Creación (17 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

—Pero no sus dioses. —Jerjes estaba confuso.

—Especialmente sus dioses. Eres ahora el primer hombre. Ella es la primera mujer. Aún no habéis inventado las ropas.

Como ya he dicho, los persas nunca se desnudan ante otros hombres, y tampoco se dejan ver totalmente desnudos por sus esposas o concubinas. Se distinguen en esto de los griegos, que visten modestamente ante sus mujeres, excepto en los juegos, y se muestran indecorosamente desnudos entre ellos. Pero era ése un momento singular. Después de todo, nunca más jugaríamos a ser dioses en Babilonia, donde la carne desnuda es omnipresente, incluso en la cumbre de la Casa de los Cimientos del Cielo y la Tierra. Y además, éramos jóvenes. Jerjes se despojó de sus vestiduras. Me asombró la extraordinaria belleza de su cuerpo. Era evidente que había heredado las perfectas proporciones de Ciro y no el torso largo y las piernas más bien cortas de Darío.

Sin preocuparse por su desnudez, Jerjes se extendió sobre la muchacha, ahora totalmente despierta. Mardonio y yo mirábamos las dos figuras a la luz de la lámpara: verdaderamente, parecían el primer hombre y la primera mujer de la tierra. Debo confesar que hay algo extrañísimo en Babilonia y sus antiguas costumbres.

Cuando Jerjes terminó, se secó con la sábana de lino y le ayudamos a vestirse. Con gesto imponente, alzó el hacha de Bel-Marduk. Y antes de que pudiera hablar, la muchacha sonrió y dijo en perfecto persa:

—Adiós, Jerjes, hijo de Darío el Aqueménida.

Jerjes estuvo a punto de dejar caer el hacha. Mardonio, de rápido ingenio, dijo en lengua babilonia:

—Este es Bel-Marduk, muchacha. Y yo soy el dios del sol, Shamash. Y aquí está el dios de la luna…

—Os conozco a todos. —Era sorprendentemente dueña de sí para sus trece años de edad—. También yo soy persa. O medio persa. Te he visto en Susa, príncipe. Y a ti, Mardonio. Y a Ciro Espitama.

—¿Te dijeron los sacerdotes quiénes éramos? —preguntó sombríamente Jerjes.

La chica se sentó en la cama.

—No —respondió, sin el más mínimo temor—. Mi madre es sacerdotisa de Ishtar. Este año le corresponde elegir a las muchachas para el altar. Hoy me dijo que era mi turno de recibir a Bel-Marduk. Ha sido sencillamente una coincidencia.

Supimos más tarde que la madre de la chica era babilonia y su padre persa. Vivían parte del año en Susa, parte en Babilonia, donde el padre estaba vinculado con la casa de banca de Egibi y sus hijos: una gran recomendación para el codicioso Mardonio. La madre era sobrina del último rey de Babilonia, Nabonid, lo cual interesó a Jerjes. Era inteligente y nada supersticiosa, lo cual me encantó.

Diecinueve años más tarde, Jerjes se casó con ella. Es, por supuesto, la temible Roxana.

—A quien tomamos como esposa —declaró Jerjes en Persépolis— para demostrar nuestro amor al leal reino de Babel y a la casa de Nabucodonosor.

En realidad, Jerjes la desposó porque esa relación tan curiosamente iniciada en lo alto del zigurat continuó, de modo clandestino y satisfactorio, hasta la muerte de Darío. Después de la boda, Jerjes no volvió a hacer el amor con ella. Pero ambos estuvieron siempre en buenos términos. De las muchas esposas de Jerjes, Roxana era sin esfuerzo la más encantadora. Y, sin duda, la mejor actriz.

—Yo sabia perfectamente lo que iba a ocurrir, antes de que llegarais al altar —me dijo Roxana, años después, en Susa—. Cuando el gran sacerdote advirtió a mi madre que el impío príncipe de Persia se proponía personificar a Bel-Marduk, ella se espantó. Era una mujer muy religiosa y muy tonta. Por suerte, escuché todo. Y cuando los sacerdotes se marcharon, le dije que estaba deseosa de hacer el sacrificio supremo. Iría al altar. «Nunca», gritó; y, cuando insistí, me golpeó. Entonces dije que si no me dejaba, le contaría a todo el mundo la impiedad de Jerjes, y también que eran los sacerdotes quienes representaban a Bel-Marduk. Me dejó ir, y así fui desflorada por Jerjes y me convertí en la reina de Persia.

Esto era exagerado. No era reina. Su verdadero rango entre las esposas era el séptimo. Pero Jerjes siempre se alegró de su compañía, así como todos los que solíamos ser admitidos a su presencia en el harén. Roxana mantuvo la tradición de Atosa, recibiendo siempre a quien ella deseaba, aunque sólo después de la menopausia y en presencia de eunucos.

