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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (80 page)

—De nada —dijo Queta —. Pásame la toalla, ya se enfrió y me estoy helando.

—Si quieres te seco, también —dijo Robertito —. Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes.

Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.

—Nada de barriga y siempre lindas piernas —se rió Robertito —. ¿Vas a ir a buscar al ex de tu ex?

—No, pero si alguna vez me lo encuentro le va a pesar —dijo Queta —. Lo que les comentó de Hortensia.

—Qué lo vas a encontrar nunca —se rió Robertito —. Está muy alto ya para ti.

—¿Para qué me has venido a contar eso? —dijo Queta, de pronto, dejando de secarse —. Anda vete, sal de aquí.

—Para ver cómo te ponías —se rió Robertito —. No te enojes, para que veas que soy tu amigo te voy a contar otro secreto. ¿Sabes por qué entré? Porque la señora me dijo anda a ver si se baña de verdad.

Había venido desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.

—Hacía apenas dos añitos y pico que había salido de Lima cuando volví —dice Ambrosio —Pero qué diferencia. A la última persona a la que le podía pedir ayuda era a Ludovico. Él me había mandado a Pucallpa, él me había recomendado a su pariente don Hilario ¿ve? Y si no se la pedía a él, a quién entonces.

—A mi papá —dice Santiago. ¿Por qué no fuiste donde él, cómo no se te ocurrió?

—Es decir, no es que no se me ocurriera —dice Ambrosio —. Usted tendría que darse cuenta, niño.

—No me doy —dice Santiago —. ¿No dices que lo admirabas tanto, no dices que él te estimaba tanto? Te hubiera ayudado. ¿No se te ocurrió?

—Yo no iba a meterlo a su papá en un apuro, precisamente porque lo respetaba tanto —dice Ambrosio —. Fíjese quién era él y quién era yo, niño. ¿Le iba a contar ando corrido, soy ladrón, la policía me busca porque vendí un camión que no era mío?

—Con él tenías más confianza que conmigo ¿no es cierto? —dice Santiago.

—Un hombre, por jodido que esté, tiene su orgullo —dice Ambrosio —. Don Fermín tenía un buen concepto de mí. Yo andaba arruinado, hecho una mugre ¿ve?

—Y por qué a mí sí —dice Santiago —. Por qué no te ha dado vergüenza contarme a mí lo del camión.

—Será porque ya ni orgullo me queda —dice Ambrosio —. Pero entonces, me quedaba. Además, usted no es su papá, niño.

Los cuatrocientos soles de Itipaya se habían esfumado en el viaje y los tres primeros días en Lima no probó bocado. Había vagabundeado sin cesar, lejos de las calles del centro, sintiendo que se le helaban los huesos cada vez que divisaba un policía y repasando nombres y eliminándolos: Ludovico ni pensar, Hipólito seguiría en provincias o si había vuelto trabajaría con Ludovico, Hipólito ni pensar, él ni pensar. No había pensado en Amalia, ni en Amalita Hortensia ni en Pucallpa: sólo en la policía, sólo en comer, sólo en fumar.

—Fíjese que nunca me habría atrevido a pedir limosna para comer —dice Ambrosio —. Pero para fumar sí.

Cuando no podía más, paraba a cualquier tipo en la calle y le pedía un cigarro. Había hecho de todo, con tal que no fuera un trabajo fijo y no pidieran papeles: descargar camiones en el Porvenir, quemar basuras, conseguir gatos y perros vagabundos para las fieras del Circo Cairoli, destapar cañerías y hasta sido ayudante de un afilador. A veces, en los muelles del Callao, reemplazaba por horas a algún estibador contratado, y aunque la comisión era alta, quedaba para comer dos o tres días. Un día le habían pasado el dato: los odriístas necesitaban tipos para pegar carteles. Había ido al local, se había pasado una noche entera embadurnando las calles del centro, pero les habían pagado sólo con comida y trago: En esos meses de vagabundeo, hambrunas, caminatas y cachuelos que duraban un día o dos había conocido al Pancras: Al principio había estado durmiendo en la Parada, debajo de los camiones, en zanjones, sobre los costales de los depósitos, sintiéndose protegido, escondido entre tanto mendigo y vago que dormía ahí, pero una noche había oído que de cuando en cuando caían rondas de la policía a pedir papeles. Así había empezado a internarse en el mundo de las barriadas. Las había conocido todas, dormido una vez en una, otra en otra, hasta que en ésa de la Perla había encontrado al Pancras y ahí se quedó. El Pancras vivía solo y le hizo sitio en su casucha.

—La primera persona que se portó bien conmigo en un montón de tiempo —dice Ambrosio —. Sin conocerme ni tener por qué. Un corazón de oro el de ese sambo, le digo.

