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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (74 page)

—Y se echó a reír —susurró Ambrosio —. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía.

Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con las narices muy abiertas. Su pecho subía y bajaba lentamente.

—¿Era la primera vez? —dijo Queta —. ¿Antes nunca nadie te había?

—Sí, sentía miedo —se quejó él —. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente del Ejército y los dos callados. Sí, la primera vez. No había ni un alma en las calles. En la carretera tuve que poner las luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De repente vi la aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.

—Ya apagaron las luces de la calle —se distrajo un instante Queta, y volvió —: ¿Sentiste qué?

—Pero no choqué, no choqué —repitió él con furia, estrujando la rodilla —. Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar.

De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera. Brincando, crujiendo; recuperó el equilibrio cuando pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó la velocidad, temblando.

—¿Usted cree que en el frenazo, con la patinada me soltó? —se quejó Ambrosio, vacilando —. La mano seguía aquí, así.

—Quién te ordenó parar —dijo la voz de don Fermín —. He dicho a Ancón.

—Y la mano ahí, aquí —susurró Ambrosio —. Yo no podía pensar y arranqué de nuevo y no sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en la aguja. No me había soltado. La mano seguía así.

—Te caló apenas te vio —murmuró Queta, echándose de espaldas —. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo.

—Pensaba voy a chocar y aumentaba la velocidad —se quejó Ambrosio, jadeando —. La aumentaba ¿ve?

—Se dio cuenta que te morirías de miedo —dijo Queta con sequedad, sin compasión —. Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.

—Voy a chocar, voy a chocar —jadeó Ambrosio —. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?

—Tenías miedo porque eres un servil —dijo Queta con asco —. Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.

—La cabeza me daba sólo para eso —susurró Ambrosio, más agitado —. Si no me suelta voy a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.

Ambrosio había vuelto de "Transportes Morales” con una cara que Amalia inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su lado silencioso y sin mirarla, salir a la huerta, sentarse en la silleta desfondada, sacarse los zapatos, prender un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar la yerba con ojos asesinos.

—Esa vez no hubo chifita ni cerveciolas —dice Ambrosio —. Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro.

Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida. Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos. Ambrosio los había manoseado sin verlos, Amalia, y se había sentado frente al escritorio: qué malas noticias le daba, don Hilario.

—Malísimas —había reconocido él —. El momento está tan malo para los negocios que la gente no tiene plata ni para morirse.

—Voy a decirle una cosa, don Hilario —había dicho Ambrosio, después de un momento, con todo respeto —. Fíjese, seguro usted tiene razón. Seguro que dentro de poco el negocio dará ganancias.

—Segurísimo —había dicho don Hilario —. El mundo es de los pacientes.

—Pero yo ando mal de plata y mi mujer espera otro hijo —había continuado Ambrosio —. Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo.

Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.

—Así que voy a dejarle "Ataúdes Limbo” para usted solito —había explicado Ambrosio —. Prefiero que me devuelva mi parte. Para trabajarla por mí cuenta, don. A ver si tengo más suerte.

Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la yerba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo. No se había reído. Había observado a don Hilario que se estremecía en su silla, abanicándose de prisa, y esperado con parsimoniosa seriedad que dejara de reírse.

—¿Así que creías que era una cuenta de ahorro? —había tronado al fin, secándose la transpiración de la frente, y la risa lo había vencido de nuevo. ¿Que uno ponía y sacaba la plata cuando quería?

—Cocorocó, quiquiriquí —dice Ambrosio —. Lloró de risa, se puso colorado de risa, se cansó de reírse. Y yo esperando, tranquilo.

—No es tontería ni viveza pero no sé qué es —había golpeado la mesa don Hilario, congestionado y húmedo —. Dime qué es lo que crees que soy. ¿Cojudo, imbécil, qué soy yo?

—Primero se ríe, después se enoja —había dicho Ambrosio —. No sé qué le pasa a usted, don.

—Si te digo que el negocio se hunde ¿qué cosa es lo que se está hundiendo? —se había hasta puesto a hacer adivinanzas, Amalia, y había mirado a Ambrosio con lástima —. Si tú y yo ponemos en un bote quince mil soles cada uno y el bote se hunde en el río ¿qué cosa es lo que se hunde con el bote?

—¿Ataúdes Limbo? no se ha hundido —había afirmado Ambrosio —. Ahí sigue enterita frente a mi casa.

—¿Quieres venderla, traspasarla? —había preguntado don Hilario —. Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.

—¿Quiere decir que nunca más voy a ver ni un sol de los quince mil que le di? —había dicho Ambrosio.

—Alguien que al menos me devuelva la plata extra que te he adelantado —había dicho don Hilario —. Mil doscientos ya, aquí están los recibitos. ¿O ya ni te acordabas?

—Quéjate a la policía, denúncialo —había dicho Amalia —. Que lo obliguen a devolverte tu plata.

Esa tarde, mientras Ambrosio fumaba un cigarrillo tras otro, instalado en la silla desfondada, Amalia había sentido ese inubicable escozor, esos vacíos ácidos en la boca del estómago de sus peores momentos con Trinidad: ¿iban a comenzar otra vez las desgracias aquí? Habían comido mudos y luego se había presentado doña Lupe a conversar, pero al verlos tan serios se había despedido al ratito. En la noche, acostados, Amalia le había preguntado qué vas a hacer. No sabía todavía, Amalia, estaba pensando. Al día siguiente, Ambrosio había partido tempranito, sin llevarse el fiambre para el viaje. Amalia había sentido náuseas y cuando entró doña Lupe, a eso de las diez, la había encontrado vomitando. Estaba contándole lo que pasaba cuando había llegado Ambrosio: pero cómo, ¿no se había ido a Tingo? No, "El Rayo de la Montaña" estaba en reparación en el garaje. Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.

