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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (77 page)

—Tu papá, flaco —estaba sofocado, Zavalita, congestionado, habría venido a toda carrera desde su auto —. Acaba de llamarme el Chispas.

Estabas en piyama, no encontrabas el calzoncillo se te enredaba el pantalón y cuando le escribías un papelito a Ana te comenzó a temblar la mano, Zavalita.

—Apura —decía Popeye, parado en la puerta —. Apura, flaco.

Llegaron a la Clínica Americana al mismo tiempo que la Teté. No estaba en la casa cuando Popeye recibió la llamada del Chispas, sino en la iglesia, y tenía en una mano el mensaje de Popeye y en la otra un velo y un libro de misa. Perdieron varios minutos yendo y viniendo por los corredores hasta que, al torcer por un pasillo, vieron al Chispas. Disfrazado, piensa: la chaqueta rojiblanca del pijama, un pantalón sin abrochar, un saco de otro color y no se había puesto medias. Abrazaba a su mujer, Cary lloraba y había un médico que movía la boca con una mirada lúgubre. Te estiró la mano, Zavalita, y la Teté comenzó a llorar a gritos. Había fallecido antes que lo trajeran a la clínica, dijeron los médicos, probablemente ya estaba muerto esa mañana cuando la mamá, al despertar, lo encontró inmóvil y rígido, con la boca abierta. Lo sorprendió en el sueño, decían, no sufrió. Pero el Chispas aseguraba que cuando él, Cary y el mayordomo lo subieron al auto vivía aún, que le había sentido el pulso. La mamá estaba en la Sala de Emergencia y cuando entraste le ponían una inyección para los nervios: desvariaba y cuando la abrazaste aulló. Se quedó dormida poco después y los gritos más fuertes eran los de la Teté. Luego habían comenzado a llegar familiares, luego Ana, y tú, Popeye y el Chispas se habían pasado toda la tarde haciendo trámites, Zavalita. La carroza, piensa, las gestiones del cementerio, los avisos del periódico. Ahí te reconciliaste con la familia de nuevo, Zavalita, desde entonces no te habías vuelto a pelear. Entre trámite y trámite al Chispas le venía un sollozo, piensa, tenía unos calmantes en el bolsillo y los chupaba como caramelos. Llegaron a la casa al atardecer y el jardín, los salones y el escritorio ya estaban llenos de gente. La mamá se había levantado y vigilaba la preparación de la capilla ardiente. No lloraba, estaba sin pintar y se la veía viejísima y la rodeaban la Teté y Cary y la tía Eliana y la tía Rosa y también Ana, Zavalita. Piensa: también Ana. Seguía llegando gente, toda la noche hubo gente que entraba y salía, murmullos, humo, y las primeras coronas. El tío Clodomiro se había pasado la noche sentado junto al cajón, mudo, tieso, con una cara de cera; y cuando te habías acercado por fin a mirarlo ya amanecía. El vidrio estaba empañado y no se veía su cara, piensa: sí sus manos sobre el pecho, su terno más elegante y lo habían peinado.

—No lo había visto desde hacía cerca de dos años —dice Santiago —. Desde que me casé. Lo que más me apenó no fue que se muriera. Todos tenemos que morirnos ¿no, Ambrosio? Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él.

El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros. Había ido muchísima gente, sí Ambrosio, hasta un edecán de la Presidencia, y al entrar al cementerio habían llevado la cinta un momento un ministro pradista, un senador odriísta, un dirigente aprista y otro belaúndista. El tío Clodomiro, el Chispas y tú habían estado parados en la puerta del cementerio, recibiendo el pésame, más de una hora, Zavalita. Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado. Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita. Piensa: ¿así estaba hecho? Al atardecer vino el tío Clodomiro y estuvo sentado en la sala con Popeye y Santiago: parecía distraído, ensimismado, y respondía con monosílabos casi inaudibles cuando le preguntaban algo. Al día siguiente, la tía Eliana se había llevado a la mamá a su casa de Chosica para evitarle el desfile de visitas.

