Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (75 page)

El mundo era chico, pero Lima grande y Miraflores infinito, Zavalita: seis, ocho meses viviendo en el mismo barrio sin encontrarse con los viejos ni el Chispas ni la Teté. Una noche en la redacción, Santiago terminaba una crónica cuando le tocaron el hombro: hola, pecoso. Salieron a tomar un café a la Colmena.

—La Teté y yo nos casamos el sábado, flaco —dijo Popeye —. He venido a verte por eso.

—Ya sabía, lo leí en el periódico —dijo Santiago —. Felicidades, pecoso.

—La Teté quiere que seas su testigo en el civil —dijo Popeye —. ¿Le vas a decir que sí, no es cierto? Y Ana y tú tienen que venir al matrimonio.

—Tú te acuerdas de esa escenita en la casa —dijo Santiago —. Supongo que sabes que no he visto a la familia desde entonces.

—Ya está todo arreglado, ya convencimos a tu vieja —la cara rojiza de Popeye se encendió en una sonrisa optimista y fraternal —. También ella quiere que vengan. Y tu viejo, ni se diga. Todos quieren verlos y amistarse de una vez. La van a tratar a Ana con el mayor cariño, verás.

Ya la habían perdonado, Zavalita. El viejo se habría lamentado cada día de esos meses por lo que no venía el flaco, por lo enojado y resentido que estarías, y habría reñido y responsabilizado cien veces a la mamá, y algunas noches habría venido a apostarse en el auto en la avenida Tacna para verte salir de
La Crónica
. Habrían hablado, discutido y la mamá llorado hasta que se acostumbraron a la idea de que estabas casado y con quien. Piensa: hasta que nos, te perdonaron, Anita. Le perdonamos que engatuzara y se robara al flaco, le perdonamos que sea cholita: que viniera.

—Hazlo por la Teté y sobre todo por tu viejo —insistía Popeye —. Tú sabes cómo te quiere, flaco. Y hasta el Chispas, hombre. Esta misma tarde me dijo que el supersabio se deje de mariconadas y venga.

—Encantado de ser testigo de la Teté, pecoso.

—También te había perdonado el Chispas, Anita, gracias, Chispas —. Tienes que avisarme qué debo firmar, dónde.

—Y espero que a nuestra casa vendrán siempre ¿no? —dijo Popeye —. Con nosotros no tienes por qué enojarte, ni la Teté ni yo te hicimos nada ¿no? A nosotros Ana nos parece simpatiquísima.

—Pero al matrimonio no vamos a ir, pecoso —dijo Santiago —. No estoy enojado con los viejos ni con el Chispas. Simplemente no quiero otra escenita como ésa.

—No seas terco, hombre —dijo Popeye —. Tu vieja tiene sus prejuicios como todo el mundo, pero en el fondo es buenísima gente. Dale ese gusto a la Teté, flaco, vengan al matrimonio.

Popeye había dejado ya la empresa en la que trabajó al recibirse, la compañía que habían formado con tres compañeros andaba más o menos, flaco, tenían algunos clientes ya. Pero estaba muy ocupado no tanto por la arquitectura, ni siquiera por la novia —te había dado un codazo jovial, Zavalita —, sino por la política: ¿qué manera de quitar tiempo, no flaco?

—¿La política? —dijo Santiago, pestañeando —. ¿Estás metido en política, pecoso?

—Belaúnde para todo el mundo —se rió Popeye, mostrando una insignia en el ojal de su saco —. ¿No sabías? Hasta estoy en el Comité Departamental de Acción Popular. Ni que no leyeras los periódicos.

—No leo nunca las noticias políticas —dijo Santiago —. No sabía nada.

—Belaúnde fue mi profesor en la Facultad —dijo Popeye —. En las próximas elecciones barreremos. Es un tipo formidable, hermano.

—¿Y qué dice tu padre? —sonrió Santiago —. ¿él sigue siendo senador odriísta, no?

—Somos una familia democrática —se rió Popeye —. A veces discutimos con el viejo, pero como amigos. ¿Tú no simpatizas con Belaúnde? Ya has visto que nos acusan de izquierdistas, aunque sea por eso deberías estar con el arquitecto. ¿O sigues siendo comunista?

