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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (78 page)

—Tengo mis chóferes completitos —dijo don Hilario, con una sonrisa afligida —. No puedo botar a uno para contratarte.

—Bótelo al idiota de la Limbo, entonces, don —le pidió Ambrosio —. Aunque sea póngame a mí de guardián.

—Al idiota no le pago, sólo lo dejo que duerma ahí —le explicó don Hilario —. Ni que fuera loco para botarlo. El día de mañana encuentras trabajo y de dónde saco otro idiota que no me cueste un centavo.

—Cayó solito ¿ve? —dice Ambrosio —. ¿Y esos recibitos de cien al mes que me mostraba, dónde iba a parar esa plata?

Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia. Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía. Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.

—Parecía una burla —dice Ambrosio —. Como dos mil soles, imagínese. ¿Dos mil por el asesinato que cometieron?

Pero tampoco dijo nada: escuchó con la cara muy seria, asintiendo. ¿Y?, abrió las manos la señora. Entonces él le contó los apuros que pasaba, aumentándoselos para conmoverla. La señora le preguntó ¿tienes la seguridad social? Ambrosio no sabía. ¿De qué había trabajado antes? Un tiempito de colectivero, y antes de chofer de “Transportes Morales”.

—Entonces, tienes —dijo la señora —. Pregúntale a don Hilario tu número de seguro social. Con eso vas a la oficina del Ministerio a que te den tu carnet y con eso vuelves aquí. Sólo tendrás que pagar una parte.

Él ya sabía lo que iba a pasar, pero había ido para comprobarle otra viveza a don Hilario: le había soltado unos cocorocós, lo había mirado como pensando eres más tonto de lo que pareces.

—Cuál seguridad social —dijo don Hilario —. Eso es para los empleados fijos.

—¿No fui chofer fijo? —preguntó Ambrosio —. ¿Qué fui entonces, don?

—Cómo ibas a ser chofer fijo si no tienes brevete profesional —le explicó don Hilario.

—Claro que tengo —dijo Ambrosio —. Qué es esto, si no.

—Ah, pero no me lo dijiste y no es mi culpa —repuso don Hilario —. Además, no te declaré para hacerte un favor. Cobrando por recibo y no por planilla te librabas de los descuentos.

—Pero si cada mes usted me descontaba algo —dijo Ambrosio —. ¿No era para el seguro social?

—Era para la jubilación —dijo don Hilario —. Pero como dejaste la empresa, ya perdiste los derechos. La ley es así, complicadísima.

—Lo que más me ardió no eran las mentiras, sino que me contara cuentos tan imbéciles como el del brevete —dice Ambrosio —. ¿Qué es lo que le podía doler más? La plata, por supuesto. Ahí es donde había que vengarse de él.

Era martes y, para que el asunto saliera bien, tenía que esperar hasta el domingo. Pasaba las tardes donde doña Lupe y las noches con Pantaleón. ¿Qué sería de Amalita Hortensia si a él un día le pasaba algo, doña Lupe, por ejemplo si se moría? Nada, Ambrosio, seguiría viviendo con ella, ya era como su hijita, ésa con la que siempre soñó. En las mañanas iba a la playita del embarcadero o daba vueltas por la plaza, charlando con los vagabundos. El sábado por la tarde vio entrar a Pucallpa a “El Rayo de la Montaña” rugiente, polvoriento, bamboleando sus cajas y maletones sujetos con sogas, la camioneta atravesó la calle Comercio alzando un terral y se estacionó frente a la oficinita de “Transportes Morales”. Bajó el chofer, bajaron los pasajeros, descargaron el equipaje, y, pateando piedrecitas en la esquina, Ambrosio esperó que el chofer volviera a subir a "El Rayo de la Montaña" y arrancara: la llevaba al garaje de López, sí. Se fue donde doña Lupe y estuvo hasta el anochecer jugando con Amalita Hortensia, que se había desacostumbrado tanto a él que iba a cargarla y soltaba el llanto. Se presentó en el garaje antes de las ocho y sólo estaba la mujer de López: venía a llevarse la camioneta, señora, don Hilario la necesitaba. A ella ni se le ocurrió preguntarle ¿cuándo volviste a la Morales? Le señaló un rincón del descampado: ahí estaba. Y con gasolina y aceite y todo lo que hacía falta, sí.

—Yo había pensado desbarrancársela en alguna parte —dice Ambrosio —. Pero me di cuenta que era una estupidez y me fui con ella hasta Tingo. Conseguí un par de pasajeros por el camino y eso me alcanzó para gasolina.

Al entrar a Tingo María, a la mañana siguiente, dudó un momento y luego se dirigió al garaje de Itipaya: ¿cómo, volviste con don Hilario, negro?

—Me la he robado —dijo Ambrosio —. En pago de lo que él me robó a mí. Vengo a vendértela.

Itipaya se había quedado primero asombrado y luego se echó a reír: te volviste loco, hermano.

