Mo se limitó a asentir y guió a Meggie por el estrecho pasillo. Cuando bajaban por el callejón que desembocaba en la plaza donde estaba su coche, Fenoglio los seguía a unos metros de distancia. Sus nietos saltaban a su alrededor como tres cachorros de perro.
Sólo entonces colocó ella su libro. Y me miró.
—La vida no es justa,
Bill —dijo—. Contamos a nuestros hijos que lo es, pero es una maldad. No es una simple mentira, sino una mentira cruel. La vida ni es justa, ni lo ha sido, ni lo será.
William Goldman
,
La princesa prometida
Dedo Polvoriento estaba sentado en los fríos escalones de piedra, esperando. Se sentía agarrotado por el miedo. De qué, ni siquiera él mismo lo sabía. Tal vez el monumento situado a su espalda le recordase demasiado la muerte. Siempre había temido a la muerte. Se la imaginaba fría, como una noche sin fuego. En cualquier caso, con el paso del tiempo casi había llegado a temerle más a otra cosa, y era a la tristeza. Desde que Lengua de Brujo lo había traído a este mundo, lo seguía como si fuese su sombra. Una tristeza que lastraba sus miembros y tornaba el cielo gris.
A su lado, el chico subía los escalones a saltos. Subía y bajaba, incansable, ligero y con expresión satisfecha, como si Lengua de Brujo lo hubiera traído derechito al paraíso. ¿Qué le hacía tan feliz? Dedo Polvoriento acechó a su alrededor; examinó las casas estrechas, de color amarillo pálido, rosa, melocotón, los postigos verde oscuro de las ventanas y los techos cubiertos de tejas de un rojo herrumbroso, la adelfa de ramas llameantes que florecía ante un muro, los gatos que rondaban por los muros cálidos. Farid se acercó sigiloso a uno de ellos, lo agarró por la piel grisácea y se lo puso en el regazo a pesar de que le hundió las garras en el muslo.
—¿Sabes lo que hacen aquí para que los gatos no se multipliquen demasiado? —Dedo Polvoriento estiró las piernas y entrecerró los ojos por el sol—. En cuanto llega el invierno, la gente mete en casa a sus propios gatos y coloca delante de la puerta escudillas con comida envenenada para los vagabundos.
Farid acariciaba las orejas puntiagudas del gato gris. En el rostro hierático del chico no quedaba ni rastro de la alegría ronroneante que lo había hecho parecer tan dichoso unos momentos antes. Dedo Polvoriento desvió deprisa los ojos. ¿Por qué había dicho eso? ¿Le había molestado la felicidad que se reflejaba en el rostro del chico?
Farid dejó que el gato se alejase corriendo y subió los escalones del monumento.
Cuando regresaron los otros dos, continuaba sentado allí arriba, sobre el muro, las piernas encogidas. Lengua de Brujo no llevaba ningún libro en la mano. Parecía tenso… y tenía los remordimientos escritos en la frente.
¿Por qué? ¿Por qué le remordía la conciencia a Lengua de Brujo? Dedo Polvoriento lo miró con desconfianza, sin saber qué buscaba. A Lengua de Brujo siempre se le notaban sus sentimientos en la cara, era un libro siempre abierto cuyas páginas podía leer cualquier desconocido. Su hija era diferente. Resultaba mucho más difícil descifrar lo que sucedía en su interior. Pero ahora, cuando se dirigía hacia él, Dedo Polvoriento creyó vislumbrar un asomo de preocupación en sus ojos, quizás incluso de compasión. ¿Sería por él? ¿Qué le había contado ese escritorzuelo de tres al cuarto para que la niña lo mirase de ese modo?
Se incorporó sacudiéndose el polvo de los pantalones.
—Ya no le quedaba ningún ejemplar, ¿verdad? —inquirió cuando los dos se plantaron ante él.
—Así es. Se los robaron todos —respondió Lengua de Brujo—. Ya hace años.
Su hija no quitaba ojo a Dedo Polvoriento.
