Creación (77 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

A Fan Ch'ih le agradaba ver trabajar a los herreros en la fundición. El proceso le parecía fascinante. Yo hallaba fascinantes a los artesanos de Catay. Jamás he conocido gentes capaces de aprender a dominar nuevas técnicas con tal rapidez. Aunque yo estaba oficialmente a cargo de la producción de hierro del estado, poco tuve que hacer después de los primeros pocos meses. Los herreros catayanos sabían lo mismo que sus pares persas, y yo ya no era necesario.

Una semana después del anuncio de los impuestos, Fan Ch'ih me visitó. Dejé el trabajo en manos de mi asistente principal y salí del calor y el fulgor del metal fundido a una brumosa noche violeta, punteada por la lenta caída de grandes copos de nieve. Mientras caminábamos hacia mi casa, escuché las últimas noticias. En apariencia, el barón K'ang tenía pleno control de la situación. Se estaban recaudando los impuestos y el estado parecía razonablemente a salvo de disensiones internas.

—Pero el maestro se niega a ver a Jan Ch'iu. Y al barón K'ang.

Estábamos en la calle de los alfareros shang. Los shang son los hombres de pelo negro, anteriores a la dinastía Chou, que fueron conquistados por las tribus del norte. Antes de que los Chou llegaran al Reino Medio, los shang eran sacerdotes, administradores, maestros de lectura y escritura. Ahora no tenían poder. Se dedicaban a la alfarería. Pero en los últimos tiempos empezaban a abundar entre los caballeros confucianos, los provenientes del viejo linaje shang. Y de ese modo, gradualmente, la gente de pelo negro regresaba al poder, como aparentemente sucedía en todo el mundo. Zoroastro, el Buda, Mahavira, aun Pitágoras, revivían las antiguas religiones del mundo pre-ario, y el dios-caballo moría en todas partes, poco a poco.

—¿Confucio no corre peligro —pregunté— cuando desafía al barón K'ang? —Estábamos ante una tienda de cerámica. Como en toda tienda shang hay una linterna que ilumina los rojos, azules y amarillos de las piezas vidriadas como brasas en una hornalla, Fan Ch'ih parecía de pronto un arco iris andante.

Fan Ch'ih sonrió.

—Lu es «Chou del oriente». O eso es lo que pretendemos. Nuestro sabio divino está seguro, diga lo que diga.

—Pues él dice que no es un sabio divino.

—Es modesto; un claro signo de divinidad, si los hay. Pero es también cruel. Jan Ch'iu sufre.

—Podría acabar con el sufrimiento renunciando.

—No renunciará.

—Entonces, ¿prefiere sufrir?

—Prefiere el poder a la bondad. Esto es muy común. Pero quisiera ser tan bueno como poderoso, y esto no es común. Jan Ch'iu cree que es posible. El maestro no está de acuerdo.

Fan Ch'ih compró unas castañas asadas. Mientras las pelábamos, nos quemamos los dedos; mientras las comíamos, nos quemamos los labios. Los suaves y pertinaces copos de nieve caían constantemente del cielo de oscura plata al suelo de oscura plata.

—Debes hablar con él —dijo Fan Ch'ih, con la boca llena.

—¿Con Jan Ch'iu?

—Con el maestro. Eres una figura neutral, un extranjero. Te escuchará.

—Lo dudo. Pero además, ¿qué puedo decirle?

—La verdad. El estado padece porque no hay armonía entre el gobernante y el sabio divino. Pero si Confucio recibiera a Jan Ch'iu…

Prometí hacer lo que pudiera. Y volví a plantear el tema de mi retorno, una vez más.

Fan Ch'ih no era optimista al respecto.

—No se puede hacer nada este año. El tesoro todavía está en déficit. Pero sé que el barón K'ang está muy interesado en la ruta por tierra a la India.

—¿Tu ruta de la seda?

—Sí, mi ruta de la seda. Pero ese viaje es una gran empresa.

—Me estoy haciendo viejo, Fan Ch'ih.