—Sí —dijo Ambrosio —. ¿Me la compras?

—¿Una camioneta robada? —se rió Itipaya —. Qué voy a hacer con ella. Todo el mundo conoce "El Rayo de la Montaña", don Hilario ya habrá sentado la denuncia.

—Bueno —dijo Ambrosio —. Entonces la voy a desbarrancar. Al menos, me vengaré.

Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro. Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más. ¿Cuánto, Itipaya, de una vez? Y además el riesgo, negro. ¿Cuánto, de una vez?

—Cuatrocientos soles —dice Ambrosio —. Menos que lo que dan por una bicicleta usada. Lo justo para llegar a Lima, niño.

VIII

—No es por fastidiar ni por nada —dice Ambrosio —. Pero ya es tardísimo, niño.

¿Qué más, Zavalita, qué más? La conversación con el Chispas, piensa, nada más. Después de la muerte de don Fermín, Ana y Santiago comenzaron a ir los domingos a almorzar donde la señora Zoila y allí veían también al Chispas y Cary, a Popeye y la Teté, pero luego, cuando la señora Zoila se animó a viajar a Europa con la tía Eliana que iba a internar a su hija mayor en un colegio de Suiza y a hacer una gira de dos meses por España, Italia y Francia, los almuerzos familiares cesaron, y más tarde no se reanudaron ni se reanudarán más, piensa: qué importaba la hora Ambrosio, salud Ambrosio. La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés. Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano. No se había olvidado de ella en el reparto de recuerdos europeos, Zavalita, también a ella le había tocado: una mantilla española, piensa, una blusa de seda italiana. En los cumpleaños y aniversarios, Ana y Santiago pasaban temprano y rápido a dar el abrazo, antes de que llegaran las visitas, y algunas noches Popeye y la Teté se aparecían en la quinta de los duendes a charlar o a sacarlos a dar una vuelta en auto. El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien. De lejitos, Zavalita, con sonrisitas, con bromitas: a él sí le importaba, niño, con perdón. Ya era tardísimo.

La conversación había sido bastante tiempo después de la muerte de don Fermín, una semana después de haber pasado de la sección locales a la página editorial de
La Crónica
, Zavalita, unos días antes que Ana perdiera su puesto en la Clínica. Te habían subido el sueldo quinientos soles, cambiado el horario de la noche a la mañana, ahora sí que no verías ya casi nunca a Carlitos, Zavalita, cuando encontró al Chispas saliendo de la casa de la señora Zoila. Habían hablado un momento de pie, en la vereda: ¿podían almorzar mañana juntos, supersabio? Claro, Chispas. Esa tarde habías pensado, sin curiosidad, de cuándo acá, qué querría. Y al día siguiente el Chispas vino a buscar a Santiago a la quinta de los duendes poco después del mediodía. Era la primera vez que venía y ahí estaba entrando, Zavalita, y ahí lo veías desde la ventana, dudando, tocando la puerta de la alemana, vestido de beige y con chaleco y esa camisa color canario de cuello muy alto. Y ahí estaba la mirada voraz de la alemana recorriendo al Chispas de pies a cabeza mientras le señalaba tu puerta: ésa, la letra "C". Y ahí estaba el Chispas pisando por primera y última vez la casita de duendes, Zavalita. Le dio una palmada, hola supersabio, tomó posesión con risueña desenvoltura de los dos cuartitos.

Te has buscado la cuevita ideal, flaco —miraba la mesita, el estante de libros, el crudo donde dormía Batuque —. El departamentito clavado para unos bohemios como tú y Ana.

Fueron a almorzar al Restaurant Suizo de la Herradura. Los mozos y el maitre conocían al Chispas por su nombre, le hicieron algunas bromas y revoloteaban a su alrededor efusivos y diligentes, y el Chispas te había exigido probar ese coctel de fresa, la especialidad de la casa flaco, almibarado y explosivo. Se sentaron en una mesa que daba al malecón: veían el mar bravo; el cielo con nubes del invierno, y el Chispas te sugería el chupe a la limeña para comenzar y de segundo el picante de gallina o el arroz con pato.

—El postre lo escojo yo —dijo el Chispas, cuando el mozo se alejaba con el pedido —. Panqueques con manjar blanco. Cae regio después de hablar de negocios.

—¿Vamos a hablar de negocios? —dijo Santiago —. Supongo que no vas a proponerme que trabaje contigo. No me amargues el almuerzo.

—Ya sé que oyes la palabra negocios y te salen ronchas, bohemio —se rió el Chispas —. Pero esta vez no te puedes librar, aunque sea un ratito. Te he traído aquí a ver si con platos picantes y cerveza helada te tragas mejor la píldora.

