora.

—No seas imbécil y levántate ese barril —dijo don Melquíades —. Ya sé que no has hecho nada. Anda, levántalo para que te vea el señor Arévalo.

—Los sindicatos son más importantes que San Marcos, ahí hay que hacer una limpieza —dijo el coronel Espina —. No han chistado hasta ahora, pero el Apra es fuerte entre los obreros, y una chispita puede provocar una explosión.

—Si me cagué en la celda es porque estoy enfermo —dijo Trifulcio —. No pude aguantarme, don Melquíades. Mi palabra.

—Lo haremos —dijo Bermúdez —. Limpiaremos todo lo que haga falta, Serrano.

El desconocido se echó a reír, don Melquíades se echó a reír, en el patio estallaron risas. El desconocido se arrimó a la baranda, metió una mano al bolsillo, sacó y mostró a Trifulcio algo que brillaba.

—¿Has leído
La Tribuna
clandestina? —dijo el coronel Espina —. Pestes contra el Ejército, contra mí. Hay que impedir que siga circulando esa hojita mugrienta.

—¿Un sol por levantar ese barril, don? —cerró y abrió los ojos y se echó a reír Trifulcio —. ¡Pero claro que cómo no, don!

—Claro que en Chincha hablaban de él, don dijo Ambrosio —. Que había violado a una menor, robado, matado a un tipo en una pelea. Tantas barbaridades no serían ciertas. Pero algunas sí, sino por qué habría estado en la cárcel tanto tiempo.

—Ustedes los militares siguen pensando en el Apra de hace veinte años —dijo Bermúdez —. Los líderes están viejos y corrompidos, ya no quieren hacerse matar. No habrá explosión, no habrá revolución. Y esa hojita desaparecerá, te lo prometo.

Alzó las manazas hasta su cara (arrugada ya en los párpados y en el cuello y en las patillas crespas y canosas) y las escupió un par de veces y se las frotó y dio un paso hacia el barril. Lo palpó, lo hamacó, pegó sus piernas largas y su vientre abombado y su ancho tórax al cuerpo duro del barril y lo estrechó violenta, amorosamente, con sus larguísimos brazos.

—Nunca más lo vi, pero una vez oí hablar de él —dice Ambrosio —. Lo habían visto por los pueblos del departamento, durante las elecciones del cincuenta, haciendo campaña por el senador Arévalo. Pegando carteles, repartiendo volantes. Por la candidatura de don Emilio Arévalo, el amigo de su papá, niño.

—Ya le tengo la listita, don Cayo, sólo han renunciado tres prefectos y ocho subprefectos de los nombrados por Bustamante —dijo el doctor Alcibíades —. Doce prefectos y quince subprefectos mandaron telegramas de felicitación al General por haber tomado el poder. El resto mudos; querrán que los confirmen, pero no se atreven a pedirlo.

Cerró los ojos y, mientras alzaba el barril, se hincharon las venas de su cuello y de su frente y se empapó la gastada piel de su cara y se pusieron morados sus labios gordos. Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más. Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.

—El Serrano creía que iban a renunciar en masa y quería empezar a nombrar prefectos y subprefectos a la loca —dijo Cayo Bermúdez —. Ya ve, doctorcito, el coronel no conoce a los peruanos.

—Un verdadero toro, Melquíades, tenías razón, es increíble a su edad —el desconocido de blanco tiró al aire la moneda ÿ Trifulcio la atrapó al vuelo —. Oye, cuántos años tienes tú.

—Piensa que todos son como él, hombres de honor —dijo el doctor Alcibíades —. Pero, dígame don Cayo, para qué seguirían leales estos prefectos y subprefectos al pobre Bustamante, que no levantará cabeza jamás.

—Qué sabré yo —se rió, jadeó, se secó la cara Trifulcio —. Un montón de años. Más de los que tiene usted, don.

—Confirme en sus cargos a los que enviaron telegramas de adhesión, y también a los mudos, ya los iremos reemplazando a todos con calma?dijo Bermúdez —. Agradézcales los servicios prestados a los que renunciaron, y que Lozano los fiche.

—Ahí hay uno de ésos que te gustan, Hipólito —dijo Ludovico —. El señor Lozano nos lo recomienda especialmente.

—Lima sigue inundada de pasquines clandestinos asquerosos —dijo el coronel Espina —. ¿Qué pasa, Cayo?

—Que quiénes y dónde sacan
La Tribuna
clandestina y en un dos por tres —dijo Hipólito — Mira que tú eres de ésos que me gustan.

—Esas hojitas subversivas van a desaparecer de inmediato —dijo Bermúdez —. ¿Entendido, Lozano?

—¿Estás listo, negro? —dijo don Melquíades —. ¿Te deben estar ardiendo los pies, no, Trifulcio?

—¿No sabes ni quiénes ni dónde? —dijo Ludovico —. ¿Y cómo así tenías una Tribuna en el bolsillo cuando te detuvieron en Vitarte, papacito?

—¿Estoy listo? —rió con angustia Trifulcio —. ¿Listo, don Melquíades?

—Cuando recién vine a Lima yo le mandaba plata a la negra y la iba a visitar de cuando en cuando —dijo Ambrosio —. Después, nada. Se murió sin saber de mí. Es una de las cosas que me pesan, don.

—¿Te la metieron al bolsillo sin que te dieras cuenta? —dijo Hipólito —. Pero qué tontito habías sido tú, papacito. Y qué pantaloncito más huatatiro tienes, y cuánta brillantina en el pelo. ¿Así que ni siquiera eres aprista tú, así que ni siquiera sabes quiénes y dónde sacan
La Tribuna
?

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