El Pancras trabajaba en la perrera hacía años y cuando se hicieron amigos lo había llevado un día donde el administrador: no, no había vacante. Pero un tiempo después lo mandó llamar. Sólo que le había pedido papeles: ¿Libreta electoral, militar, partida de nacimiento? Había tenido que inventarle una mentira: se me perdieron. Ah, entonces nones, sin papeles no hay trabajo. Bah, no seas tonto, le había dicho el Pancras, quién se va a estar acordando de ese camión, llévale tus papeles nomás. Él había tenido miedo, mejor no Pancras, y había seguido con esos trabajitos de a ocultas. Por esa época había vuelto a su pueblo, Chincha niño, la última vez. ¿Para qué? Pensando conseguirse otros papeles, bautizarse de nuevo con algún curita y con otro nombre, y también por curiosidad, por ver qué era ahora el pueblo. Se había arrepentido de haber ido más bien. Había salido temprano de la Perla con el Pancras y se habían despedido en Dos de Mayo. Ambrosio había caminado por la Colmena hasta el Parque Universitario. Fue a averiguar los precios del ómnibus, compró un pasaje en uno que salía a las diez, así que tuvo tiempo de tomar un café con leche y dar una vueltecita. Estuvo mirando las vitrinas de la avenida Iquitos, calculando si se compraba una camisa para volver a Chincha más presentable de lo que salió, quince años atrás. Pero sólo le quedaban cien soles y no se animó. Compró un tubo de pastillas de menta, todo el viaje sintió esa frescura perfumada en las encías, la nariz y el paladar. Pero en el estómago sentía cosquillas: qué dirían los que lo reconocieran al verlo así. Todos debían haber cambiado mucho, algunos se morirían, otros se habrían mandado mudar del pueblo, a lo mejor la ciudad había cambiado tanto que ni la reconocía. Pero apenas se detuvo el ómnibus en la plaza de Armas, aunque todo se había achicado y achatado, reconoció todo: el olor del aire, el color de las bancas y de los tejados, las losetas en triángulo de la vereda de la Iglesia. Se había sentido apenado, mareado, avergonzado. No había pasado el tiempo, no había salido de Chincha, ahí doblando la esquina estaría la oficinita de "Transportes Chincha" donde comenzó su carrera de chofer. Sentado en una banca había fumado, mirado. Sí, algo había cambiado: las caras. Observaba ansiosamente a hombres y mujeres y había sentido que el pecho le latía fuerte al ver acercarse a una figura cansada y descalza, con un sombrero de paja y un bastón que tanteaba: ¡el ciego Rojas! Pero no era él, sino un ciego albino y todavía joven que fue a acuclillarse bajo una palmera. Se levantó, echó a andar, y cuando llegó a la barriada vio que habían pavimentado algunas calles y construido casitas con pequeños jardines que tenían el pasto marchito. Al fondo, donde comenzaban las chacras del camino a Grocio Prado, ahora había un mar de chozas. Había estado yendo y viniendo por los polvorientos pasadizos de la barriada sin reconocer ninguna cara. Después había ido al cementerio, pensando la tumba de la negra estará junto a la del Perpetuo. Pero no estaba y no se había atrevido a preguntarle al guardián dónde la habían enterrado. Había vuelto al centro de la ciudad al atardecer, desilusionado, olvidado del nuevo bautizo y los papeles y con hambre. En el café-restaurant "Mi Patria" que ahora se llamaba "Victoria" y atendían dos mujeres en vez de don Rómulo, había comido un churrasco encebollado, sentado cerca de la puerta, mirando todo el tiempo la calle, tratando de reconocer alguna cara: todas distintas. Se había acordado de algo que le dijo Trifulcio esa noche, la víspera de su partida a Lima, cuando caminaban a oscuras: estoy en Chincha y siento que no estoy, reconozco todo y no reconozco nada. Ahora entendía lo que había querido decirle. Había merodeado todavía por otros barrios: el colegio José Pardo, el hospital San José, el teatro Municipal, habían modernizado un poquito el mercado. Todo igualito pero más chiquito, todo igualito pero más chato, sólo la gente distinta: se había arrepentido de haber ido, niño, se había regresado esa noche jurando no volveré. Ya se sentía bastante jodido aquí, niño, allá ese día además de jodido se había sentido viejísimo. ¿Y cuando se acabara la rabia se acabaría tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría? Lo que había estado haciendo antes de que el administrador lo hiciera llamar con el Pancras y le dijera okey, échanos una mano por unos días aunque sea sin papeles. Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no niño?

FIN

Reseña

Mario Vargas Llosa nació en Arequipa, Perú, en 1936. Aunque había estrenado un drama en Piura y publicado un libro de relatos,
Los jefes
, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobró notoriedad con la publicación de
La ciudad y los perros
, Premio Biblioteca Breve (1962) y Premio de la Critica (1963). En 1965 apareció su segunda novela, La casa verde, que obtuvo el Premio de la Crítica y el Premio Internacional Rómulo Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas teatrales (
La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones y Ojos bonitos, cuadros feos
), estudios y ensayos (como
La orgia perpetua, La verdad de las mentiras y La tentación de lo imposible
), memorias (
El pez en el agua
), relatos (
Los cachorros
) y, sobre todo, novelas:
Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tia Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la madrastra, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala
. Ha obtenido los mas importantes galardones literarios, desde los ya mencionados hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.

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