Creación (13 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

—El Gran Rey no tiene ambiciones en el oeste.

Demócedes tosió largamente, cubriéndose con un trozo de tela. Pocas veces he conocido a un buen médico que no estuviese constantemente enfermo.

—Excepto por Samos —dijo Histieo. Las arrugas del ceño desaparecieron por un instante mientras alzaba las cejas—. Que es una isla griega y se encuentra al oeste.

—Polícrates, un hombre difícil. —Demócedes estudió la tela buscando huellas de sangre. También yo miré. Todos lo hicieron. Pero no había sangre, una ligera decepción para todos, menos para Demócedes—. Yo logré entenderme con él. Por supuesto, muchos lo encontraban…

—Traicionero, vanidoso, necio —dijo Lais.

—Siempre olvido que también tú estabas en la corte de Samos. —Demócedes sonrió. Tenía tres dientes inferiores implantados en unas pálidas encías, y ningún diente superior. Antes de comer se colocaba un trozo de madera tallado de tal forma que se adaptaba a su paladar. Así lograba masticar, más bien lentamente, todo lo que no fuera una carne dura o el pan más consistente. Ahora que soy viejo, pienso mucho en los dientes, y en lo que significa su ausencia—. Sí, sí. Te recuerdo con tu padre, cuando niño. Él era de Tracia, ¿verdad? Sí, naturalmente. El rico Megacreón. Minas de plata. Así es.

—Conocí a mi marido en la corte de Polícrates —dijo Lais, con expresión triste—. Es lo único bueno que recuerdo de aquellos días. Yo odiaba Samos. Y a Polícrates también. No era más que un pirata. Llegó a decirle a mi padre que, cuando devolvía a sus amigos los cargamentos que él les había robado, ellos quedaban más contentos que si nunca se los hubiera robado.

—Era un pirata —reconoció Demócedes—. Pero era también un espléndido personaje. Recuerdo un momento en que la corte de Samos era aún más resplandeciente que la de Pisístrato. ¿Recuerdas a Anacreonte? ¿El poeta? Era anterior a tu época, me parece. Vivía en la oscura Tracia antes de venir a Samos.

—Anacreonte vivía —respondió Lais con firmeza— en Abdera. En la Abdera griega.

Los dos hombres rieron. Demócedes se inclinó ante Lais.

—Vivía en la iluminada Tracia hasta que fue a Samos. Luego se trasladó a Atenas. Era el favorito del pobre Hiparco. Fue una triste historia, ¿no es verdad? De todos modos, debemos reconocer una cosa a Polícrates: siempre miró hacia el oeste. Era un verdadero señor del mar.

—Sí —repuso Histieo, elevando nuevamente las cejas—, un señor del mar que deseaba ser señor de todas las islas, sin excepción.

Demócedes se volvió hacia el antiguo tirano.

—Quizá debieras hablar de las islas con el Gran Rey. Después de todo, a Darío le agradó apoderarse de Samos. Le dio aún más felicidad apoderarse de la flota samia. Pero si tienes a tu disposición una espléndida flota… —Demócedes se interrumpió, mirando a Histieo.

—Cuando yo todavía estaba en Mileto —Histieo hablaba casi como en sueños—, podría haber conquistado Naxos fácilmente.

Demócedes asintió.

—Una isla hermosa. Suelo fértil. Gente robusta.

Los dos hombres cambiaron una mirada.

Así empezaron las guerras griegas.

Cuando niño, mientras escuchaba a los adultos, no comprendía el sentido de estos intercambios crípticos. Años más tarde supe cómo aquellos dos griegos, casi ociosamente, iniciaron una conspiración, que tendría éxito, para envolver al Gran Rey en los asuntos de Grecia.

Pero ésta es una visión posterior. En aquel momento, me interesaba más oír hablar a Demócedes del hacedor de maravillas: Pitágoras.

