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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (32 page)

—Nadie puede resucitar a los muertos, Meggie —prosiguió su padre—. A lo mejor es verdad que con la muerte comienza una nueva vida, pero el libro en el que está escrita aún no lo ha leído nadie y su autor seguro que no vive en un pueblecito de la costa y se dedica a jugar al fútbol con sus nietos. El nombre de tu madre no figura en una piedra como ésa, se esconde entre los pasajes de un libro y yo tengo una vaga idea de cómo cambiar lo que aconteció hace nueve años.

—¡Quieres volver!

—No, no. Te he dado mi palabra. ¿La he roto alguna vez?

Meggie negó con la cabeza. «La palabra que le diste a Dedo Polvoriento —pensó— sí que la has roto.» Pero silenció ese pensamiento.

—Lo comprendes, ¿no? —inquirió su padre—. Quiero hablar con Fenoglio, ésa es la única razón por la que deseo quedarme aquí.

Meggie contempló el mar. El sol se había abierto paso a través de las nubes y de repente el agua comenzó a brillar y a relucir como si acabaran de teñirla.

—No está lejos de aquí —murmuró la niña.

—¿Qué?

—El pueblo de Capricornio.

Su padre miró hacia el este.

—Así es. Qué raro que al final haya sentado sus reales precisamente en estos parajes, ¿verdad? Como si hubiese buscado un lugar parecido al país en el que se desarrolla su historia.

—¿Y qué ocurrirá si nos encuentra?

—¡Pamplinas! ¿Sabes cuántos pueblos hay en esta costa?

Meggie se encogió de hombros.

—Ya te encontró una vez, y entonces estabas muy, pero que muy lejos.

—Fue gracias a Dedo Polvoriento, y éste seguro que no le ayuda de nuevo. —Su padre se levantó y la ayudó a ponerse en pie—. Acompáñame, preguntaremos a Fenoglio dónde podemos pasar la noche. Además, tiene pinta de necesitar compañía.

Fenoglio no les reveló si Dedo Polvoriento tenía el aspecto que él se había imaginado. Mientras lo acompañaban hasta su casa, se mostró muy lacónico. Sin embargo cuando Mo le comunicó que les gustaría quedarse allí un día más, su rostro se iluminó. Hasta les ofreció para pasar la noche una casa que de vez en cuando alquilaba a los turistas.

Mo aceptó agradecido.

El anciano y él conversaron hasta el anochecer, mientras los nietos de Fenoglio perseguían a Meggie por aquella casa llena de recovecos. Los dos hombres se sentaron en el despacho de Fenoglio. Estaba ubicado justo al lado de la cocina, y Meggie intentó escuchar pegando la oreja a la puerta, pero Pippo y Rico la sorprendían siempre y, agarrándola con sus manitas mugrientas, la arrastraban hasta la cercana escalera antes de que hubiera logrado oír unas cuantas palabras seguidas.

Al final desistió. Dejó que Paula le enseñara los gatitos que holgazaneaban con su madre en el diminuto jardín trasero de la vivienda, y siguió a los tres hacia la casa donde vivían sus padres. Permanecieron en ella el tiempo necesario para convencer a su madre de que los dejase quedarse a cenar con su abuelo.

Tomaron pasta con salvia. Pippo y Rico, con cara de asco, apartaban de la pasta esa hierba de sabor acre, pero a Meggie y a Paula las hojas churruscantes les gustaban. Después de la cena, Mo y Fenoglio se bebieron una botella entera de vino tinto, y cuando el anciano condujo finalmente a Meggie y a su padre hasta la puerta, se despidió con estas palabras:

—Entonces, de acuerdo, Mortimer. Tú te ocupas de mis libros y yo me pongo a trabajar mañana mismo.

—¿De qué trabajo habla, Mo? —le preguntó su hija mientras recorrían juntos las callejuelas mal iluminadas. La noche apenas había refrescado. Un viento extraño y desconocido recorría el pueblo, caliente y arenoso, como si procediera del desierto situado más allá del mar.