Hasta el día de hoy, asocio la profunda soledad con la nieve que cae y las castañas ardientes.

—Reúne al barón K'ang y a Confucio. Si lo haces, conseguirás lo que deseas. —Aunque no le creí, dije que haría lo posible.

El día siguiente era el último del año, de modo que me dirigí al altar ancestral de Confucio. No podía haber elegido un momento peor. Los ritos de la expulsión estaban en su apogeo. Ésta es, sin duda, la ceremonia más ruidosa del mundo. Todo el mundo corre de un lado a otro haciendo sonar cornetas, tambores y matracas. Se cree que sólo se puede expulsar a los malos espíritus del año viejo y abrir el paso a los del año nuevo si se hace todo el ruido posible. Durante el rito de la expulsión, Confucio acostumbraba a acudir a la cumbre de los escalones del este del altar de los antepasados, con su traje de corte. Cuando el ruido alcanzaba el nivel más ensordecedor, hablaba en tono tranquilizador a los espíritus ancestrales. Les pedía que no se asustaran ni se sorprendieran por el escándalo, y que se quedaran donde estaban.

Pero, para mi sorpresa, Confucio no estaba en los escalones del altar. ¿Estaba enfermo? Corrí a su casa. O intenté correr, porque a cada paso me detenían las danzas de los exorcistas y sus locos oficiales.

Por unas monedas, un exorcista recorre las casas expulsando los malos espíritus. Acompañan al exorcista cuatro ruidosas personas que reciben el nombre de locos. No tiene importancia el que lo sean o no. Ciertamente, se conducen del modo más grotesco que quepa imaginar. Llevan una piel de oso cubriéndoles la cabeza y los hombros, y además pica y escudo. Cuando llegan a una casa, los locos provocan el éxtasis de los criados con terribles aullidos mientras el exorcista corre por la casa gritando epítetos a los malos espíritus instalados en el sótano, los aleros, las habitaciones posteriores.

La fachada enjalbegada de la casa de Confucio había sido untada con una pintura amarillo azafrán. Nunca supe que significaban esas manchas. Como la puerta principal estaba abierta, entré. Esperaba ver alguna clase de ceremonia religiosa. Pero no había sacerdotes ni discípulos en la habitación exterior, fría como una tumba.

Mientras cruzaba el salón, oí llantos en el interior de la casa. Pensando que podía haber un exorcista, me detuve y traté de recordar las normas correctas de etiqueta. ¿Estaba permitido entrar en la casa de alguien durante el rito de la expulsión?

Un discípulo que se había deslizado en la sala detrás de mí me informó.

—El hijo ha muerto —susurró—. Debemos dar el pésame al padre. —Me condujo a las habitaciones privadas.

Vestido de luto, Confucio estaba sentado sobre una estera, de espaldas a la columna de madera. En la habitación había varios discípulos. No sólo parecían tristes, sino también asombrados.

Saludé al maestro, que respondió con su habitual cortesía. Ambos hicimos los gestos exigidos en la más triste de las ocasiones. Cuando me arrodillé junto a Tzu-lu, él murmuro:

—No hay forma de consolarlo.

—¿Cómo se podría, puesto que el dolor supremo es perder al hijo mayor? —Era la frase tradicional.

—Ha perdido más que eso —respondió Tzu-lu.

Al principio no comprendí qué quería decir. En términos convencionales, lo peor que le puede ocurrir a un hombre es perder a su hijo mayor. Me uní a los cánticos; repetí las plegarias; emití sonidos de consuelo. Pero Confucio no sólo gemía según manda el rito, sino que lloraba verdaderamente.

Por fin, respetuosamente pero con firmeza, Tzu-lu dijo:

—Maestro, has abandonado todo recato. ¿Es correcto ese llanto?

Confucio dejó de gemir. Las lágrimas brillaban en sus mejillas como huellas de caracol.

—¿Es correcto? —repitió. Y antes de que Tzu-lu pudiera responder, volvió a echarse a llorar. Y al mismo tiempo dijo, con voz asombrosamente firme—: Si alguna muerte humana puede justificar abandonarse al llanto, es precisamente la suya.