—Lo conocí en Samos —dijo el viejo médico—. Era todavía joyero, como su padre, que fue joyero privado de Polícrates hasta que riñeron. Antes o después, todo el mundo tenía problemas con Polícrates. De todos modos, Pitágoras era… es… lo vi de nuevo cuando estuve en Crotona… un hombre extraordinario. Con ideas muy extrañas. Cree en la transmigración de las almas…

Aunque los niños persas no deben hacer preguntas a los adultos, a mí me lo permitían, hasta cierto punto.

—¿Qué es la transmigración de las almas? —pregunté.

—¡Cómo se parece a su abuelo! —exclamó Lais ante esa pregunta perfectamente banal. Lais aludía constantemente a mi supuesto parecido con Zoroastro.

—Significa que después de la muerte el alma entra en otro cuerpo —respondió Demócedes—. Nadie sabe de dónde viene esta idea…

—De Tracia —dijo Histieo—. Todas las locas ideas de las brujas vienen de Tracia.

—Yo —respondió firmemente Lais— soy tracia.

—Entonces sabes perfectamente qué quiero decir. —Histieo casi sonreía.

—Yo sé que nuestra tierra es la más próxima al cielo y al infierno —dijo Lais, con su voz especial de bruja—. Así lo cantó Orfeo cuando descendió al interior de la tierra.

Dejamos pasar eso. Demócedes continuó:

—No sé de dónde proviene esa idea de Pitágoras. Pasó uno o dos años en los templos de Egipto. Quizá lo haya oído allí. No lo sé. Los rituales egipcios impresionan mucho a la gente susceptible. Afortunadamente, no lo soy. Él sí. También creo recordar que Polícrates le había dado una carta para su amigo el faraón. Era el viejo Amasis. Por lo tanto, Pitágoras debe de haber visto los rituales secretos que nadie ve ni oye. Pero luego Cambises atacó Egipto, Amasis murió y el pobre Pitágoras cayó prisionero. Aunque repetía que era amigo del tirano Polícrates, los persas lo vendieron a un joyero de Babilonia. Por suerte, era un hombre indulgente. Permitió que Pitágoras estudiara con los Magos…

—Nada bueno —dijo secamente Lais.

—Los sabios se apoderan de todo lo que encuentran, aun en los lugares menos probables. —Demócedes tenía a veces mentalidad práctica—. De cualquier modo, Pitágoras era un hombre diferente cuando finalmente logró comprar su libertad y regresar a Samos. Se quedó conmigo, y no en la corte. Me dijo que había aprendido a leer y escribir los jeroglíficos egipcios. También había aprendido persa. Tenía nuevas teorías acerca de la naturaleza y el ordenamiento de lo que él llamaba universo.

Sí; fue Pitágoras quien acuñó esa palabra que ahora los sofistas usan mil veces por día aquí en Atenas, ignorando las sutilezas que el inventor de la palabra conocía.

Pitágoras, a mi entender —aunque, ¿quién entiende la compleja totalidad de su pensamiento?—, pensaba que la unidad era la base de todas las cosas. Del uno, la unidad, deriva el número. De los números, los puntos. De los puntos, las líneas de conexión. De las líneas, los planos; y de éstos, los sólidos. Y de los sólidos, los cuatro elementos: el fuego, el agua, la tierra, el aire. Estos elementos se reúnen y forman el universo, que está constantemente vivo y en movimiento. Una esfera que contiene en su centro una esfera más pequeña: la tierra.

Pitágoras creía que, entre todos los sólidos, la esfera es el más hermoso; y que de todas las figuras planas, la más sagrada es el círculo, donde todos los puntos están unidos y no hay principio ni fin. Jamás he podido desentrañar sus teoremas matemáticos. Demócrito me dice que él los comprende. Me alegra mucho que así sea.

Demócedes contó también cómo Polícrates había disputado con Pitágoras y ordenado a sus arqueros que lo arrestaran.