Para sorpresa de todos, la reina Amestris no odiaba a Roxana. Las mujeres son imprevisibles.

L I B R O
T R E S

Comienzan

las guerras

griegas

1

Durante la época en que Jerjes, Mardonio y yo crecimos, nos tornamos más y más (y no menos y menos) apegados. Los Grandes Reyes y sus herederos no hacen tan fácilmente amigos como enemigos. Por consiguiente, los amigos de la juventud son para toda la vida, si el príncipe no es loco ni los amigos envidiosos.

A medida que pasaban los años, se iba haciendo más frecuente encontrar a Hystaspes en la corte que en Bactria. Siempre fue una buena influencia para Darío. En verdad, de haber vivido unos pocos años más, estoy seguro de que hubiese neutralizado el partido griego de la corte, evitando aquellas guerras caras y tediosas.

A mis veinte años, Hystaspes me nombró comandante de su guardia militar personal en Susa. Como no disponía de fuerzas militares fuera de su satrapía, ese cargo era totalmente honorario. Hystaspes quería que estuviese a su lado para ayudarle a seguir el camino de la Verdad y a eludir la Mentira. Yo me sentía un impostor. No era religioso. En todos los asuntos relativos a la orden de Zoroastro, me remitía a mi primo, que se encontraba ahora en un palacio de Susa donde encendía regularmente el fuego sagrado para Darío. Ahora que ese primo ha muerto puedo decir que tenía el alma de un mercader. Pero era el hijo del hijo mayor de Zoroastro, y esto era lo único que importaba.

A pesar de la presión constante de Hystaspes para que desarrollara mis dones proféticos y espirituales, mi vida había sido tan enteramente modelada por la corte del Gran Rey que sólo podía pensar en la guerra y en la intriga, o en viajes a países remotos.

En el vigésimo primer año del reinado de Darío, más o menos durante el solsticio de invierno, Hystaspes me llamó a sus habitaciones del palacio de Susa.

—Saldremos de caza —dijo.

—¿Es ésta la estación, señor?

—Cada estación tiene su caza.

El anciano parecía preocupado. No hice más preguntas.

Aunque Hystaspes tenía bastante más de setenta años y estaba invariablemente achacoso —las dos condiciones son la misma—, se negaba a que lo llevaran en litera, aun en los días más fríos del invierno. Al salir de Susa iba muy erguido junto al conductor de su carro. Los lentos copos de nieve que se adherían a su larga barba blanca brillaban en la blanca luz del invierno. Yo montaba a caballo. Excepción hecha de mí, Hystaspes no llevaba escolta alguna. Esto era insólito. Cuando lo comenté, respondió:

—Cuanto menos gente lo sepa, mejor. —Luego dio una orden al conductor—: Seguiremos la ruta a Pasargada.

Pero no fuimos a Pasargada. Poco después de mediodía llegamos a un pabellón de caza, en un valle boscoso. Había sido construido por el último rey de Media y reconstruido por Ciro. A Darío le agradaba creer que cuando estaba allí nadie sabía dónde se encontraba. Por supuesto, el harén sabía siempre exactamente dónde y con quién estaba el Gran Rey en cualquier momento de cualquier día. Excepto ese día.

En absoluto secreto, el Gran Rey había llegado la noche anterior. Era evidente que los sirvientes no estaban prevenidos. El salón principal estaba helado. Los braseros de carbón estaban recién encendidos. Las alfombras para el Gran Rey —sus pies no deben tocar jamás el suelo— habían sido extendidas tan apresuradamente que yo mismo ayudé a alisarlas.

En un estrado se hallaba el trono de Persia: una alta silla dorada con un apoyapiés. Frente al estrado, se habían colocado en hilera seis taburetes. Esto era desusado. En la corte, sólo el Gran Rey está sentado. Pero había oído hablar de ciertos consejos secretos en que figuras importantes se sentaban en presencia del Gran Rey. No es necesario aclarar que estaba muy excitado ante la perspectiva de ver al Gran Rey en su papel más real y secreto: el de jefe guerrero del clan montañés que había conquistado el mundo.

Fuimos recibidos por Artafrenes, hijo de Hystaspes y sátrapa de Lidia. Aunque esa poderosa figura tenía rango real en Sardis, la capital del rico y antiguo reino de Lidia que Ciro había arrebatado a Creso, aquí era un mero sirviente de su hermano menor, el Gran Rey. Cuando Artafrenes abrazó a su padre, éste le preguntó:

—¿Está él aquí?

En la corte sabemos, por la forma de hablar, cuándo «él» se refiere o no al Gran Rey. Este «él» era evidentemente otra persona.

—Sí, señor y padre. Está con los demás griegos.

Aun en aquel momento, comprendí que un encuentro secreto con griegos significaba complicaciones.

—Ya sabes lo que pienso. —El viejo Hystaspes acarició su brazo inútil.

—Lo sé. Pero debemos escucharles. Las cosas están cambiando en el oeste.