—Ya no —dijo Santiago —. No soy nada ni quiero saber nada de política. Me aburre.

—Mal hecho, flaco —lo riñó Popeye, cordialmente —. Si todos pensaran así, este país no cambiaría nunca.

Esa noche, en la quinta de los duendes, mientras Santiago le contaba, Ana había escuchado muy atentamente, los ojos chispeando de curiosidad: por supuesto que no irían al matrimonio, Anita. Ella por supuesto que no. pero él debería ir, amor, era tu hermana. Además dirían Ana no lo dejó ir, la odiarían más, tenía que ir. A la mañana siguiente, cuando Santiago estaba aún en cama se presentó la Teté en la quinta de los duendes: la cabeza con ruleros que asomaban bajo el pañuelo de seda blanca espigada y en pantalones y contenta. Parecía que te hubiera estado viendo cada día, Zavalita: se moría de risa viéndote encender la hornilla para calentar el desayuno, examinaba con lupa los dos cuartitos, hurgaba los libros, hasta jaló la cadena del excusado para ver cómo funcionaba. Todo le gustaba: la quinta parecía de muñecas, las casas coloraditas tan igualitas, todo tan chiquito, tan bonito.

—Deja de revolver las cosas que tu cuñada se va a enojar conmigo —dijo Santiago —. Siéntate y conversa un poco.

La Teté se sentó en el pequeño estante de libros, pero siguió observando el contorno con voracidad. ¿Si estaba enamorada de Popeye? Claro, idiota, ¿se te ocurría que si no se casaría con él? Vivirían con los papás de Popeye un tiempito, hasta que terminaran el edificio en el que los papás del pecoso les habían regalado un departamento. ¿La luna de miel? Irían primero a México y después a Estados Unidos.

—Espero que me mandes postales —dijo Santiago —. Me paso la vida soñando con viajar y hasta ahora sólo he llegado a Ica.

—Ni siquiera la llamaste a la mamá en su cumpleaños, la hiciste llorar a mares —dijo la Teté —. Pero supongo que el domingo vas a venir a la casa con Ana.

—Conténtate con que sea tu testigo —dijo Santiago —. No vamos a ir ni a la iglesia ni a la casa.

—Déjate de idioteces, supersabio —dijo la Teté, riéndose —. Yo la voy a convencer a Ana y te voy a fregar, jajá. Y voy a hacer que Ana vaya a mis showers y todo, vas a ver.

Y efectivamente la Teté volvió esa tarde y Santiago las dejó a ella y Ana, al irse a
La Crónica
, charlando como dos amigas de toda la vida. En la noche Ana lo recibió muy risueña: habían estado juntas toda la tarde, la Teté era simpatiquísima, hasta la había convencido. ¿No era mejor que se amistaran de una vez con tu familia, amor?

—No —dijo Santiago —. Es mejor que no. No hablemos más de eso.

Pero todo el resto de la semana habían discutido mañana y noche sobre el mismo asunto, ¿ya te animaste, amor, iban a ir?, Ana le había prometido a la Teté que irían, amor, y el sábado en la noche se habían acostado peleados. El domingo, tempranito, Santiago fue a telefonear a la botica de Porta y San Martín.

—¿Qué esperan? —dijo la Teté —. Ana quedó en venir a las ocho para ayudarme. ¿Quieres que el Chispas los vaya a recoger?

—No vamos a ir —dijo Santiago —. Te llamo para darte el abrazo y recordarte lo de las postales, Teté.

—¿Crees que te voy a estar rogando, idiota? —dijo la Teté —. Lo que pasa es que eres un acomplejado. Déjate de tonterías y ven ahorita o no te hablo más supersabio.

—Si te enojas te vas a poner fea y tienes que estar bonita para las fotos —dijo Santiago —. Mil besos y vengan a vernos a la vuelta del viaje, Teté.

—No te hagas la niña bonita que se resiente de todo —alcanzó a decir todavía la Teté —. Ven, tráela a Ana. Te han hecho chupe de camarones, idiota.

Antes de regresar a la quinta de los duendes, fue a una florería de Larco y mandó un ramo de rosas a la Teté. Miles de felicidades para los dos de sus hermanos Ana y Santiago, piensa. Ana estaba resentida y no le dirigió la palabra hasta la noche.

