Creación (57 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

«Un gran dios es el Sabio Señor, que ha creado esta tierra, que ha creado al hombre, que ha creado la paz para el hombre.» La última frase era una contribución de Jerjes: como a la mayoría de los gobernantes, no le gustaba la guerra en sí. «Que ha hecho rey a Jerjes, rey de muchos, señor de muchos…» Y así sucesivamente. Luego enumeramos todas las tierras que gobernaba. Aunque los últimos disturbios de Bactria se mencionaban de modo un tanto amenazador, no se hablaba de la rebelión egipcia. Era un asunto demasiado delicado. Logré también que Jerjes denunciara a los devas y a sus adoradores en términos más duros que los de Darío. Pero Jerjes echó a perder en parte el efecto al consagrar una característica del Sabio Señor denominada
arta
, o justicia. Si se considera arta como un mero aspecto de la divinidad, no hay blasfemia. Pero en estos últimos años, la gente del pueblo —con el apoyo de ciertos Magos— ha mostrado tendencia a considerar estos aspectos parciales del Sabio Señor como dioses en sí. Temo que el mismo Jerjes se haya inclinado a esta herejía. Dirigía sus plegarias tanto a Arta como al Sabio Señor, e incluso llamó a su hijo, el actual Gran Rey, Artajerjes.

Cuando Jerjes anunció que la corte permanecería un mes en Persépolis, me sorprendió que deseara separarse durante tanto tiempo del harén. Cuando se lo dije, sonrió.

—No sabes qué alivio es prescindir del consejo de Atosa y Amestris.

Le parecía auspicioso, además, comenzar su reinado en el corazón de la tierra persa, rodeado por los jefes de los clanes.

Quince mil personas, las más importantes del imperio, asistieron a la cena de la coronación, en el jardín principal del palacio de invierno de Darío. Vi la lista de animales inmolados para esa fiesta. No creo que haya quedado en las colinas un buey, una oveja o un ganso. A pesar de este inmenso gasto, la reunión fue un éxito, o por lo menos eso pensamos. Los nobles comieron y bebieron durante nueve horas. Muchos enfermaron; todos estaban maravillados. La terrible gloria real había sido transferida, del modo más apropiado, al legítimo Aqueménida. Esto era muy poco común.

Jerjes cenó con sus hermanos en una alcoba situada junto al salón en que nos encontrábamos cien de los amigos del rey. La alcoba estaba separada del salón por una gruesa cortina verde y blanca, que fue luego descorrida. Jerjes vino a beber con nosotros. Y más tarde, salimos al jardín, donde la ovación de los clanes resonó como las olas del océano cuando golpean rítmicamente la costa gobernadas por la luna. Sí, Demócrito: debajo de la superficie del océano exterior hay poderosas corrientes que no existen en el Mediterráneo, donde la causa de las olas son los vientos caprichosos. No, no conozco la razón. De alguna manera, las mareas oceánicas obedecen a las fases de la luna, como los períodos de las mujeres.

Yo estaba sentado entre Mardonio y Artabanes. Nos hallábamos tan borrachos como todos los demás. Sólo Jerjes parecía sobrio. Mezclaba agua con el vino, cosa que rara vez hacía. Estaba en guardia. Después de todo, al pie de su dorado diván se encontraba Ariamenes. El frustrado usurpador era un joven robusto, con los brazos de un herrero. Yo sentía aún profundas sospechas. Como todos, menos Jerjes.

Me agradó mucho Artabanes. No puedo decir que lo tomara muy en serio, aunque sabía que Jerjes se proponía nombrarlo comandante de la guardia de palacio, una posición de inmenso poder, puesto que el comandante de la guardia no sólo protege al Gran Rey sino que supervisa el funcionamiento cotidiano de la corte. Como Darío siempre había mantenido a sus comandantes de guardia, con rienda corta, supuse que Jerjes haría lo mismo.

