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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (76 page)

—A veces ni el trago, ni la yohimbina, ni nada —se quejó Ambrosio —. Él se da cuenta, yo veo que se da. Pone unos ojos que dan pena, una voz. Tomando, tomando. Lo he visto echarse a llorar ¿ve? Dice anda vete y se encierra en su cuarto. Lo oigo hablando solo, gritándose. Se pone como loco de vergüenza ¿ve?

—¿Se enoja contigo, te hace escenas de celos? —dijo Queta —. ¿Cree que?

—No es tu culpa, no es tu culpa —gimió don Fermín —. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.

—Se pone de rodillas ¿ve? —gimió Ambrosio —. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?

Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.

—A ti te da pena él por eso —murmuró con una furia sorda —. A mí me da pena por ti más bien.

—A veces ni con ésas, ni por ésas —gimió Ambrosio, bajito —. Yo pienso se va a enfurecer, se va a enloquecer, va a. Pero no, no. Anda vete, dice, tienes razón, déjame solo, vuelve dentro de dos horas, dentro de una.

—¿Y cuando puedes hacerle el favor? —dijo Queta —. ¿Se pone feliz, saca su cartera y?

—Le da vergüenza, también —gimió Ambrosio —. Se va al baño, se encierra y no sale nunca. Yo voy al otro bañito me ducho, me jabono. Hay agua caliente y todo. Vuelvo y él no ha salido. Se está horas lavándose, se echa colonias. Sale pálido, no habla. Anda al auto dice, ya bajo. Déjame en el centro, dice, no quiere que lleguemos juntos a su casa. Tiene vergüenza ¿ve?

—¿Y los celos? —dice Queta —. ¿Cree que tú nunca andas con mujeres?

—Nunca me pregunta nada de eso —dijo Ambrosio, apartando el brazo de su cara —. Ni qué hago en mi día libre ni nada, sólo lo que yo le cuento. Pero yo sé lo que sentiría si supiera que ando con mujeres. No por celos ¿no se da cuenta? Por vergüenza, miedo de que vayan a saber. No me haría nada, no se enojaría. Diría anda vete, nada más. Yo sé cómo es. No es de los que insultan, no sabe tratar mal a la gente. Diría no importa, tienes razón pero anda vete. Sufriría y sólo haría eso ¿ve? Es un señor, no lo que usted cree.

—Bola de Oro me da más asco que Cayo Mierda —dijo Queta.

Esa noche, entrando al octavo mes, había sentido dolores en la espalda y Ambrosio, semidormido y de malagana, le había hecho unos masajes. Había despertado ardiendo y con una flojera tan grande que cuando Amalita Hortensia comenzó a quejarse, ella se había puesto a llorar, angustiada por la idea de tener que levantarse. Cuando se había sentado en la cama había visto unas manchas color chocolate en el colchón.

—Creyó que la criatura se le había muerto en la barriga —dice Ambrosio —. Se olió algo, porque se puso a llorar y me obligó a llevarla al hospital. No te asustes, de qué te asustas.

Habían hecho la cola de costumbre, mirando los gallinazos del techo de la Morgue, y el doctor le había dicho a Amalia te internas ahora mismo. ¿Por qué le había salido eso, doctor? Iban a tener que inducirte el parto, mujer, había explicado el doctor. ¿Cómo inducirte, doctor?, y él nada, mujer, nada grave.

—Ahí se quedó —dice Ambrosio —. Le traje sus cosas, dejé a Amalita Hortensia con doña Lupe, me fui a manejar la carcochita. En la tarde regresé a verla. Le habían dejado el brazo y la nalga morados de tanta inyección.

La habían puesto en la sala común: hamacas y catres tan pegados que las visitas tenían que estar paradas al pie de la cama porque no había espacio para acercarse al paciente. Amalia se había pasado la mañana viendo por una larga ventana alambrada las chozas de la nueva barriada que estaba creciendo detrás de la Morgue. Doña Lupe había venido a verla con Amalita Hortensia pero una enfermera le había dicho no traiga más a la niña. Ella le había pedido a doña Lupe que cuando pudiera fuera a la cabaña a ver qué necesita Ambrosio, y doña Lupe por supuesto, también le haré la comida.