—¿No es por interés? —dijo Queta —. ¿Por qué, entonces? ¿Por miedo?

—A ratos —dijo Ambrosio —. A ratos más bien por pena. Por agradecimiento, por respeto. Hasta amistad guardando las distancias. Ya sé que no me cree, pero es cierto. Palabra.

—¿No sientes nunca vergüenza? —dijo Queta —. De la gente, de tus amigos. ¿O a ellos les cuentas como a mí?

Lo vio sonreír con cierta amargura en la semioscuridad; la ventana de la calle estaba abierta pero no había brisa y en la atmósfera inmóvil y cargada de vaho de la habitación el cuerpo desnudo de él comenzaba a sudar. Queta se apartó unos milímetros para que no la rozara.

—Amigos como los que tuve en mi pueblo, aquí ni uno —dijo Ambrosio —. Sólo conocidos, como ése que está ahora de chofer de don Cayo, o Hipólito, el otro que lo cuida. No saben. Y aunque supieran no me daría. No les parecería mal ¿ve? Le conté lo que le pasaba a Hipólito con los presos ¿no se acuerda? ¿Por qué me iba a dar vergüenza con ellos?

—¿Y nunca tienes vergüenza de mí? —dijo Queta.

—De usted no —dijo Ambrosio —. Usted no va a ir a regar estas cosas por ahí.

—Y por qué no —dijo Queta —. No me pagas para que te guarde los secretos.

—Porque usted no quiere que sepan que yo vengo aquí —dijo Ambrosio —. Por eso no las va a regar por ahí.

—¿Y si yo le contara a la loca lo que me cuentas? —dijo Queta —. ¿Qué harías si se lo contara a todo el mundo?

Él se rió bajito y cortésmente en la semioscuridad. Estaba de espaldas, fumando, y Queta veía cómo se mezclaban en el aire quieto las nubecillas de humo. No se oía ninguna voz no pasaba ningún auto, a ratos el tic-tac del reloj del velador se hacía presente y luego se perdía y reaparecía un momento después.

—No volvería nunca más —dijo Ambrosio —. Y usted se perdería un buen cliente.

—Ya casi me lo he perdido —se rió Queta —. Antes venías cada mes, cada dos. ¿Y ahora hace cuánto? ¿Cinco meses? Más. ¿Qué ha pasado? ¿Es por Bola de Oro?

—Estar un rato con usted es para mí dos semanas de trabajo —explicó Ambrosio —. No puedo darme esos gustos siempre. Y además a usted no se la ve mucho tampoco. Vine tres veces este mes y ninguna la encontré.

—¿Qué te haría si supiera que vienes acá? —dijo Queta —. Bola de Oro.

—No es lo que usted cree —dijo Ambrosio muy rápido, con voz grave —. No es un desgraciado, no es un déspota. Es un verdadero señor, ya le he dicho.

—¿Qué te haría? —insistió Queta —. Si un día me lo encuentro en San Miguel y le digo Ambrosio se gasta tu plata conmigo.

—Usted sólo le conoce una cara, por eso está tan equivocada con él —dijo Ambrosio —. Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él.

Queta se rió más fuerte y miró a Ambrosio: encendía otro cigarrillo y la llamita instantánea del fósforo le mostró sus ojos saciados y su expresión seria, tranquila, y el brillo de transpiración de su frente.

—Te ha vuelto a ti también —dijo, suavemente —. No es porque te paga bien ni por miedo. Te gusta estar con él.

—Me gusta ser su chofer —dijo Ambrosio —. Tengo mi cuarto, gano más que antes, y todos me tratan con consideración.

—¿Y cuando se baja los pantalones y te dice cumple tus obligaciones? —se rió Queta —. ¿Te gusta también?

—No es lo que usted cree —repitió Ambrosio, despacio —. Yo sé lo que usted se imagina. Falso, no es así.

—¿Y cuando te da asco? —dijo Queta —. A veces a mí me da, pero qué importa, abro las piernas y es igual. Pero ¿tú?

—Es algo de dar pena —susurró Ambrosio —. A mí me da, a él también. Usted se cree que eso pasa cada día. No, ni siquiera cada mes. Es cuando algo le ha salido mal. Yo ya sé, lo veo subir al carro y pienso algo le ha salido mal. Se pone pálido, se le hunden los ojos, la voz le sale rara. Llévame a Ancón, dice.