—Afortunadamente, logré inducir al ingeniero jefe de Polícrates a que lo escondiera en el túnel que estaban construyendo junto a la ciudad. Y una noche oscura llevamos a Pitágoras a bordo de un barco que partía hacia Italia. Yo le di una carta para mi viejo amigo, ahora mi suegro, Milo de Crotona…

—El destructor de Síbaris. —Histieo estaba nuevamente ceñudo. El tal Milo era un auténtico destructor. Después de derrotar a los ejércitos sibaritas, desvió el curso de un río para que toda la ciudad desapareciera bajo sus aguas.

—¿Qué puedo decir? —Demócedes se mostró cortés—. He conocido a Milo desde su infancia. Soy lo bastante viejo como para ser su abuelo. Cuando triunfó en su primera lucha en los Juegos Olímpicos…

Demócrito piensa que la destrucción de Síbaris ocurrió varios años más tarde. No lo creo. Pero debo señalar que, cuando reconstruyo una conversación de hace sesenta años, seguramente mezclo varias reuniones.

Durante varios años oí hablar de Pitágoras a Demócedes. Esto significa que mi informe siempre es preciso, en el sentido de que repito exactamente lo que me dijeron. La cronología es otra cosa. Yo no llevo anales. Sólo sé con seguridad que escuché el nombre de Pitágoras, por primera vez, durante mi primer verano en Ecbatana. Y lo que tiene aún mayor importancia: el mismo día oí a Histieo y a Demócedes hablar de Polícrates, el señor del mar. A causa de ciertos intercambios de miradas, y de algunos silencios cargados de significado, comprendí posteriormente que fue en esa reunión donde los dos hombres unieron sus fuerzas para implicar a Darío en las luchas del mundo griego. Su política consistió en tentar al Gran Rey con el único título que le faltaba, el de señor del mar. Y también hicieron lo posible para convencerle de que apoyara al tirano Hipias, con la guerra si era necesario. Y la guerra llegó a ser necesaria, a causa en gran medida de la ociosa connivencia de dos griegos, en Ecbatana, un día de verano.

—Tu mujer me ha dicho que Pitágoras ha construido una escuela en Crotona. —A Lais le agradaba mucho la mujer de Demócedes, puesto que no constituía ninguna amenaza—. Allí va a estudiar gente de todas las partes del mundo.

—No es exactamente una escuela. Es más bien… Bueno, él y otros hombres sagrados tienen una casa donde todos viven de acuerdo con lo que él llama una vida justa.

—No comen frijoles. —Histieo se permitió una risa. Hasta hoy, la forma más segura de hacer reír a un auditorio ateniense consiste en mencionar la prohibición de comer frijoles formulada por Pitágoras. Los atenienses consideran maravillosamente divertido este tabú, particularmente si el actor cómico griego acompaña el chiste con una serie de sonoros pedos.

—Cree que los frijoles contienen almas de hombres. Y, después de todo, se parecen a fetos humanos. —Demócedes hablaba siempre como un hombre de ciencia; no había una noción acerca de la creación que, al menos, no considerara seriamente—. Pitágoras se niega también a comer carne, por temor a devorar inadvertidamente a un antepasado o un amigo cuya alma haya penetrado casualmente en ese preciso animal.

—¿Durante cuánto tiempo —pregunté— cree Pitágoras que las almas pasan de una a otra criatura?

Los dos griegos me miraron con verdadera curiosidad. Yo había formulado una pregunta esencial. Durante un instante no fui un muchacho, sino el heredero de Zoroastro.

—No lo sé, Ciro Espitama. —Demócedes pronunció mi nombre con la debida reverenda.

—¿Hasta el final del tiempo del largo dominio? ¿O hasta un momento anterior? —Estaba auténticamente fascinado por lo que era, para mí, una concepción asombrosamente nueva de la muerte, el renacimiento y… ¿qué más?— Ciertamente, nada puede nacer después del final del tiempo infinito.

