Creación (11 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Se asciende a través de un oscuro bosque. Y cuando ya parece que la ciudad se ha desplazado o que uno se ha perdido, allí está, como una visión de una plaza fuerte, con sus siete murallas concéntricas, cada una de un color diferente. En el centro exacto de la ciudad, un muro dorado rodea la colina donde se alza el palacio.

Como las sierras de Media son muy boscosas, el palacio está hecho enteramente en madera de cedro y ciprés. Por esto, las habitaciones huelen opresivamente a madera antigua, y siempre hay incendios. Por otra parte, la fachada del palacio está cubierta de planchas cuadradas de cobre verde, como una armadura. Algunos piensan que los medos pusieron ese revestimiento para evitar que los enemigos incendiaran el palacio; yo sospecho que no es más que un adorno. Ciertamente, el efecto es muy hermoso cuando el sol hace que el verde claro del cobre brille y se destaque del oscuro verde de los bosques de coníferas que cubren las montañas, detrás de la ciudad.

La tarde en que entramos en Ecbatana, pudimos gozar de su legendaria belleza durante nueve horas, el tiempo necesario para que todos nosotros atravesáramos las siete puertas. No hay tumulto y confusión comparables a los de la corte persa al llegar a una capital.

Durante aquellas largas horas pasadas ante las puertas de Ecbatana, aprendí de Tesalo una cantidad de frases griegas que desde entonces me complace sobremanera repetir.

6

En mis tiempos, la vida escolar era dura. Nos levantábamos antes del amanecer. Aprendíamos a usar toda clase de armas. Nos enseñaban a cultivar la tierra y a atender una granja, así como también música y matemáticas. Aprendíamos a leer y aun a escribir, si era necesario. Y a construir no sólo puentes y fortalezas, sino también palacios. Sólo nos daban una comida frugal por día.

Cuando un noble persa llega a los veinte años, hay muy pocas cosas que no pueda hacer por sí mismo. En un principio, el sistema de educación era mucho más simple: se le enseñaba al joven a montar a caballo, a tirar al arco y a decir la verdad, y esto era todo. Pero en tiempos de Ciro era obvio que la nobleza persa debía saber también varias cosas acerca de asuntos no militares. Y en la época de Darío se nos educaba con el propósito claro de que administrásemos la mayor parte del mundo.

Pero se nos mantenía alejados de una parte del gobierno: el harén. Aunque muchos de nuestros instructores eran eunucos, nada nos decían acerca del funcionamiento interno del harén, ese misterioso mundo definitivamente cerrado para todos los varones persas excepto el Gran Rey… y yo. He pensado muchas veces que mi estancia, relativamente larga, en el harén, fue una enorme ayuda para mi carrera posterior.

Cuando finalmente fui trasladado a las habitaciones de los príncipes reales, había pasado casi tres años en el harén. Me alegro al recordar que logré vivir tanto tiempo en el harén. Habitualmente, un joven noble es apartado de su madre por lo menos tres años antes de la pubertad y enviado a la escuela de palacio. Yo fui una excepción. Por consiguiente, llegué a conocer no sólo a las esposas de Darío, sino también a los eunucos del harén, que trabajan en estrecho contacto con los de las salas primera y segunda de la cancillería.

Demócrito quiere saber qué son esas salas. La primera está situada siempre en la parte posterior del primer patio de cualquier palacio que ocupe el Gran Rey. Cien funcionarios, en largas mesas, reciben la correspondencia y las peticiones enviadas al Gran Rey. Una vez seleccionados estos documentos, los funcionarios de la segunda sala deciden qué se le debe mostrar al Gran Rey o, más probablemente, qué carta o petición se debe entregar a este o a aquel consejero de estado o magistrado. La segunda sala ejerce un enorme poder. Es innecesario decir que está en manos de los eunucos.

Más tarde, Jerjes solía fastidiarme diciendo que yo poseía toda la sutileza y astucia de un eunuco del harén. Yo respondía que si él se hubiese quedado más tiempo en el harén, podría haber aprendido de su madre a gobernar. Entonces reía y se mostraba de acuerdo. Posteriormente, no hubo nada de que reírse.

Debo observar aquí que, hasta el reinado de Darío, las mujeres casadas de la clase gobernante podían mezclarse con los hombres, y no era desusado que una viuda rica, por ejemplo, dirigiera sus propiedades personales como si fuese un hombre. En los tiempos de Ciro, las mujeres no estaban enclaustradas, excepto, claro está, durante la menstruación. Pero Darío tenía ideas distintas. Mantenía a las damas de la corte totalmente alejadas de la vista del público. Naturalmente, los nobles lo imitaban y también sus esposas eran enclaustradas. Hoy una dama persa no puede ver ni hablar a un hombre que no sea su marido. Una vez casada, no puede volver a ver a su padre ni a sus hermanos, y ni siquiera a sus hijos cuando abandonan el harén.