—Una enfermera me anunció parece que van a tener que operarla —dice Ambrosio —. ¿Y eso es grave? No, no es. Me engañaron ¿ve, niño?

Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio. Ella se había asustado: no, no quería. Era por su bien, sonsa. Ella se había puesto a llorar y todos los enfermos los habían mirado.

—La vi tan muñequeada que comencé a inventarle mentiras —dice Ambrosio —. Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados.

Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer. Le rogaría, le lloraría y el doctor le haría caso: más inyecciones, más remedios, lo que fuera pero no me opere, había sufrido tanto la vez pasada, doctor. En la mañana les habían traído unas latas de café a todos los enfermos de la sala, menos a ella. Había venido la enfermera y sin decir palabra le había puesto una inyección. Ella había comenzado a rogarle llame al doctor, tenía que hablarle, lo iba a convencer, pero la enfermera no le había hecho caso: ¿creía que la iban a operar por gusto, sonsa? Después con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla y cuando habían comenzado a arrastrarla ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa. Ella le había rogado, contado de la Maternidad, lo que había sufrido y el doctor había movido su cabeza: bueno, bien, calma. Así hasta que había entrado la enfermera de la mañana: ahí estaba ya tu marido, basta de llanto.

—Se me prendió —dice Ambrosio —. Que no me opere, no quiero. Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño?

La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura. Al fin ella había dicho bueno y que se iba a portar bien. Entonces la habían arrastrado en la camilla. Ambrosio la había seguido hasta la puerta de otra sala, diciéndole algo que ella apenas había oído.

—Se la olía, niño —dice Ambrosio —. Si no por qué tan desesperada, tan asustada.

La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa. Ella les había rogado levántenme la cabeza, así se ahogaba, pero en vez de hacerle caso le habían dicho sí, ya, calladita, está bien. Los dos hombres de blanco habían seguido hablando y las enfermeras dando vueltas a su alrededor. Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres. Mientras iba contando había sentido que se le moría la voz.

—Yo tenía que trabajar, encima eso —dice Ambrosio —. La metieron a la sala y me fui del hospital, pero entré donde doña Lupe y me dijo pobrecita, cómo no te has quedado hasta que termine la operación. Así que volví al hospital, niño.

Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.

—Ni donde sentarse —dice Ambrosio —. Ahí parado, fumándome todos los cigarros que tenía. Después llegó doña Lupe y también se puso a esperar y no la sacaban nunca de la sala.

No se había movido, se le había ocurrido que al menor movimiento muchas agujas empezarían a punzarla. No había sentido dolor sino una pesada, sudorosa amenaza de dolor y a la vez mucha flojera y había podido oír, como si hablaran secreteándose o estuvieran lejísimos, las voces de Ambrosio, de doña Lupe, y hasta la voz de la señora Hortensia: ¿había nacido, era hombre o mujer?

—Por fin salió una enfermera empujando, quítense —dice Ambrosio —. Se fue y volvió trayendo algo. ¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse.

Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas. Alguien se había agachado sobre ella y había sentido su aliento contra su boca y sus labios en su cara. Creen que te vas a morir, había pensado, creen que te has muerto. Había sentido una gran admiración y mucha pena de todos.

—Que podía salvarse quería decir que también podía morirse —dice Ambrosio —. Doña Lupe se puso a rezar de rodillas. Yo me fui a apoyar en la pared, niño.

No había podido darse cuenta cuánto rato pasaba entre una cosa y otra y había seguido oyendo que hablaban pero ahora también largos silencios que se oían, que sonaban. Había sentido siempre que flotaba, que se hundía un poquito en el agua y que salía y que se hundía y había visto repentinamente la cara de Amalita Hortensia. Había oído: límpiate bien los pies antes de entrar a la casa.

—Después salió el doctor y me puso una mano aquí —dice Ambrosio —. Hicimos todo por salvar a tu mujer, que Dios no lo había querido y no sé cuántas cosas más, niño.

Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.

—La velamos en el Hospital —dice Ambrosio —. Vinieron todos los choferes de la Morales y de la Pucallpa, y hasta el desgraciado de don Hilario vino a dar el pésame.