Artabanes era un hircanio rubio y de ojos azules, uno o dos años menor que nosotros. Se rumoreaba que le agradaba beber en un cráneo humano. Fueran cuales fuesen sus hábitos privados, sus maneras en público eran sumamente refinadas. Ciertamente fue respetuoso conmigo. Temo haberlo encontrado algo obtuso; ésta era exactamente la impresión que él deseaba dar. Como se comprobó, los obtusos éramos nosotros.

El comandante de la guardia suele ser controlado, en la corte persa, por el chambelán. Un soberano hábil hace todo lo posible para mantener enfrentados a ambos funcionarios, lo cual no es difícil. Como el chambelán debe tener acceso al harén, es siempre un eunuco. Y como los guerreros viriles suelen despreciar a los eunucos, es normal que haya una hostilidad suficiente entre el comandante de la guardia y el chambelán de la corte. Por recomendación de Amestris, Jerjes había designado ya a Aspamitres para este último cargo. Y, en general, la corte estaba satisfecha. Todo el mundo sabia que Aspamitres siempre daba algo valioso a cambio de las dádivas que recibía. Era, además, un excelente administrador, como descubrí el día de la coronación de Jerjes.

A la altura del tercer plato, Mardonio y yo estábamos moderadamente ebrios. Recuerdo que se trataba de venado, preparado exactamente a mi gusto: adobado con vinagre y acompañado por crestas de gallo. Había comido un trozo. Luego me volví hacia Mardonio, que estaba más ebrio que yo y hablaba de guerras, como era su costumbre.

—Egipto es mejor que nada —dijo—. No me importa, en verdad. Sólo quiero servir al Gran Rey. —Aún no estábamos acostumbrados a la idea de que ese tremendo título pertenecía definitivamente a nuestro amigo de la infancia—. Pero, de todos modos, hemos perdido un año… —Mardonio eructó y olvidó de qué hablaba.

—Desde Grecia —dije—. Lo sé. Pero Egipto es más importante que Grecia. Egipto es rico. Y es nuestro. O lo era. —En ese instante, busqué un nuevo trozo de venado; hallé la fuente, pero no había más. Proferí una maldición.

Mardonio me miró sin comprender. Luego rió.

—No debes disputar a los esclavos lo que queda en la fuente.

—Pues eso es lo que haré.

De inmediato apareció Aspamitres a mi lado. Era joven, pálido, de aspecto inteligente, y no tenía barba. Eso significaba que había sido castrado antes de la pubertad, como los mejores eunucos. Había observado todo desde su puesto, junto al diván dorado de Jerjes.

—¿No habías terminado?

—No. Ni el almirante tampoco.

—Castigaremos a los responsables.

Aspamitres era un hombre riguroso. En un instante, el venado reapareció. Aquella misma noche, más tarde, seis criados fueron ejecutados. A causa de esto, el animado comercio de los alimentos de la mesa real disminuyó considerablemente, aunque jamás desapareció por completo. Es difícil desarraigar las costumbres antiguas. Pero, al menos durante los primeros años del reinado de Jerjes, se podía concluir la cena relativamente sin zozobras. Esa mejora debíamos agradecérsela a Aspamitres.

Se rumoreaba que desde los diecisiete años Aspamitres era el amante de la reina Amestris. No lo sé. Repito solamente lo que se decía. Aunque las damas del harén, e incluso las reinas, tendían a mantener complejas relaciones con sus eunucos, dudo que nuestra venerada reina madre, Amestris, usara de este modo a Aspamitres, si bien su miembro genital se consideraba insólitamente grande para una persona castrada a los diez u once años.