No sé de cierto por qué Darío alejó tan decididamente de la vida pública a las damas de la corte. Yo sé que las temía políticamente. Aun así, ignoro por qué pensaba que serían menos peligrosas en el confinamiento del harén. En realidad, cuando fueron apartadas de la vista del público, su poder aumentó. En el más perfecto secreto, utilizaban a los eunucos y éstos a ellas. Durante el reinado de Jerjes, muchos de los principales despachos del estado eran controlados por eunucos estrechamente asociados a una u otra de las esposas del rey. Esto no siempre era bueno. Por no decir más.

Pero aun en la estricta era de Darío había excepciones a las normas. La reina Atosa recibía siempre a quien quería: hombre, mujer, niño o eunuco. Curiosamente, en mis tiempos, jamás hubo un escándalo vinculado con ella. Se susurraba que años antes había tenido relación con Demócedes, el médico que le eliminó un pecho. Me inclino a ponerlo en duda. Conocí a Demócedes, y era demasiado inteligente y receloso para meterse en problemas con una esposa del rey.

En su juventud, a Atosa le gustaban más los eunucos que los hombres. Esto sucedía con la mayoría de las mujeres. Después de todo, si un eunuco ha madurado sexualmente antes del momento de su castración, puede tener una erección normal. Los eunucos hermosos son muy disputados por las mujeres del harén. Sabiamente, nuestros Grandes Reyes han ignorado siempre estas cosas: las mujeres son enclaustradas no tanto por su bien moral como para asegurarse de que sus hijos sean legítimos. Lo que haga una mujer con su eunuco, o con otra mujer, de ningún modo importa a su amo, si es cuerdo.

Otra excepción a las reglas del harén era Lais. Como era mi única familia en la corte, ambos nos veíamos regularmente en sus habitaciones, que estaban en el límite exterior del recinto del harén. Lais, una mujer lujuriosa, no se sentía obligada a poseer eunucos y mujeres. Por lo que sé, estuvo dos veces embarazada. Las dos veces abortó, lo cual es un crimen capital en Persia. Pero Lais tiene el coraje de un león. Aunque cualquiera podía haberla denunciado, nadie lo hizo. Ello lo atribuía al hecho de haber encantado, literalmente, a la corte. Quizá fuera así. Ciertamente, hechizó al tirano Histieo, con quien mantuvo una larga relación.

Es curioso, pero no recuerdo mi primer encuentro con la figura más importante de mi vida, Jerjes. Tampoco él pudo nunca recordarlo. Aunque, ¿por qué había de recordarlo? Jerjes era un príncipe real de quien ya se hablaba como del heredero de Darío, en tanto que yo no era noble ni sacerdote, una anomalía en la corte. Nadie conocía mi rango ni sabia qué hacer conmigo. Sin embargo, tuve dos poderosos protectores: Hystaspes y Atosa.

Desde luego, Jerjes y yo nos conocimos ese verano en Ecbatana. Desde luego, debemos de habernos visto en la primera recepción de la corte a la que asistí: el casamiento de Darío con una de sus sobrinas. Siempre recuerdo vívidamente aquella ocasión porque fue allí donde vi, finalmente, al Gran Rey Darío.

Durante semanas el harén había sido un tumulto. Las mujeres sólo hablaban del casamiento. Algunos aprobaban la unión de Darío con su sobrina, una bisnieta de Hystaspes, de once años. Algunos pensaban que el Gran Rey debía haber desposado, esa vez, a una persona que no perteneciera a la familia imperial. Incesantes —y para mí aburridas— charlas llenaban las tres casas del harén.

Demócrito quiere saber qué eran las tres casas. Creía que todo el mundo sabia que el harén se divide en tres partes. La así llamada tercera casa está ocupada por la reina o por la reina madre. Si hay una reina madre, supera en rango a la reina consorte. La casa siguiente es para las mujeres que el Gran Rey ya ha conocido. En la primera se encuentran las vírgenes, las nuevas adquisiciones a quienes aún se educa en música, danza y conversación.

El día de la boda hubo una exhibición militar ante el palacio. Para mi disgusto, mientras el resto de mis compañeros estaban con el Gran Rey ante las puertas, yo me vi obligado a mirar las maniobras desde el terrado del harén.

Aplastado en medio de una muchedumbre de mujeres y eunucos vi fascinado los intrincados ejercicios de los diez mil inmortales, como se llaman los soldados de la guardia personal del Gran Rey. Bajo el sol, sus armaduras resplandecían como las plateadas escamas de los peces recién cogidos. Cuando arrojaron sus lanzas al unísono, una nube de hierro y madera eclipsó al mismo sol.

Infortunadamente, desde donde yo estaba, con la mejilla apretada contra una columna de madera astillada, no podía ver al Gran Rey, quien se encontraba directamente debajo, protegido por un dosel de oro. Pero veía claramente a la novia. Estaba sentada en un taburete, entre su madre y la reina Atosa. Una niña encantadora, estaba asustada hasta lo indecible por lo que ocurría. De vez en cuando, durante la exhibición militar, su madre o Atosa le decían algo, murmurando. Fuera lo que fuese, no le servia de nada: parecía cada vez más alarmada.