—Desde que él se murió no he vuelto a pelearme con la familia —dice Santiago —. Los veo muy rara vez, pero así, aunque de lejos, nos llevamos bien.

—No —repitió Ambrosio —. No he venido a pelear.

—Menos mal, porque si no llamo a Robertito, él es el que sabe pelear aquí —dijo Queta —. Dime a qué mierda has venido de una vez o anda vete.

No estaban desnudos, no estaban tumbados en la cama, la luz del cuarto no estaba apagada. De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada. Veía su desesperada inmovilidad, la enloquecida cólera empozada en sus ojos.

—Usted sabe muy bien que por ella —Ambrosio la miraba de frente, sin pestañear —. Usted ha podido hacer algo y no ha hecho nada. Usted es su amiga.

—Mira, ya tengo bastantes preocupaciones —dijo Queta —. No quiero hablar de eso, yo vengo aquí a ganar dinero. Anda vete y, sobre todo, no vuelvas. Ni aquí ni a mi departamento.

—Usted ha debido hacer algo —repitió la voz empecinada, dura y distinta de Ambrosio —. Por su propio bien.

—¿Por mi propio bien? —dijo Queta; estaba apoyada de espaldas en la puerta, el cuerpo ligeramente arqueado, las manos en las caderas.

—Por el propio bien de ella, quiero decir —murmuró Ambrosio —. ¿No me dijo que era su amiga, que a pesar de sus locuras le tenía cariño?

Queta dio unos pasos, se sentó en la única silla del cuarto frente a él. Cruzó las piernas, lo observó con detenimiento y él resistió su mirada sin bajar los ojos, por primera vez.

—Te ha mandado Bola de Oro —dijo Queta, despacio —. ¿Por qué no te mandó donde la loca? Yo no tengo nada que ver con esto. Dile a Bola de Oro que a mí no me meta en sus líos. La loca es la loca y yo soy yo.

—No me ha mandado nadie, él ni siquiera sabe que a usted la conozco —dijo Ambrosio, con suma lentitud, mirándola —. He venido para que hablemos. Como amigos.

—¿Como amigos? —dijo Queta —. ¿Quién te ha hecho creer que eres mi amigo?

—Háblele, hágala entrar en razón —murmuró Ambrosio —. Hágale ver que se ha portado muy mal. Dígale que él no tiene plata, que sus negocios andan mal. Aconséjele que se olvide para siempre de él.

—¿Bola de Oro la va a hacer meter presa otra vez? —dijo Queta —. ¿Qué otra cosa le va a hacer el desgraciado ése?

—Él no la hizo meter, él fue a sacarla de la Prefectura —dijo Ambrosio, sin subir la voz, sin moverse él la ha ayudado, le pagó el hospital, le ha dado plata. Sin tener ninguna obligación, por pura compasión. No le va a dar más. Dígale que se ha portado muy mal. Que no lo amenace más.

—Anda vete —dijo Queta —. Que Bola de Oro y la loca arreglen sus líos solos. No es asunto mío. Y tampoco tuyo, tú no te metas.

—Aconséjela —repitió la voz terca, tirante de Ambrosio —. Si lo sigue amenazando le va a ir mal.

Queta se rió y sintió su risita forzada y nerviosa. Él la miraba con tranquila determinación, con ese sosegado hervor frenético en los ojos. Estuvieron callados, observándose, las caras a medio metro de distancia.

—¿Estás seguro que no te ha mandado él? —dijo Queta, por fin —. ¿Está asustado Bola de Oro de la pobre loca? ¿Es tan imbécil de asustarse de la pobre? Él la ha visto, él sabe en qué estado está. Tú también sabes cómo está. Tú también tienes tu espía ahí ¿no?