Demócrito me cuenta ahora el último chisme del ágora. Los griegos creen, al parecer, que la reina madre mantiene actualmente relaciones con el chambelán de la corte, un eunuco de veintitrés años que usa barba y bigote artificiales. Puedo asegurar a los atenienses amantes de los escándalos que la reina madre tiene ahora setenta años, y que es indiferente a los goces de la carne. En verdad, siempre ha preferido el poder al placer, como su predecesora la reina Atosa. No me parece imposible que la joven Amestris haya mantenido relaciones con eunucos. Pero eso ocurría en otro mundo, ahora perdido.

Ese mundo perdido era hermoso para nosotros. En particular ese invierno, en Persépolis, todo parecía posible. Menos una cosa: volver a vivir con comodidad. Los palacios no estaban terminados. En realidad, no había una verdadera ciudad. Sólo las cabañas de los trabajadores y un nuevo conjunto de edificios construidos en torno al tesoro de Darío. Esas salas, esos depósitos, pórticos y despachos, eran utilizados temporalmente para alojar a los funcionarios de la cancillería.

Mardonio y yo compartíamos una habitación pequeña, helada y sin ventilación, en el harén del palacio de invierno. Como las habitaciones femeninas sólo debían alojar la relativamente modesta colección de esposas y concubinas de Darío, eran inadecuadas para la verdadera ciudad de mujeres de Jerjes. Por consiguiente, la primera orden del Gran Rey fue impartida a sus arquitectos. Debían extender las habitaciones de las mujeres hacia el tesoro. Y finalmente, parte del antiguo edificio del tesoro fue derribada para dar espacio al nuevo harén.

Una tarde, Jerjes me hizo llamar.

—Ven a ver la tumba de tu tocayo —dijo.

Cabalgamos juntos la considerable distancia que había hasta la tumba de Ciro el Grande. La pequeña capilla de caliza blanca, con su galería de delgadas columnas, se erguía sobre una alta plataforma. La puerta de piedra estaba labrada como madera. Detrás de esa puerta, yacía Ciro en un lecho de oro.

Aunque el Mago que custodiaba la tumba era evidentemente un adorador de demonios, entonó en nuestro honor un cántico al Sabio Señor. Digamos, de paso, que aquel sacerdote residía en una casa situada junto a la tumba, y una vez por mes sacrificaba un caballo al espíritu de Ciro. Una antigua costumbre aria, que Zoroastro deploraba.

Jerjes ordenó al Mago abrir la tumba. Juntos entramos a la mohosa cámara en que el cuerpo de Ciro, conservado en cera, descansaba sobre su lecho. Junto a éste había una mesa de oro cubierta de maravillosas joyas, armas, vestiduras, que brillaban a la luz vacilante de la tea que Jerjes sostenía en alto.

Es una extraña sensación la que se tiene al mirar a un hombre célebre muerto más de medio siglo atrás. El cadáver estaba vestido con pantalones rojos y un manto de placas de oro superpuestas. El manto cubría casi por entero el cuello, para ocultar la herida abierta por el hacha del bárbaro. Como al descuido, Jerjes lo desplazó, revelando la oscura cavidad.

—Atravesó su columna vertebral —dijo Jerjes—. No era un hombre hermoso, ¿no te parece? —Jerjes miraba críticamente el rostro cubierto de cera.

—Era anciano —susurré. Excepto por el tono ceniciento de la piel, Ciro podía estar dormido; yo no deseaba despertarlo por nada del mundo. Estaba espantado.

Jerjes no lo estaba en absoluto.

—Querría que de mi cuerpo se ocuparan los egipcios —dijo, censurando a los embalsamadores de Ciro—. Tiene mal color. Y mal olor.

Jerjes respiró el aire húmedo e hizo una mueca. Pero yo sólo olía los diversos ungüentos utilizados por los embalsamadores.

—Duerme en paz, Ciro el Aqueménida. —Jerjes saludaba jovialmente al fundador del imperio—. Tu descanso es merecido. Te envidio. —Yo nunca supe con certeza cuándo Jerjes hablaba en serio y cuándo no.