Ese mismo día, más tarde, la boda de Darío y su sobrinita se realizó en privado. Posteriormente, hubo una recepción en el salón principal de palacio, a la que asistí con mis compañeros. En el tiempo de Darío, el ceremonial cortesano se tornó tan complejo que casi siempre algo marchaba mal. En Catay, cuando algún aspecto de una ceremonia se trastorna, se impone recomenzar todo el asunto desde el principio. Si hubiéramos debido observar esa norma en la corte persa, jamás habríamos tenido tiempo de gobernar el mundo.

Atribuyo a la gran cantidad de vino que los persas beben en las ceremonias cierta tendencia a la confusión en la corte. Esto se remonta a los días en que eran un salvaje clan montañés dado a infinitas borracheras. Observa que digo eran y no éramos. Los Espitama somos medos, o todavía más antiguos; y, por supuesto, Zoroastro odiaba la ebriedad. Ésta es una de las razones del resentimiento de los Magos. Los Magos no sólo beben vino, sino también haoma sagrado.

Aún recuerdo la emoción que sentí al ver por vez primera el trono del león sobre su tarima. El respaldo del trono, hecho para el Rey Creso de Lidia, era un león de tamaño natural, con su rostro dorado vuelto hacia la izquierda, brillantes ojos de esmeraldas, y dientes de marfil descubiertos. Una larga cadena sostenía sobre el trono un dosel de oro batido y, en dos elaborados braseros de plata, situados a la izquierda y a la derecha del dosel, ardía el sándalo.

En Ecbatana, en las paredes del apadana —o salón de las columnas— hay tapices colgados que representan acontecimientos de la vida de Cambises. Aunque la conquista de Egipto aparece con considerable detalle, se omite cuidadosamente la muerte misteriosa del Gran Rey Cambises.

Yo estaba con mis compañeros, a la derecha del trono. Los más próximos eran los príncipes reales. Luego, los hijos de Los Seis, y finalmente los huéspedes del Gran Rey. Yo había sido situado en la línea divisora entre los huéspedes y los nobles, entre Milo y Mardonio, el hijo menor de Gobryas, y la hermana del Gran Rey.

A la izquierda del trono estaban de pie los seis nobles que habían permitido a Darío convertirse en el Gran Rey. Aunque uno de Los Seis originales había sido recientemente ejecutado por traición, se permitía a su hijo mayor representar a su familia, honrada y ennoblecida para siempre.

Como todo el mundo sabe, mientras Cambises se encontraba en Egipto, un Mago llamado Gaumata dijo ser Mardos, hermano de Cambises. Cuando Cambises murió durante el viaje de regreso, Gaumata se apoderó del trono. Entonces, el joven Darío, con ayuda de Los Seis, mató al falso Mardos, se casó con Atosa, viuda de Gaumata y de Cambises, y se convirtió en el Gran Rey. Esto es lo que saben todos.

De Los Seis, me interesaba particularmente Gobryas, un hombre alto, ligeramente encorvado, cuyo pelo y barba estaban teñidos de rojo sangre. Lais me contó más tarde que el peluquero había cometido el error fatal de equivocarse con las tinturas. Es decir, fatal para el peluquero. Fue ejecutado. En gran medida a causa de aquella primera impresión, en cierto modo ridícula, jamás pude tomar tan seriamente a Gobryas como hacían todos los demás.

Me he preguntado con frecuencia qué pensaba Gobryas de Darío. Sospecho que lo odiaba. Ciertamente, lo envidiaba. Después de todo, Gobryas tenía tanto, o tan poco, derecho al trono como Darío. Pero fue Darío quien se convirtió en Gran Rey y eso fue todo. Ahora Gobryas desea que su nieto Artobazanes sea el heredero de Darío, y la corte se encuentra dividida al respecto. Los Seis se inclinan a favor de Artobazanes; Atosa y la familia de Ciro quieren a Jerjes. Como siempre, Darío se mantiene enigmático. La sucesión no está decidida.

Hubo un brusco repique de címbalos y tambores. Las puertas de cedro labrado, situadas frente al trono, se abrieron de par en par y apareció Darío. Llevaba el cidaris, un alto sombrero de fieltro que sólo pueden usar el Gran Rey y el príncipe de la corona. Por debajo del cidaris, Darío tenía la cinta azul y blanca que había pertenecido a Ciro antes de él, a los diez reyes de Media.

Sólo tuve una fugaz vislumbre del Gran Rey mientras me arrojaba al suelo. Los príncipes reales y los nobles superiores permanecían de pie; cada uno hacia luego una profunda reverencia al Gran Rey y besaba su mano derecha. No es necesario decir que, como todos los demás, yo miraba furtivamente al Gran Rey, aunque es un grave delito hacerlo sin su permiso.

Darío tenía entonces treinta y ocho años de edad. Aunque no era alto, era muy bien proporcionado, y sus fuertes piernas se revelaban claramente debido a los ceñidos pantalones rojos que llevaba bajo una túnica morada de Media donde estaba bordado en oro un halcón a punto de atacar. Cuando se acercó al trono, observé que sus zapatos, de cuero teñido de azafrán, estaban abotonados con trozos de ámbar.

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