Se volvió a reír, algo artificialmente ahora, y mientras reía había brotado ese fulgor de incomodidad en sus ojos, Zavalita, esos puntitos brillantes e inquietos: ah flaco bohemio, había dicho dos veces, ah flaco bohemio. Ya no alocado, descastado, acomplejado y comunista, piensa. Piensa: algo más cariñoso, más vago, algo que podía ser todo. Flaco, bohemio, Zavalita.

—Pásame la píldora de una vez, entonces —dijo Santiago —. Antes del chupe.

—A ti te importa todo un pito, bohemio —dijo el Chispas, dejando de reír conservando un halo de sonrisa en la cara rasurada; pero en el fondo de sus ojos continuaba, aumentaba la desazón y aparecía la alarma, Zavalita —. Tantos meses que murió el viejo y ni se te ha ocurrido preguntar por los negocios que dejó.

—Tengo confianza en ti —dijo Santiago —. Sé que harás quedar bien el nombre comercial de la familia.

—Bueno, vamos a hablar en serio —el Chispas apoyó los codos en la mesa, la quijada en su puño y ahí estaba el brillo azogado, su continuo parpadeo, Zavalita.

—Apúrate —dijo Santiago —. Te advierto que llega el chupe y se terminan los negocios.

—Han quedado muchos asuntos pendientes, como es lógico —dijo el Chispas, bajando un poco la voz. Miró las mesas vacías del contorno, tosió y habló con pausas, eligiendo las palabras con una especie de recelo —. El testamento, por ejemplo. Ha sido muy complicado, hubo que seguir un trámite largo para hacerlo efectivo. Tendrás que ir donde el notario a firmar un montón de papeles. En este país todo son enredos burocráticos, papeleos, ya sabes.

El pobre no sólo estaba confuso, incómodo, piensa, estaba asustado. ¿Había preparado con mucho cuidado esa conversación, adivinado las preguntas que le harías, imaginado lo que le pedirías y exigirías, previsto que lo amenazarías? ¿Tenía un arsenal de respuestas y explicaciones y demostraciones? Piensa: estabas tan avergonzado, Chispas. A ratos se callaba y se ponía a mirar por la ventana. Era noviembre y todavía no habían alzado las carpas ni venían bañistas a la playa; algunos automóviles circulaban por el malecón, y grupos ralos de personas caminaban frente al mar gris verdoso y agitado. Olas altas y ruidosas reventaban a lo lejos y barrían toda la playa y había patillos blancos planeando silenciosamente sobre la espuma.

—Bueno, la cosa es así —dijo el Chispas —. El viejo quería arreglar bien las cosas, tenía miedo que se repitiera el ataque de la vez pasada. Habíamos empezado, cuando murió. Sólo empezado. La idea era evitar los impuestos a la sucesión, los malditos papeleos. Fuimos dando un aspecto legal al asunto, poniendo las firmas a mi nombre, con contratos simulados de traspaso, etcétera. Tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta. La idea del viejo no era dejarme a mí todos los negocios ni mucho menos. Sólo evitar las complicaciones. Íbamos a hacer todos los traspasos y al mismo tiempo a dejar bien arreglado lo de tus derechos y los de la Teté. Y los de la mamá, por supuesto.

El Chispas sonrió y Santiago también sonrió. Acababan de traer el chupe, Zavalita, los platos humeaban y el vaho se mezclaba con esa súbita, invisible tirantez, esa atmósfera puntillosa y recargada que se había instalado en la mesa.

—El viejo tuvo una buena idea —dijo Santiago —. Era lo más lógico poner todo a tu nombre para evitar complicaciones.

—Todo no —dijo el Chispas, muy rápido, sonriendo, alzando un poco las manos —. Sólo el laboratorio, la compañía. Sólo los negocios. No la casa ni el departamento de Ancón. Además, comprenderás que el traspaso es más bien una ficción. Que las firmas estén a mi nombre no quiere decir que yo me voy a quedar con todo eso. Ya está arreglado lo de la mamá, lo de la Teté.

—Entonces todo está perfecto —dijo Santiago —. Se acabaron los negocios y ahora empieza el chupe. Mira qué buena cara tiene, Chispas.

Ahí su cara, Zavalita, su pestañeo, su parpadeo, su reticente incredulidad, su incómodo alivio y la viveza de sus manos alcanzándote el pan, la mantequilla, y llenándote el vaso de cerveza.

—Ya sé que te estoy aburriendo con esto —dijo el Chispas —. Pero no se puede dejar que pase más tiempo. También hay que arreglar tu situación.

—Qué pasa con mi situación —dijo Santiago —. Pásame también el ají.

—La casa y el departamento se iban a quedar a nombre de la mamá, como es natural —dijo el Chispas —. Pero ella no quiere saber nada con el departamento, dice que no volverá a poner los pies en Ancón. Le ha dado por ahí. Hemos llegado a un acuerdo con la Teté. Yo le he comprado las acciones que le hubieran correspondido en el laboratorio, en las otras firmas. Es como si hubiera recibido la herencia ¿ves?

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