—Preferiría que no le dieras más vueltas a ese asunto —repuso su padre—. Deja que durante unos días nos comportemos como unos simples turistas. Creo que todo esto tiene pinta de lugar de vacaciones, ¿no te parece?

Meggie contestó con una inclinación de cabeza. Sí, la verdad era que su padre la conocía al dedillo; con harta frecuencia adivinaba sus pensamientos antes de que se los comunicase, pero de vez en cuando se olvidaba de que ella ya no tenía cinco años y que ahora precisaba algo más que unas palabras amables para ahuyentar sus preocupaciones.

«¡De acuerdo! —pensaba mientras seguía en silencio a su padre por el pueblo dormido—. Si no me quiere contar lo que Fenoglio pretende, le preguntaré a cara de tortuga en persona. Y si él tampoco me lo revela, uno de sus nietos lo averiguará para mí…» Meggie ya no podía esconderse debajo de una mesa sin ser vista, pero Paula aún tenía el tamaño justo para convertirse en espía.

EN CASA

Y yo, pobre de mí… mis libros eran mi ducado.

William Shakespeare
,
La tempestad

Era casi medianoche cuando Elinor vio aparecer por fin el portón al borde de la carretera. Abajo, en la orilla del lago, se alineaban las luces como una caravana de luciérnagas, reflejándose temblorosas en el agua negra. Le encantaba estar de nuevo en casa. Un viento familiar acarició su rostro al descender del coche para abrir el portón. Todo le resultaba familiar, el aroma de los setos, de la tierra, del aire, mucho más fresco y húmedo que en el sur. Desde hacía un rato tampoco olía a sal. «Tal vez eche de menos ese olor», pensó Elinor. El mar siempre la llenaba de nostalgia, ignoraba por qué.

El portón de hierro soltó un suave quejido cuando lo empujó para abrirlo, como si le diese la bienvenida.

—¡Qué idea tan ridícula, Elinor! —murmuró irritada mientras montaba de nuevo en el coche—. Te saludarán tus libros. Creo que eso será suficiente.

Durante el viaje la había asaltado uno de esos extraños presentimientos. Se había tomado tiempo para el regreso; había viajado por carreteras secundarias y había pasado la noche en una localidad diminuta, emplazada en las montañas, cuyo nombre ya había olvidado. Había disfrutado mucho con la soledad, al fin y al cabo estaba acostumbrada a ella, pero de repente el silencio de su coche le molestó, y se sentó en el café de una pequeña ciudad somnolienta que ni siquiera contaba con una librería, únicamente para escuchar otras voces. Pasó poco tiempo allí, sólo el necesario para tomar un café a toda prisa, irritada consigo misma.

—¿Qué significa esto, Elinor? —murmuró cuando subió de nuevo al coche—. ¿Desde cuándo añoras la compañía de otros seres humanos? Lo cierto es que va siendo hora de que regreses al hogar antes de que te vuelvas más rara de lo que ya eres.

Cuando se dirigía hacia su casa, la vio tan oscura y abandonada que sintió una curiosa extrañeza. Sólo el aroma de su jardín disipó un poco el malestar, mientras ascendía los escalones hasta la puerta de entrada. La lámpara situada encima, que solía estar encendida por la noche, no lucía y a Elinor le costó lo suyo introducir la llave en la cerradura. Mientras abría y entraba a trompicones en el vestíbulo, oscuro como boca de lobo, despotricó en voz baja contra el hombre que, en su ausencia, solía echar un vistazo a la casa y al jardín. Antes de su partida había intentado telefonearle en tres ocasiones, pero seguro que se había marchado a visitar a su hija. ¿Por qué nadie entendía que aquella casa albergaba tesoros de un valor incalculable? Si hubiesen sido de oro… pero como eran de papel, de tinta de imprenta y papel…

Reinaba un silencio sepulcral, y por un instante Elinor creyó escuchar la voz de Mortimer, llenando de vida la cocina pintada de rojo. Cien años habría podido escucharle, qué digo cien, doscientos. Por lo menos.