Comprendí entonces que Confucio no creía en una vida posterior. Cualesquiera que fuesen sus palabras rituales acerca del cielo como residencia de los antepasados, él no creía que existiese ese lugar. Aun así, me sorprendió bastante que estuviese desmoralizado por la muerte de ese hijo que tan poco había significado para él. En verdad, había sido muchas veces una fuente de confusión para su padre. Había sido acusado en varias oportunidades de pedir dinero a los discípulos de Confucio y de guardárselo. Y lo peor era que había sido un necio.

Luego, un anciano a quien yo nunca había visto dijo:

—Maestro, dame tu carroza para poder construir con su madera un ataúd adecuado para mi hijo.

Me sentía cada vez más sorprendido. ¿Quién era aquel anciano? ¿Quién era el hijo muerto? Bruscamente, Confucio dejó de llorar y se volvió al anciano.

—No, amigo mío, no te la doy. Tú has perdido mucho, y yo también. No; yo he perdido el doble, porque he perdido a mi propio hijo y ahora también he perdido al tuyo, que era el mejor y el más sabio de los jóvenes.

Supe así que también Yen Hui había muerto. Dos veces, en rápida sucesión, el maestro había sido herido por… el cielo.

El padre de Yen Hui empezó a protestar en tono desagradable.

—Entonces, ¿no es importante que un joven valioso reciba todos los honores? ¿No era acaso el más sabio discípulo del hombre más sabio?

Confucio parpadeó. La pena fue reemplazada por el fastidio. Contrariamente a lo que se suele pensar, los viejos siempre cambian de humor más rápidamente que los jóvenes.

—Tu hijo era como un árbol al que yo pude cuidar hasta que dio flores. Pero no vivió lo bastante para dar fruto. —Confucio hizo una pausa; respiró profundamente, y continuó con evidente emoción—: No puedo permitir que se use mi carroza para adornar el ataúd, porque cuando mi hijo fue sepultado, y no pretendo compararlo con Yen Hui, tampoco tuvo un ataúd adornado. Primero, porque no hubiese sido correcto y, además, porque soy el primer caballero y no puedo ir a pie hasta la tumba. La costumbre exige que vaya en carroza. Como ésa es la ley, no tenemos opción.

Aunque el padre de Yen Hui estaba claramente disgustado, no se atrevió a objetar. Pero Tzu-lu lo hizo.

—Sin duda, maestro, debemos enterrar a Yen Hui con toda la ceremonia posible. Podemos encontrar madera para adornar el ataúd sin privarte de tu carroza. Ciertamente, debemos honrar a Yen Hui. Se lo debemos al cielo, a los antepasados y a ti, que has sido su maestro.

Hubo un largo silencio. Luego Confucio bajó la cabeza y murmuró, como para sí mismo:

—El cielo me ha robado lo que era mío.

Tan pronto como hubo pronunciado esta blasfemia, el cielo respondió. Un exorcista irrumpió en la habitación, seguido por cuatro locos aulladores. Mientras bailaban, golpeando tambores y campanas, e insultando a todos los malos espíritus del año viejo, Confucio se deslizó fuera de la habitación; y yo atravesé la ciudad a toda prisa, para llegar al palacio de Chi.

Encontré a Fan Ch'ih en la parte del palacio equivalente, en Persia, a la sala segunda de la cancillería. Allí, los caballeros Chou de piel blanca y los caballeros shang de pelo negro se ocupaban de los asuntos cotidianos del estado. Nunca supe cuántos de esos funcionarios eran confucianos. Sospecho que la mayoría.

Fan Ch'ih estaba enterado de las dos muertes.

—Es muy triste. Yen Hui era un hombre notable. Todos lo extrañaremos.

—¿Y el hijo?

Fan Ch'ih hizo un gesto de indiferencia.

—Al menos, este infortunio nos da tiempo para respirar.

Jan Ch'iu se reunió con nosotros. Aunque parecía exhausto, me recibió con la cortesía que se le debe a un huésped de honor. También él conocía las noticias.