—¿Alguna vez no lo están? —dijo Hystaspes, con amargura.

Pensé que tal vez Artafrenes deseara hablar un instante a solas con su padre, pero antes de que pudiera excusarme fuimos interrumpidos por el chambelán, quien se inclinó con profunda reverencia ante los dos sátrapas y dijo:

—¿Querrán sus señorías recibir a los huéspedes del Gran Rey?

Hystaspes asintió y el huésped menos importante entró primero. Era mi viejo amigo, el médico Demócedes. Siempre actuaba como interprete cuando Darío recibía griegos de importancia. Luego, Tesalo de Atenas. Luego Histieo, que no necesitaba intérprete: era tan versado en lengua persa como diestro para la intriga persa.

El último griego era un hombre delgado, de pelo gris. Se movía lenta, grave, hieráticamente. Tenía, ante los demás, esa sublime naturalidad que sólo se halla en quienes han nacido para gobernar. Jerjes poseía esa cualidad. Darío no.

El chambelán anuncio:

—Hipias, hijo de Pisístrato, tirano de Atenas por la voluntad del pueblo. —Lentamente, Hystaspes atravesó la habitación y lo abrazó. En un instante, Demócedes estuvo al lado de ambos, traduciendo rápidamente a ambas lenguas las frases ceremoniales. Hystaspes siempre trató a Hipias con verdadero respeto. Hipias era el único soberano griego que el anciano podía soportar.

En el pabellón, las idas y venidas del Gran Rey siempre eran silenciosas. No había tambores, címbalos, flautas. Por este motivo, Darío estuvo antes de que nos diéramos cuenta en su silla, con Jerjes de pie a su derecha y el comandante general Datis a su izquierda.

Aunque Darío se encontraba sólo en la cincuentena, empezaba a mostrar signos de vejez. Solía quejarse de dolor en el pecho. Tenía dificultad para respirar. Como Demócedes no hablaba jamás de su paciente, nadie supo nunca el verdadero estado de salud de Darío. Sin embargo, para mayor seguridad, y cumplimiento con una antigua costumbre de Media, Darío había ordenado ya que se le construyera una tumba cerca de Persépolis, unas veinte millas al oeste de la santa Pasargada.

Ese día, Darío estaba cubierto de pesadas vestiduras de invierno. Salvo la cinta azul y blanca, no llevaba insignias de realeza. Jugueteaba constantemente con la daga que llevaba en el cinto. No podía estar totalmente inmóvil: otra señal de que, contrariamente a Jerjes y a Hipias, no había nacido soberano.

—He dado la bienvenida al tirano de Atenas —dijo—. Los demás estáis siempre cerca y no necesitáis que os dé la bienvenida en mi casa. —A Darío le impacientaban las ceremonias cuando la tarea a realizar no era la ceremonia misma.

—Comenzaremos. Éste es un consejo de guerra. Sentaos.

Darío tenía el rostro arrebatado, como si tuviese algo de fiebre. Tenía tendencia a las fiebres durante la estación fría.

Se sentaron todos, menos Jerjes, Datis y yo.

—Hipias acaba de llegar de Esparta.

Esto fue un choque para todo el mundo, como Darío deseaba. Sin la ayuda del ejército espartano, los mercaderes y terratenientes no habrían logrado expulsar al popular Hipias.

Darío extrajo a medias de la vaina roja la curva daga plateada. Aún puedo ver la brillante hoja en esa parte de mi memoria en que las cosas son visibles.

—Habla, tirano de Atenas.

Considerando que éste se veía obligado a detenerse a cada momento para que Demócedes pudiera traducir, no sólo se mostró eficaz sino elocuente.

—Gran Rey, estoy agradecido por cuanto has hecho por la casa de Pisístrato. Has permitido que conservásemos las tierras familiares de Sigeo. Has sido el mejor de los señores. Y si el cielo nos obliga a ser huéspedes de otro poder terreno, estaremos felices de ser los tuyos.

Mientras Hipias hablaba, Histieo miraba a Darío con la intensidad de esas serpientes de la India que primero inmovilizan con su mirada vidriosa al conejo asustado y luego atacan. Pero Darío no era un conejo asustado. A pesar de una década en la corte, Histieo no comprendía al Gran Rey. Hubiera sabido, en ese caso, que la cara de Darío nunca demostraba nada. En un consejo, el Gran Rey parecía un monumento de piedra en su honor.

—Pero ahora, Gran Rey, deseamos regresar a la ciudad de donde, hace siete años, nos exiliamos a causa de un puñado de aristócratas atenienses que lograron obtener la ayuda del ejército espartano. Afortunadamente, la alianza entre Esparta y nuestros enemigos se ha deshecho. Cuando el rey Cleomenes consultó el oráculo de la Acrópolis ateniense, supo que los espartanos habían cometido un grave error al unirse a los enemigos de nuestra familia.

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