O vamos a Ancón, o a Ancón. Yo ya sé. Todo el viaje mudo. Si le viera la cara diría se le murió alguien o le han dicho que se va a morir esta noche.

—¿Y qué te pasa a ti, qué sientes? —dijo Queta —. Cuando él te ordena llévame a Ancón.

—¿Usted siente asco cuando don Cayo le dice esta noche ven a San Miguel? —preguntó Ambrosio, en voz muy baja —. Cuando la señora la manda llamar.

—Ya no —se rió Queta —. La loca es mi amiga, somos amigas. Nos reímos de él, más bien. ¿Piensas ya comienza el martirio, sientes que lo odias?

—Pienso en lo que va a pasar cuando lleguemos a Ancón y me siento mal —se quejó Ambrosio y Queta lo vio tocarse el estómago —. Mal aquí, me comienza a dar vueltas. Me da miedo, me da pena, me da cólera. Pienso ojalá que hoy sólo conversemos.

—¿Conversemos? —se rió Queta —. ¿A veces te lleva sólo a conversar?

—Entra con su cara de entierro, cierra las cortinas y se sirve su trago —dijo Ambrosio, con voz densa —. Yo sé que por dentro algo le está mordiendo, que se lo está comiendo. Él me ha contado ¿ve? Yo lo he visto hasta llorar ¿ve?

—¿Apúrate, báñate, ponte esto? —recitó Queta, mirándolo —. ¿Qué hace, qué te hace hacer?

—Su cara se le sigue poniendo más pálida y se le atraca la voz —murmuró Ambrosio —. Se sienta, dice siéntate. Me pregunta cosas, me conversa. Hace que conversemos.

—¿Te habla de mujeres, te cuenta porquerías, te muestra fotos, revistas? —insistió Queta —. Yo sólo abro las piernas. ¿Pero tú?

—Le cuento cosas de mí —se quejó Ambrosio —. De Chincha, de cuando era chico, de mi madre. De don Cayo, me hace que le cuente, me pregunta por todo. Me hace sentirme su amigo ¿ve?

—Te quita el miedo, te hace sentir cómodo —dijo Queta —: El gato con el ratón. ¿Pero tú?

—Se pone a hablar de sus cosas, de las preocupaciones que tiene —murmuró Ambrosio —. Tomando, tomando. Yo también. Y todo el tiempo veo en su cara que algo se lo está comiendo, que le está mordiendo.

—¿Ahí lo tuteas? —dijo Queta —. ¿En esos momentos te atreves?

—A usted no la tuteo a pesar de que vengo a esta cama hace como dos años ¿no? —se quejó Ambrosio —. Le sale todo lo que le preocupa, sus negocios, la política, sus hijos. Habla, habla y yo sé lo que le está pasando por adentro. Dice que le da vergüenza, él me ha contado ¿ve?

—¿De qué se pone a llorar? —dijo Queta —. ¿De lo que tú?

—A veces horas de horas así —se quejó Ambrosio —. él hablando y yo oyendo, yo hablando y él oyendo. Y tomando hasta que siento que ya no me cabe una gota más.

—¿De lo que no te excitas? —dijo Queta —. ¿Te excita sólo con trago?

—Con lo que le echa al trago —susurró Ambrosio; su voz se adelgazó hasta casi perderse y Queta lo miró: se había puesto el brazo sobre la cara, como un hombre que se asolea en la playa boca arriba —. La primera vez que lo pesqué se dio cuenta que lo había pescado. Se dio cuenta que me asusté. ¿Qué es eso que le echó?

—Nada, se llama yohimbina —dijo don Fermín —. Mira, yo me echo también. Nada, salud, tómatelo.

Other books

One Last Bite by Betts, Heidi
Crazy by William Peter Blatty
The Word Exchange by Alena Graedon
The Exposé 3 by Sloane, Roxy
Melody by V.C. Andrews
The Baker Street Letters by Michael Robertson
The House on Black Lake by Blackwell, Anastasia, Deslaurier, Maggie, Marsh, Adam, Wilson, David
Barrayar by Lois McMaster Bujold