—Cuando venga, lo obligaré a leerme en voz alta —murmuró mientras liberaba de los zapatos sus fatigados pies—. Algún libro habrá que pueda leer sin peligro.

¿Cómo no había reparado nunca en lo silenciosa que estaba su casa? Reinaba un silencio absoluto, y la alegría que Elinor confiaba sentir al hallarse entre sus cuatro paredes no fue tan grande como se imaginaba.

—¡Hola, aquí estoy de nuevo! —gritó en medio del silencio mientras tanteaba la pared en busca del interruptor de la luz—. ¡Pronto volveré a quitaros el polvo y a colocaros en vuestro sitio, tesoros míos!

La luz del techo se encendió y Elinor retrocedió dando un traspié, tan asustada que se desplomó sobre su propio bolso de mano depositado en el suelo.

—¡Cielo santo! —susurró mientras se erguía de nuevo—. ¡Válgame Dios, no!

Las estanterías de la pared, hechas a medida y fabricadas a mano, estaban vacías, y los libros que tan bien custodiados, lomo junto a lomo, habían poblado los estantes, yacían en montones desordenados sobre el suelo, arrugados, manchados, pisoteados, como si unas pesadas botas hubieran bailado encima de ellos una danza salvaje. Elinor empezó a temblar de los pies a la cabeza. Anduvo a trompicones entre sus tesoros mancillados como si estuviese atravesando un estanque cenagoso. Los apartaba a un lado, cogía uno y lo dejaba caer. Recorrió como una sonámbula el largo pasillo que conducía a su biblioteca.

El pasillo no ofrecía mejor aspecto. Los libros se apilaban a tal altura que Elinor apenas consiguió abrirse paso en medio de tanta destrucción. Al llegar ante la puerta de la biblioteca, la encontró entornada. Se quedó inmóvil, con las rodillas temblorosas durante unos instantes que se le hicieron eternos antes de atreverse por fin a empujar la puerta.

Su biblioteca estaba vacía.

No quedaban libros, ni uno solo, ni en las estanterías ni en las vitrinas, que mostraban los cristales rotos. Tampoco se veía ninguno por el suelo. Todos habían desaparecido. Y colgando del techo se bamboleaba un gallo rojo, muerto.

Al verlo, Elinor se tapó la boca con la mano. Su cabeza colgaba hacia abajo, con la cresta tapando los ojos yertos. Las plumas aún brillaban, como si la vida se hubiera refugiado en ellas, en el fino plumaje marrón rojizo del pecho, en las alas jaspeadas de oscuro y en las largas plumas de la cola, verde oscuras y relucientes como la seda.

Una de las ventanas estaba abierta. Alguien había pintado con hollín en el alféizar blanco una flecha negra, apuntando hacia el exterior. Elinor avanzó tambaleándose hasta la ventana, los pies entumecidos por el miedo. La noche no era lo bastante oscura como para ocultar lo que había sobre la hierba: un informe montón de ceniza, de un gris blancuzco a la luz de la luna, grisáceo como alas de polilla, como el papel quemado.

Allí estaban sus libros más valiosos. O lo que quedaba de ellos.

Elinor se arrodilló sobre el entarimado cuya madera había elegido con tanto esmero. Encima de ella, por la ventana abierta, penetró el viento, un viento familiar que olía casi igual que el aire de la iglesia de Capricornio. Elinor quiso gritar, maldecir, despotricar, enfurecerse, pero ningún sonido salió de su boca. Sólo era capaz de llorar.

UN BUEN LUGAR ANTIGUO Y ADECUADO PARA QUEDARSE

—Yo no tengo mamá —dijo él. No sólo no tenía mamá sino que no sentía ningún deseo de tenerla. Peter Pan pensaba que las mamás eran unas personas pasadas de moda.