Jerjes había instalado su despacho en lo que se llamaba el anexo de Darío, aunque había sido totalmente construido por Jerjes cuando era el príncipe de la corona. Calias me dice que ahora Fidias está copiando ese hermoso edificio. Le deseo buena fortuna. El anexo fue el primer edificio del mundo rodeado de pórticos por todas partes. Demócrito duda que sea así. También yo lo dudaría si pasara todo mi tiempo con los filósofos.

Poco después de la visita a la tumba de Ciro, Jerjes me hizo llamar oficialmente. Aspamitres me recibió en el vestíbulo del anexo. Como siempre, estaba ansioso por agradar. En verdad, gracias al celo de Aspamitres, la indolencia y las malas maneras de los funcionarios de la cancillería de Darío habían desaparecido de la noche a la mañana. Los funcionarios se mostraban activos y dispuestos, y continuaron así durante más o menos un año. Luego volvieron a ser indolentes. Pero eso es característico en los funcionarios de la cancillería y, desde luego, en los eunucos.

Pasé por entre las mesas de trabajo dispuestas en hileras entre columnas de colores brillantes, hechas de madera y recubiertas de yeso. Ésta es la forma más barata de construir columnas. Y es más fácil decorar el yeso que la piedra. Se dice que Fidias se propone hacer de mármol todas sus columnas. Si se le consiente esa locura, es obvio que Atenas verá su tesoro vacío. Todavía hoy no se han terminado de pagar las columnas de granito de los principales edificios de Persépolis.

Braseros de carbón hacían agradable el ambiente en la habitación de Jerjes; el incienso que ardía en dos trípodes de bronce lo tornaba desagradablemente acre. Es cierto que el incienso siempre me ha dado dolor de cabeza, sin duda porque lo asocio con el culto de los demonios. Zoroastro fustigaba el uso del incienso y del sándalo, por ser los aromas preferidos por los demonios. Aunque nuestros Grandes Reyes proclamaban su creencia en el Sabio Señor, permiten que ciertos pueblos los consideren como dioses. No me agrada esta paradoja. Pero es más fácil cambiar el curso del sol que alterar el protocolo de la corte persa.

Jerjes estaba sentado ante una mesa, en aquella habitación sin ventanas. Por un instante, a la luz de la lámpara, lo vi, con temor, semejante a Darío. Me dejé caer al suelo. En alta voz, Aspamitres recitó mi nombre y mis títulos. Y luego, inmediatamente, desapareció.

—Levántate, Ciro Espitama. —La voz era la de mi amigo Jerjes. Me puse de pie mirando al suelo, como era la costumbre.

—El amigo del rey puede mirar a su amigo. Por lo menos, cuando estamos a solas. —De modo que lo miré, y él a mí. Sonreímos. Pero nada era como había sido, ni volvería a ser así. Era el rey de reyes.

Jerjes fue directamente a la cuestión.

—Debo componer mi autobiografía antes de ir a Egipto; esto significa que no hay mucho tiempo. Quiero que me ayudes a escribir el texto.

—¿Qué desea hacer saber al mundo el rey de reyes?

Jerjes empujó hacia mí una pila de deteriorados papiros, cubiertos con la escritura elamita.

—Es la única copia de la autobiografía de Ciro que hemos podido encontrar en la casa de los libros. Ya ves que está casi deshecha. Al parecer, nunca la reescribió. El texto no muestra cambios posteriores al año de mi nacimiento. A propósito: habla de mí. De todos modos, tendremos que trabajar a partir de esto.

Miré el texto elamita.

—El lenguaje es muy anticuado —dije.

—Tanto mejor —respondió Jerjes—. Quiero parecerme a Darío, quien se asemejaba a Cambises, que recordaba a Ciro, quien imitaba a los reyes de Media y así hasta el principio, sea cual fuere. —Pensé, recuerdo, que aunque Darío siempre hablaba del seudo-Mardos como un predecesor, Jerjes no lo mencionaba jamás.

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