—¿Por qué me miras con tanta fijeza, princesa? —le espetó a Meggie con tono grosero—. ¿Sabes acaso algo que yo ignoro?
Había dado en el blanco. Sin querer. No había pretendido acertar, y menos aún que fuese verdad. La niña se mordió los labios, sin dejar de observarlo con esa mezcla de piedad y preocupación.
Dedo Polvoriento se pasó las manos por la cara; las cicatrices dibujadas en su rostro le parecieron una postal: demasiados recuerdos de Basta. Ni un solo día lograba olvidar al perro rabioso de Capricornio, por mucho que se esforzara. «Para que en el futuro les gustes aún más a las chicas», le había cuchicheado Basta al oído antes de limpiar la sangre de su navaja.
—¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! —Dedo Polvoriento le propinó una patada tan iracunda al muro más próximo que el pie le dolió durante varios días—. ¡Le has hablado de mí a ese escritorzuelo! — increpó a Lengua de Brujo—. Y ahora ¡hasta tu hija sabe más de mí que yo mismo! Bueno, pues suéltalo. Yo también deseo saberlo. Cuéntamelo. Siempre has querido contármelo. Basta me ahorca, ¿es eso? Me estira el cuello, me estrangula hasta dejarme más tieso que un palo, ¿verdad? Pero ¿qué puede importarme eso? Ahora Basta está aquí. ¡La historia ha cambiado, tiene que haber cambiado! Basta no puede hacerme nada si me devuelves al lugar al que pertenezco.
Dedo Polvoriento dio un paso hacia Lengua de Brujo. Deseaba agarrarlo, agitarlo, pegarle, por todo lo que le había hecho, pero la niña se interpuso.
—¡Quieto! ¡No es Basta! —gritó, mientras lo obligaba a retroceder—. Es alguno de los secuaces de Capricornio que te está esperando. Ellos quieren matar a
Gwin,
pero tú intentas ayudarla y te matan a ti. ¡Nada ha cambiado al respecto! Sucederá, es así de simple, y no puedes hacer nada para evitarlo. ¿Lo entiendes? Por eso tienes que quedarte aquí, no puedes volver, ¡bajo ninguna circunstancia!
Dedo Polvoriento clavaba sus ojos en la niña como si de ese modo pudiera obligarla a callar, pero ella aguantó su mirada. Intentó incluso coger su mano.
—¡Alégrate de estar aquí! —balbució mientras se apartaba de ella—. Aquí puedes esquivarlos. Y marcharte lejos, muy lejos, y… —su voz enmudeció.
A lo mejor había visto las lágrimas en los ojos de Dedo Polvoriento. Enfadado, él se las enjugó con la manga. Acechó en torno suyo, como un animal que ha caído en una trampa y busca una salida. Pero no había ninguna. Ni hacia delante y, lo que era mucho peor, tampoco hacia atrás.
Enfrente, en la parada del autobús, tres mujeres los observaban muertas de curiosidad. Dedo Polvoriento solía atraer las miradas sobre su persona, todos notaban que no pertenecía a este mundo. Sería un extranjero para siempre.
Al otro lado de la plaza tres niños y un viejo jugaban al fútbol con una lata. Farid los miró. La mochila de Dedo Polvoriento colgaba de sus hombros delgados y tenía pelos grises de gato adheridos a sus pantalones. Profundamente sumido en sus cavilaciones, introducía los dedos desnudos de sus pies entre los adoquines. Acostumbraba a quitarse las deportivas que le había comprado Dedo Polvoriento para caminar descalzo incluso por el asfalto caliente, las zapatillas atadas a la mochila como si fueran su botín.
Lengua de Brujo también contemplaba a los niños jugando. ¿No le había hecho una seña el viejo? El anciano abandonó a los niños y se les acercó. Dedo Polvoriento retrocedió y un estremecimiento recorrió su espalda.
—Mis nietos llevan un rato admirando la marta domesticada que ese chico sujeta con la cadena —dijo el viejo al llegar a su lado.