James M. Barrie
,
Peter Pan

La casa que alquilaba Fenoglio se encontraba apenas a dos calles de distancia de la suya. Se componía de un cuarto de baño diminuto, una cocina y dos habitaciones. Como estaba en un bajo era algo oscura, y las camas crujían al tumbarse en ellas, pero a pesar de todo Meggie durmió bien, mucho mejor que encima de la paja húmeda de Capricornio o en la choza del tejado derrumbado.

Mo no durmió bien. La primera noche, Meggie se despertó tres veces asustada porque fuera, en la callejuela, se peleaban los gatos, y en esas ocasiones vio tumbado a su padre con los ojos abiertos, los brazos cruzados detrás de la cabeza y los ojos fijos en la ventana oscura.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano y compró lo que necesitaban para desayunar en la pequeña tienda emplazada al final de la calle. Los panecillos todavía estaban calientes, y la verdad es que a Meggie casi le dio la sensación de estar de vacaciones cuando Mo viajó con ella hasta la localidad vecina, más grande, para comprar las herramientas imprescindibles: pincel, cuchillo, tela, cartón duro… y un helado gigantesco que se zamparon juntos en un café a la orilla del mar. Meggie aún conservaba su sabor en el paladar cuando llamaron a la puerta de la casa de Fenoglio. El viejo y su padre se tomaron un café en su cocina pintada de verde, luego subieron con Meggie al desván, donde Fenoglio guardaba sus libros.

—¡Esto no es serio! — exclamó su padre, enfadado, cuando se plantó ante las estanterías cubiertas de polvo—. ¡Tendrían que expropiártelos todos en el acto! ¿Cuándo has estado aquí arriba por última vez? Se podría rascar el polvo de las páginas con una espátula.

—Tuve que alojarlos aquí —se defendió Fenoglio mientras sus arrugas ocultaban su mala conciencia—. Abajo, con tantos estantes, se desperdiciaba mucho espacio, y además mis nietos no paraban de manosearlos.

—Bueno, los niños habrían causado menos daño que la humedad y el polvo —replicó Mo con voz tan irritada que Fenoglio bajó al piso inferior—. Pobre niña. ¿Tu padre es siempre tan severo? —preguntó a Meggie mientras descendían por la empinada escalera.

—Sólo cuando se trata de libros —contestó ella.

Fenoglio desapareció en el despacho antes de que ella pudiera preguntarle. Sus nietos estaban en la escuela y en el jardín de infancia, así que cogió los libros que le había regalado Elinor y se sentó con ellos en la escalera que bajaba hasta el pequeño jardín de Fenoglio. En él crecían rosales silvestres, tan espesos que apenas se podía dar un paso sin que sus ramas arañasen las piernas, y desde el escalón superior se divisaba el mar en la lejanía, aunque parecía muy cercano.

Meggie volvió a abrir el libro de poemas. El sol, esplendoroso, le daba en la cara obligándola a entornar los ojos, y antes de empezar a leer miró por encima del hombro, para asegurarse de que Mo no bajaba de nuevo por casualidad. No quería que la sorprendiese haciendo lo que se proponía. Su propósito le avergonzaba, pero la tentación era demasiado grande.

Cuando tuvo la completa certeza de que no venía nadie, respiró hondo, carraspeó… y comenzó su labor. Formaba cada palabra con los labios, igual que había visto hacer a Mo, casi con ternura, como si cada letra fuera una nota musical y pronunciar una sin cariño distorsionase la melodía. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que si se concentraba en cada palabra la frase dejaba de sonar, y las imágenes que encerraba se perdían si sólo se fijaba en el tono y no en el sentido. Era difícil. Muy difícil. Y el sol la adormecía, hasta que acabó cerrando el libro para exponer su rostro a los cálidos rayos. De todos modos era una tontería intentarlo. Una tontería supina…

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