—Desearía acudir a su lado. Sé que sufre. ¿Qué dijo?

Repetí la frase de Confucio acerca del cielo.

Jan Ch'iu movió la cabeza.

—Eso no está bien, como él será el primero en admitir cuando su dolor se calme.

—En otros tiempos —agregó Fan Ch'ih—, jamás habría dicho esto, por dolorido que estuviera a causa de la voluntad del cielo.

Tanto Jan Ch'iu como Fan Ch'ih parecían más alterados por el insólito exabrupto de Confucio que por la muerte del ejemplar Yen Hui.

—¿Irás al funeral? —le pregunté a Jan Ch'iu.

—Por supuesto. Será muy importante. El padre se ha ocupado de eso.

Me sorprendí.

—Pero el maestro ha dicho que la ceremonia en honor de Yen Hui debía ser tan sencilla como la de su propio hijo.

—Tendrá una decepción —repuso Jan Ch'iu—. He visto los planes. El padre me habló de ello por la mañana. Huésped de honor —tocó ligeramente mi brazo con el dedo índice, un gesto de confianza—: como sabes, no soy persona grata en la casa del maestro. Sin embargo, es urgente que lo vea lo antes posible.

—Estará de duelo al menos durante tres meses —dijo Fan Ch'ih—. Y nadie podrá hablar con él… de otros asuntos.

—Tendremos que encontrar un medio. —Nuevamente el dedo índice, ligero como una mariposa, se apoyó en mi brazo—. Eres un bárbaro. Eres un sacerdote. Le interesas. Por encima de todo, jamás lo has disgustado ni irritado. Si quieres hacernos un bien, y quiero decir un bien al país, y no simplemente a la familia a la que sirvo, trata de arreglar un encuentro entre Confucio y el barón K'ang.

—Pero basta con que el barón lo llame. Como primer caballero, él tendrá que ir.

—No se puede llamar a un sabio divino.

—Confucio niega…

—En el Reino Medio —interrumpió Jan Ch'iu—, es el sabio divino. El hecho de que Confucio lo niegue con tal vehemencia, prueba sencillamente que es en verdad lo que sabemos. El barón K'ang necesita a Confucio. —Jan Ch'iu me miró a los ojos. Esto suele indicar que un hombre miente. Pero el mayordomo no tenía por qué mentirme—. Tenemos muchas, muchas dificultades.

—¿Los impuestos?

Jan Ch'iu asintió.

—Son exorbitantes. Pero, sin ellos, no podemos pagar al ejército. Sin el ejército…

Jan Ch'iu se volvió hacia Fan Ch'ih, quien me informó de las últimas amenazas al estado.

—Cerca del castillo de Pi hay una especie de terreno sagrado llamado Chuan-yu. El propio duque Tan le concedió la autonomía. Aunque se encuentra dentro de las fronteras de Lu, ha sido siempre independiente. La fortaleza de Chuan-yu es casi tan formidable como el castillo de Pi.

Empecé a comprender.

—De modo que el antiguo guardián de Pi…

—… intenta subvertir Chuan-yu. —La cara siempre alegre de Fan Ch'ih contrastaba con la tensión de su voz—. Sólo es cuestión de tiempo el que tengamos otra rebelión en el reino.

—El barón K'ang querría arrasar la fortaleza…

Jan Ch'iu jugaba con los ornamentos de su cinturón.

—«Si no lo hacemos ahora, tendrán que hacerlo mi hijo o mi nieto», ha dicho el barón. «No podemos permitir que una fortaleza tan poderosa esté en manos de nuestros enemigos. Por supuesto, Confucio se opondrá a un ataque a ese lugar sagrado, o a cualquier otro lugar sagrado.» —Jan Ch'iu me miró fijamente por segunda vez. Yo estaba bastante asustado. Como tantos caballeros Chou, tenía los ojos amarillos de un tigre—. Como ministros del barón, estamos de acuerdo con él. Como discípulos de Confucio, estamos en desacuerdo.

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