Dedo Polvoriento volvió a retroceder. ¿Por qué lo miraba así aquel hombre? Lo escudriñaba con una mirada muy distinta a la de las mujeres de la parada.
—Los niños dicen que la marta hace malabarismos y que el chico come fuego. ¿Podemos aproximarnos y contemplarlo todo de cerca?
Dedo Polvoriento se estremeció, a pesar de que el sol le quemaba la piel. El viejo lo miraba como a un perro que se te ha escapado hace mucho tiempo y por fin ha regresado, quizá con el rabo entre las piernas y la piel llena de garrapatas, aunque desde luego es el mismo.
—¡Bobadas, no hay malabarismos que valgan! —balbució—. Aquí no hay nada que ver —al retroceder tropezó, pero el viejo lo seguía… como si los uniera una cinta invisible.
—¡Lo siento! —dijo levantando la mano, intentando rozar las cicatrices de su rostro.
La espalda de Dedo Polvoriento chocó contra un coche aparcado. Ahora el viejo estaba justo frente a él. De qué forma lo miraba…
—¡Lárguese! —Dedo Polvoriento lo empujó con rudeza hacia atrás—. ¡Farid, recoge mis cosas!
El chico se colocó a su lado, Dedo Polvoriento le arrancó la mochila de la mano, agarró a la marta y la introdujo dentro, sin prestar atención a sus dientes afilados ni a sus mordiscos. El viejo miraba de hito en hito los cuernos de
Gwin.
Con dedos ágiles, Dedo Polvoriento se colgó la mochila al hombro e intentó pasar por delante de él.
—Por favor, sólo quiero conversar contigo —el viejo se interpuso en su camino agarrándolo del brazo.
—Pero yo no.
Dedo Polvoriento intentó liberarse. Aquellos dedos huesudos tenían una fuerza sorprendente, pero él aún poseía la navaja de Basta. Tras sacarla del bolsillo, la abrió de golpe y se la puso al viejo en el gaznate. Su mano temblaba; nunca le había gustado amenazar a nadie con un cuchillo, pero el viejo lo soltó.
Dedo Polvoriento echó a correr.
No prestó atención a los gritos de Lengua de Brujo. Huía, como se había visto obligado a hacer en el pasado con harta frecuencia. Confiaba en sus piernas, aunque no supiera adonde lo llevarían. Tras dejar el pueblo y la carretera a sus espaldas, se abrió paso bajo los árboles, a través de la hierba silvestre. La retama amarillo mostaza lo engulló, y las hojas plateadas de los olivos lo ocultaron… Ante todo tenía que alejarse de las zonas habitadas y de los caminos pavimentados. Las regiones despobladas siempre le habían ofrecido protección.
Cuando comenzó a respirar con dificultad, Dedo Polvoriento se arrojó sobre la hierba, detrás de una cisterna perdida en la que croaban las ranas y el sol evaporaba el agua de lluvia que se había acumulado en ella. Yació allí jadeando, mientras escuchaba con atención los latidos de su propio corazón y alzaba la vista hacia el cielo.
—¿Quién era ese viejo?
Dio un respingo. El chico apareció ante él. Lo había seguido.
—¡Lárgate! —le espetó Dedo Polvoriento.
El chico se sentó entre las flores silvestres que crecían por todas partes, azules, amarillas, rojas. Los capullos proliferaban entre la hierba como si fuesen salpicaduras de pintura.
—¡No te necesito! —añadió con tono grosero Dedo Polvoriento.
El chico cortó una orquídea silvestre en silencio y la contempló. Parecía un abejorro sujeto a un tallo.
—¡Qué flor tan rara! —murmuró el muchacho—. Nunca había visto una igual.
Dedo Polvoriento se sentó con la espalda apoyada en la pared de la cisterna.
—Si continúas siguiéndome, lo lamentarás —le advirtió—. Voy a regresar. Ya sabes dónde.