Le había dado cada vez más lástima mientras se hundía y sentía que descendía y vertiginosamente caía y sabía que las cosas que oía se iban quedando allá y que sólo podía, mientras se hundía, mientras caía, llevarse esa terrible lástima.

—La enterramos en uno de los cajones de la Limbo —dice Ambrosio —. Hubo que pagar no sé cuánto en el cementerio. Yo no tenía. Los chóferes hicieron una colecta y hasta el desgraciado de don Hilario dio algo. Y el mismo día que la enterré, el hospital mandó a cobrar la cuenta. Muerta o no muerta había que pagar la cuenta. ¿Con qué, niño?

VII

—¿Cómo fue, niño? —dice Ambrosio —. ¿Sufrió mucho antes de?

Había sido algún tiempo después de la primera crisis de diablos azules de Carlitos, Zavalita. Una noche había anunciado en la redacción, con aire resuelto: no voy a chupar un mes. Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis. Al terminar el mes anunció: ahora el desquite. Había comenzado a beber esa noche al salir del trabajo, primero con Norwin y con Solórzano en chinganas del centro, luego con unos redactores de deportes que encontraron en una cantina festejando un cumpleaños, y había amanecido bebiendo en la Parada, contó él mismo después, con desconocidos que le robaron la cartera y el reloj. Esa mañana lo vieron en las redacciones de
Última Hora
y de
La Prensa
, pidiendo plata prestada y al atardecer lo encontró Arispe, sentado en el Portal, en una mesita del Bar Zelap, la nariz como un tomate y los ojos disueltos, bebiendo solo. Se sentó a su lado pero no pudo hablarle. No estaba borracho, contó Arispe, sino macerado en alcohol. Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía. Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas. Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.

—Parece que no —dice Santiago —. Parece que murió dormido.

Había sido un mes después del matrimonio de Chispas y Cary, Zavalita. Ana y Santiago recibieron parte e invitación pero no fueron ni llamaron ni mandaron flores. Popeye y la Teté no habían tratado siquiera de convencerlos. Se habían presentado en la quinta de los duendes, unas semanas después de regresar de la luna de miel y no estaban resentidos. Les contaron con lujo de detalles su viaje por México y Estados Unidos y luego fueron a dar una vuelta en el auto de Popeye y se tomaron unos milk-shakes en La Herradura. Habían seguido viéndose ese año cada cierto tiempo, en la quinta y alguna vez en San Isidro, cuando Popeye y la Teté estrenaron su departamento. Por ellos te enterabas de las novedades, Zavalita: el compromiso del Chispas, los preparativos de matrimonio, el futuro viaje de los papás a Europa. Popeye estaba absorbido por la política, acompañaba a Belaúnde en sus giras por provincias y la Teté esperaba bebé.

—El Chispas se casó en febrero y el viejo murió en marzo —dice Santiago —. Él y la mamá estaban por irse a Europa, cuando ocurrió.

—¿Murió en Ancón, entonces? —dice Ambrosio.

—En Miraflores —dice Santiago —. Ese verano no habían ido a Ancón por el matrimonio del Chispas. Habían estado yendo a Ancón sólo los fines de semana, creo.

Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió de la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor. Al principio, fue un fastidio, motivo de discusiones. Se orinaba en la salita, en las camas, en el cuarto de baño, y cuando Ana, para enseñarle a hacer sus cosas afuera, le daba un manazo en el trasero y le hundía el hocico en el charco de caquita y de pis, Santiago salía en su defensa y se peleaban, y cuando comenzaba a mordisquear algún libro y Santiago le pegaba, Ana salía en su defensa y se peleaban. Al poco tiempo aprendió: rascaba la puerta de calle cuando quería orinar y miraba el estante como si estuviera electrizado. Los primeros días durmió en la cocina, sobre un crudo, pero en las noches aullaba y venía a ulular ante la puerta del dormitorio, así que acabaron por instalarlo en un rincón, junto a los zapatos. Poco a poco fue conquistando el derecho de subir a la cama. Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia se estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó. Luego de unos segundos de inmovilidad, agitó la colita, avanzó hacia la libertad y en eso los golpes en la ventana y la cara de Popeye.

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