—Eso también —roncó Ambrosio. Queta lo vio juntar las rodillas y encogerse, lo vio incrustarse los dedos en las piernas. La voz se le había cuarteado —. Yo no le había hecho nada, conmigo no era la cosa. Y Amalia ha estado ayudándola, acompañándola en todo lo que le ha pasado. Ella no tenía por qué ir a contar eso.

—Qué ha pasado —dijo Queta; se inclinó un poco hacia él —. ¿Le ha contado a Bola de Oro lo de ti y Amalia?

—Que es mi mujer, que nos vemos cada domingo desde hace años, que está encinta de mí —se desgarró la voz de Ambrosio y Queta pensó va a llorar. Pero no: sólo lloraba su voz, tenía los ojos secos y opacos muy abiertos —. Se ha portado muy mal.

—Bueno —dijo Queta, enderezándose —. Es por eso que estás así, es por eso tu furia. Ahora ya sé por qué has venido.

—Pero ¿por qué? —siguió atormentándose la voz de Ambrosio —. ¿Pensando que con eso lo iba a convencer? ¿Pensando que con eso le iba a sacar más plata? ¿Por qué ha hecho una maldad así?

—Porque la pobre loca está ya medio loca de verdad —susurró Queta —. ¿Acaso no sabes? Porque quiere irse de aquí, porque necesita irse. No ha sido por maldad. Ya ni sabe lo que hace.

—Pensando si le cuento eso va a sufrir —dijo Ambrosio. Asintió, cerró los ojos un instante. Los abrió —: Le va a hacer daño, lo va a destrozar. Pensando eso.

—Por ese hijo de puta de Lucas, ése del que se enamoró, uno que está en México —dijo Queta —. Tú no sabes. Le escribe diciéndole ven, trae plata, nos vamos a casar. Ella le cree, está loca. Ya ni sabe lo que hace. No ha sido por maldad.

—Sí —dijo Ambrosio; alzó las manos unos milímetros y las volvió a hundir en sus piernas con ferocidad, su pantalón se arrugó —. Le ha hecho daño, lo ha hecho sufrir.

—Bola de Oro tiene que entenderla —dijo Queta —. Todos se han portado con ella como unos hijos de puta. Cayo Mierda, Lucas, todos los que recibió en su casa, todos los que atendió y…

—¿Él, él? —roncó Ambrosio y Queta se calló; ¿tenía las piernas listas para levantarse y correr, pero él no, se movió —. ¿Él se portó mal? ¿Se puede saber qué culpa tiene él? ¿Le debe algo él a ella? ¿Tenía obligación de ayudarla? ¿No le ha estado dando bastante plata? ¿Y al único que fue bueno con ella le hace una maldad así? Pero ya no más, ya se acabó. Quiero que usted se lo diga.

—Ya se lo he dicho —murmuró Queta —. No te metas, la que va a salir perdiendo eres tú. Cuando supe que Amalia le había contado que estaba esperando un hijo tuyo, se lo advertí. Cuidado con decirle a la chica que Ambrosio, cuidado con ir a contarle a Bola de Oro que Amalia. No armes líos, no te metas. Es por gusto, no lo hace por maldad, quiere llevarle plata a ese Lucas. Está loca.

—Sin que él le haya hecho nada, sólo porque él fue bueno y la ayudó —murmuró Ambrosio —. A mí no me hubiera importado tanto que le contara a Amalia lo de mí. Pero no hacerle eso a él. Eso era pura maldad, pura maldad.

—No te hubiera importado que le cuente a tu mujer —dijo Queta, mirándolo —. Sólo te importa Bola de Oro, sólo te importa el maricón. Eres peor que él. Sal de aquí de una vez.

—Le ha mandado una carta a la esposa de él —roncó Ambrosio y Queta lo vio bajar la cabeza, avergonzarse —. A la señora de él. Tu marido es así, tu marido y su chofer, pregúntale qué siente cuando el negro y dos páginas así. A la esposa de él. Dígame por qué. Ha hecho eso.