Tras pronunciar esas palabras supo que la decisión estaba tomada. Hacía mucho. Regresaría. Dedo Polvoriento, el cobarde, retornaría a la guarida del león, dijera lo que dijese Lengua de Brujo o su hija… Sólo anhelaba una cosa. La había anhelado siempre. Y ya que no podía conseguirla enseguida, al menos confiaba en que tarde o temprano acabaría haciéndose realidad.
El chico seguía sentado.
—Lárgate de una vez. ¡Vuelve con Lengua de Brujo! Él se ocupará de ti.
Farid permaneció impasible, rodeándose con los brazos las piernas encogidas.
—¿Vas a regresar al pueblo?
—¡Sí! Al lugar donde habitan los diablos y los demonios. Créeme, a un chico como tú lo matarían antes de desayunar y después el café les sabría el doble de bien.
Farid se acarició las mejillas con la orquídea. Cuando las hojas cosquillearon su piel, hizo una mueca.
—Gwin
desea salir —anunció.
Tenía razón. La marta, tras mordisquear la tela de la mochila, asomó el hocico. Dedo Polvoriento desató las correas y la dejó libre.
Gwin
parpadeó mirando al sol, chilló enfadada, seguramente por lo inadecuado de la hora, y corrió veloz hacia el chico.
Farid se la subió al hombro y miró a Dedo Polvoriento con expresión grave.
—Nunca he visto flores como éstas —insistió—. Ni colinas tan verdes, ni una marta tan lista. Sin embargo, conozco muy bien a esos hombres de los que hablas. Son iguales en todas partes.
Dedo Polvoriento meneó la cabeza.
—Éstos son especialmente malvados.
—No lo son.
La terquedad en la voz de Farid provocó la risa de Dedo Polvoriento, ni él mismo supo por qué.
—Podríamos marcharnos a cualquier otro sitio —sugirió el chico.
—Imposible.
—¿Por qué? ¿Qué pretendes hacer en el pueblo?
—Robar algo —contestó Dedo Polvoriento.
El chico asintió como si robar fuera el propósito más natural del mundo, e introdujo la orquídea en un bolsillo de su pantalón con suma cautela.
—Y antes, ¿me enseñarás algo más sobre el fuego?
—¿Antes?
Dedo Polvoriento no pudo evitar una sonrisa. Ese muchacho era un chico inteligente, sabía que seguramente no habría un después.
—Seguro —afirmó—. Te enseñaré todo lo que sé. Antes…
—Es posible que todo eso sea verdad —dijo el espantapájaros—. Pero lo prometido es deuda, y las promesas hay que cumplirlas.
L. Frank Baum
,
El mago de Oz
Tras la marcha de Dedo Polvoriento, no viajaron a casa de Elinor.
—Meggie, ya sé que te prometí que iríamos a casa de Elinor —dijo su padre cuando estaban parados, algo perdidos, en la plaza, delante del monumento—. Pero me gustaría retrasar nuestra partida hasta mañana. Ya te he dicho que tengo que discutir un asunto con Fenoglio.
El viejo seguía en el mismo lugar donde había hablado con Dedo Polvoriento, mirando calle abajo. Sus nietos tiraban de él y le hablaban con insistencia, pero parecía no reparar en ellos.
—¿De qué quieres hablar con él?
Mo se sentó en los peldaños del monumento y estrechó a Meggie contra su cuerpo.
—¿Ves esos nombres? —preguntó señalando las letras cinceladas que hablaban de personas ya desaparecidas—. Detrás de cada nombre hay una familia, una madre o un padre, hermanos, acaso una esposa. Si uno de ellos averiguase que es capaz de despertar esas letras a la vida, que podría volver a ser de carne y hueso lo que ahora es únicamente un nombre, ¿no crees que él o ella harían todo lo posible por conseguirlo?
Meggie examinó la larga lista de nombres. A continuación del primero, alguien había pintado un corazón, y sobre las piedras situadas delante del monumento reposaba un ramo de flores secas.