—No puedo hablar desde el punto de vista… quiero decir, de la verdad de Zoroastro. —Demócedes no deseaba cuestionar la religión del Gran Rey—. Sólo puedo decir que, según Pitágoras, la finalidad de la vida de cada hombre debería residir en la liberación de la chispa de la deidad que mora en él para que pueda reunirse con el conjunto del universo, al que imagina como una especie de éter viviente, en movimiento, como un todo perfecto y armonioso.

—Soy hija de la tierra y del cielo estrellado —anunció Lais. Escuché con impaciencia mientras ella cantaba un himno a la creación, muy largo y misterioso, de las brujas de Tracia.

Cuando hubo concluido, Demócedes agregó:

—Las enseñanzas de Pitágoras tienen por finalidad la ruptura del ciclo constante de la muerte y el renacimiento. Piensa que esto se puede lograr mediante la abnegación, el ritual, la purificación mediante la dieta, y el estudio de la música y las matemáticas. Sea o no cierta esta doctrina, gracias a él y a su escuela Crotona controla hoy la mayor parte del sur de Italia.

—No es ésa la razón —respondió Histieo—. Harías mejor en agradecer eso a tu suegro Milo. Es un gran soldado. —Teniendo en cuenta que era griego, Histieo era notablemente indiferente a la filosofía, palabra inventada por Pitágoras para describir el verdadero amor a la sabiduría.

Había sido también Pitágoras, con la ayuda de Demócedes (eso me dijo Demócedes), quien estableciera que el cerebro humano era el centro de nuestro pensamiento. No conozco la prueba de esta teoría, ni la comprendería si la conociera. Pero creo que es verdad. Solía discutir esto con los habitantes de Catay, para quienes el estómago es el centro de la mente, ya que el estómago, como se observa por el gorgoteo de sus vientos, es más sensible que cualquier otra parte del cuerpo. Demócrito dice que ya he dicho esto antes. Debes soportarme. Además, la repetición es el secreto del proceso de aprendizaje.

—Atribuyo el éxito de Crotona a la virtud de sus habitantes. —Demócedes tosió ante su pañuelo—. Creen que su maestro es un dios, y me parece probable que lo sea.

—¿Y él mismo lo cree? —Histieo iba al centro de la cuestión.

Demócedes sacudió la cabeza.

—Pitágoras cree, según pienso, que todos compartimos un cosmos único, y que cada uno participa de la divinidad. Pero no podemos reunirnos con el todo hasta que nos liberemos de la carne, que es nuestra tumba.

—¿Por qué? —preguntó Lais.

—Porque es preciso trascender el dolor de este mundo, la sensación de cosa incompleta…

—Orfeo descendió al infierno —dijo Lais, como si estuviese formulando una respuesta relevante. Tal vez fuese así. Nunca he sabido gran cosa acerca del culto de Orfeo. Era un tracio que bajó al infierno a reclamar a su esposa muerta. Él regresó, pero no ella. Los muertos tienden a no retornar. Posteriormente, Orfeo fue despedazado, supongo que por impiedad.

El culto de Orfeo siempre ha sido popular en el norte, y en particular en Tracia, una tierra habitada por las hechiceras. Luego el culto empezó a extenderse a todo el mundo griego. Por lo poco que sé del orfismo, me inclinaría a creer que sólo es una burda variación de la hermosa leyenda, verdaderamente antigua, del héroe Gilgamés. También él descendió al infierno para buscar a Enkidu, su amante muerta. No, Demócrito; Gilgamés no era griego. Era un héroe que, como la mayoría de los héroes, quería demasiado. No había nada que pudiera vencer a Gilgamés, salvo la nada misma, la muerte. El héroe quería vivir eternamente. Pero ni siquiera el glorioso Gilgamés podía invertir el orden natural. Cuando aceptó esta última verdad, alcanzó la paz… y murió.

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