—Porque está medio loca —dijo Queta —. Porque quiere irse a México y no sabe lo que hace para...

—Lo ha llamado por teléfono a su casa —roncó Ambrosio y alzó la cabeza y miró a Queta y ella vio la demencia embalsada en sus ojos, la silenciosa ebullición —. Van a recibir la misma carta tus parientes, tus amigos, tus hijos. La misma que tu mujer. Tus empleados. A la única persona que se ha portado bien, al único que la ayudó sin tener por qué.

—Porque está desesperada —repitió Queta, alzando la voz —. Quiere ese pasaje para irse y que se lo dé, que…

—Se lo dio ayer —roncó Ambrosio —. Serás el hazmerreír, te hundo, te friego. Se lo llevó él mismo. No es sólo el pasaje. Está loca, quiere también cien mil soles. ¿Ve? Háblele usted. Que no lo moleste más. Dígale que es la última vez.

—No voy a decirle una palabra más —murmuró Queta —. No me importa, no quiero saber nada más. Que ella y Bola de Oro se maten, si quieren. No quiero meterme en líos. ¿Te has puesto así porque Bola de Oro te despidió? ¿Estas amenazas son para que el maricón te perdone lo de Amalia?

—No se haga la que no entiende —dijo Ambrosio —. No he venido a pelear, sino a que hablemos. Él no me ha despedido, él no me ha mandado aquí.

—Debiste decírmelo desde el principio —dijo don Fermín —. Tengo una mujer, vamos a tener un hijo, quiero casarme con ella. Debiste contarme todo, Ambrosio.

—Mejor para ti, entonces —dijo Queta —. ¿No la has estado viendo a escondidas tanto tiempo por miedo a Bola de Oro? Bueno, ya está. Ya sabe y no te despidió. La loca no lo hizo por maldad. No te metas más en este asunto, que se las arreglen ellos.

—No me botó, no le dio cólera, no me resondró —roncó Ambrosio —. Se compadeció de mí, me perdonó. ¿No ve que a una persona como él ella no puede hacerle maldades así? ¿No ve?

—Qué malos ratos habrás pasado. Ambrosio, cómo me habrás odiado —dijo don Fermín —. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos, Ambrosio?

—Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué —gimió Ambrosio, golpeando la cama con fuerza y Queta se puso de pie de un salto.

—¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? —dijo don Fermín —. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa, ten tus hijos. Puedes trabajar aquí todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.

—Él sabe manejarte —murmuró Queta, yendo de prisa hacia la puerta —. Él sabe lo que eres tú. No voy a decirle nada a Hortensia. Díselo tú. Y ay de ti si vuelves a poner los pies aquí o en mi casa.

—Está bien, ya me voy y no se preocupe, no pienso volver —murmuró Ambrosio, incorporándose; Queta había abierto la puerta y el ruido del bar entraba muy fuerte —. Pero se lo pido por última vez. Aconséjela, hágala entrar en razón. Que lo deje en paz para siempre ¿ve?

Había seguido de colectivero sólo tres semanas más, lo que duró la carcocha. Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño. Y a Ambrosio: apenas me falte un chofer te llamaré. Dos días después se había presentado en la cabaña don Alandro Pozo, el propietario, en son de paz: sí, ya sabía, perdiste el trabajo, se te murió la mujer, andabas de malas. Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte. Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe. Al verlo tan abatido, ella le preparó un café: al menos no te preocupe por Amalita Hortensia, seguiría con ella mientras tanto. Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo. ¿Le darían, Panta? Bueno, la verdad que aquí estaba difícil, Ambrosio ¿por qué no probaba en otro sitio? Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y además cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa. Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los "Almacenes Wong" y hasta había baldeado la Morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía. Así que haciendo de tripas corazón, un día se había presentado donde don Hilario: no a pelear, niño, a rogarle. Estaba jodido, don, que hiciera cualquier cosa por él.

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