—Esta mañana has estado desparramando insolencias por el pueblo —morado de cólera, doña Lupe, alzando tanto la voz que Amalita Hortensia se había despertado llorando —. Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata.

Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.

—Además de tonto, eres desconfiado y deslenguado —gritando, gritando —. ¿Así que le has dicho a la gente que me vas a ajustar las clavijas con la policía? Está bien, las cosas claras. Levántate, vamos de una vez.

—Estoy comiendo —había murmurado Ambrosio, apenas —. Adónde quiere que vaya, don.

—A la policía —había bramado don Hilario —. A hacer las cuentas delante del Mayor. A ver quién le debe plata a quién, malagradecido.

—No se ponga así don Hilario —le había rogado Ambrosio —. Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita.

Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas. Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre las íes, que se levantara, vamos a ver al Mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.

—Entonces, en el futuro nada de amenazas ni de habladurías —había dicho don Hilario, calmándose un poco —. Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido.

Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar. Sí, ya habían comenzado de nuevo. Pero había sentido más cólera contra Ambrosio que contra don Hilario y entrado al cuarto corriendo:

—Por qué te dejaste tratar así, por qué te achicaste así. Por qué no fuiste a la policía y lo acusaste.

—Por ti —había dicho Ambrosio mirándola con pena —. Pensando en ti. ¿Ya te olvidaste? ¿Ya ni te acuerdas por qué estamos en Pucallpa? No fui a la policía por ti, me achiqué por ti.

Ella se había puesto a llorar le había pedido perdón y en la noche había vomitado de nuevo.

—Me dio seiscientos soles de indemnización —dice Ambrosio —. Con eso duramos no sé, cómo un mes. Me las pasé buscando trabajo. En Pucallpa es más fácil encontrar oro que trabajo. Por fin conseguí un trabajito de hambre, como colectivero a Yarinacocha. Y al tiempito vino el puntillazo, niño,

VI

¿Esos primeros meses de matrimonio sin ver a los viejos ni a tus hermanos, casi sin saber de ellos, habías sido feliz, Zavalita? Meses de privaciones y de deudas, pero se te han olvidado y los malos períodos nunca se olvidan, piensa. Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda. Doña Lucía había aceptado que Ana utilizara la cocina a condición que no interfiriera en sus horarios, de modo que Ana y Santiago tenían que almorzar y comer muy temprano o tardísimo. Luego Ana y doña Lucía comenzaron a discutir por el cuarto de baño y la mesa de planchar, el uso de plumeros y escobas y el desgaste de las cortinas y sábanas. Ana había intentado volver a "La Maison de Santé”, pero no había vacante y debieron pasar dos o tres meses antes de que encontrara un empleo de medio turno en la Clínica Delgado. Entonces empezaron a buscar departamento. Al regresar de
La Crónica
, Santiago encontraba a Ana despierta, revisando los avisos clasificados, y mientras él se desvestía ella le contaba sus gestiones y andanzas. Era su felicidad, Zavalita: marcar los avisos, llamar por teléfono, preguntar y regatear, visitar cinco o seis al salir de la clínica. Y, sin embargo, había sido Santiago el que encontró casualmente la quinta de los duendes de Porta. Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y al subir hacia la Diagonal la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios. Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.

Si Ana tenía su turno en la clínica Delgado en la mañana, Santiago al despertar a mediodía encontraba el desayuno listo para calentarlo. Se quedaba leyendo hasta que fuera hora de ir al diario o salía a hacer alguna comisión y Ana regresaba a eso de las tres. Almorzaban, él partía a trabajar a las cinco y volvía a las dos de la mañana. Ana estaba hojeando una revista, oyendo radio o jugando naipes con la vecina, la alemana de quehaceres mitómanos (un día era agente de la Interpol, otro exilada política, otro representante de consorcios europeos destacada al Perú en misteriosas misiones) que vivía sola y los días de sol salía a calentarse en el rectángulo en traje de baño. Y ahí estaba el rito de los sábados, Zavalita, tu día libre. Se levantaban tarde, almorzaban en casa, iban a la matiné a un cine de barrio, daban una caminata por los Malecones o el Parque Necochea o la avenida Pardo (¿de qué hablábamos?, piensa, ¿de qué hablamos?), siempre por sitios previsiblemente solitarios para no toparse con el Chispas o los viejos o la Teté, al anochecer comían en algún restaurant barato (el "Colinita", piensa, los fines de mes en el “Gambrinus”), en las noches volvían a zambullirse en un cine, uno de estreno si alcanzaba. Al principio, elegían las películas con equidad: una mexicana en la tarde, una policial o un western en la noche. Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.

No habías vuelto al "Negro-Negro" con Carlitos, Zavalita, no habías vuelto con ellos a ver de gorra los shows de las boites ni a los bulines. No se lo pedían, no insistían, y un día empezaron a hacerle bromas: te volvías serio Zavalita, te aburguesabas Zavalita. ¿Había sido Ana feliz, era, eres Anita? Ahí su voz en la oscuridad, una de esas noches en que hacían el amor: no tomas, no eres mujeriego, claro que soy, amor. Una vez Carlitos había llegado a la redacción más borracho que de costumbre; vino a sentarse en el escritorio de Santiago y estuvo mirándolo en silencio, con expresión rencorosa: ya sólo se veían y hablaban en esta tumba, Zavalita. Unos días después, Santiago lo invitó a almorzar a la quinta de los duendes. Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebosado de mentiras. Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían. Desde entonces Carlitos no había vuelto a la casa. Piensa: juro que iré a verte.

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