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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (79 page)

Los lagos artificiales reflejaban la luz acuosa de aquel pálido mediodía.

Plantas acuáticas verde claro cubrían la superficie como una red, en cuyas delicadas mallas crecían los lotos. En la orilla se erguían las orquídeas amarillas como mariposas congeladas. Los jardineros estaban vestidos con pieles de leopardo: Ignoro la razón. El efecto no sólo era extraño, sino también misteriosamente hermoso. Me dijeron que era típico en los jardines de Ch'u.

En el nivel superior había un edificio de dos pisos, de piedra roja muy pulida. Inclinándose cortésmente, el chambelán nos condujo a un salón tan alto, ancho y largo como el total del edificio. Todos estábamos maravillados por la hermosura y levedad del interior; es decir, todos menos Confucio, que parecía particularmente sombrío.

El mármol gris verdoso del interior contrastaba vivamente con el rojo exterior. En el centro del salón, una enorme columna de mármol negro, tallada en forma de árbol, sostenía un cielo raso cuyas vigas radiales de madera de teca estaban esculpidas en forma de ramas cargadas de numerosos frutos dorados.

Frente a la puerta principal, un tapiz del color del martín pescador ocultaba la entrada al palacio. Cordeles o manos invisibles descorrieron el tapiz, revelando al barón K'ang. El dueño de casa estaba vestido sencilla, pero correctamente. Saludó al primer caballero correcta, pero no sencillamente. Los movimientos de cabeza, la agitación de las manos, el balanceo de los hombros, la ruidosa inhalación de aire, fueron infinitos. Era ésa, evidentemente, una ocasión suprema y cargada de significado.

Cuando Confucio correspondió con la respuesta adecuada, el barón nos condujo a una galería que dominaba una serie de jardines en terrazas escalonadas. Allí, una docena de bellísimas muchachas de Ch'u nos sirvieron un banquete. Las jóvenes completaban la decoración, e incluso la arquitectura, y todos estábamos fascinados con excepción de Confucio. Éste ocupó el lugar de honor y cumplió el ceremonial oportuno, pero manteniendo sus ojos apartados de las servidoras. Ninguno de nosotros sabía que hubiese en Lu semejante lujo. Aunque el palacio de la familia Chi en la capital era un gran edificio, era austero, como convenía al centro administrativo de un estado pobre. Por sus propias razones, el dictador había decidido mostrarnos un aspecto de su vida que pocos tenían el privilegio de ver. Estábamos impresionados, como él deseaba que estuviéramos. Confucio estaba sorprendido. ¿Era eso lo que quería el barón? Todavía hoy no estoy seguro.

La comida era deliciosa y bebimos demasiado vino oscuro como el jade, aromatizado con miel, mientras comíamos una serie de platos presentados al modo del sur. Es decir, alternando los alimentos amargos, los salados, los agrios, los picantes y los dulces. Recuerdo los siguientes: tortuga al vapor; ganso en salsa agria; pato a la cazuela; cabrito asado con mermelada; carne de grulla, desecada, con rábanos encurtidos; la famosa sopa agriamarga de Wu.

Excepto el barón K'ang y Confucio, todo el mundo devoraba con desagradable avidez. El sabio y el dictador comieron con moderación y bebieron apenas unos sorbos de vino.

Entre un plato y otro, jóvenes bailarinas ejecutaban las seductoras danzas de Cheng, acompañadas por cítaras, flautas, tambores y campanillas. Luego, una fascinante belleza de Wu cantó una serie de canciones de amor, que hasta Confucio se sintió obligado a elogiar por su refinamiento, y también por su antigüedad. El maestro detestaba en general toda la música compuesta desde los tiempos de Chou.

Recuerdo jirones y fragmentos de la conversación, aún iluminada en mi memoria por el día espléndido, la comida, la música, las mujeres. En cierto momento, el barón se volvió hacia Confucio.

—Dime, maestro: ¿cuál de tus discípulos tiene mayor amor a la sabiduría?

—El que ha muerto, primer ministro. Infortunadamente, Yen Hui ha tenido corta vida. Ahora —dijo Confucio, mirando duramente a los discípulos que estaban presentes— no hay nadie que pueda ocupar su sitio.

El barón sonrió.

—Naturalmente, maestro, tú eres quien puede juzgar. Pero aun así, yo pensaría que Tzu-lu es sabio.

—¿Lo pensarías? —Confucio descubrió las puntas de sus dientes.

—Sí, y también que es una persona que merece un cargo oficial. ¿Estarías de acuerdo, maestro? —De este modo, sin mayor delicadeza, el barón sobornaba a Confucio.

—Tzu-lu es eficiente —respondió éste—. Por lo tanto, debería tener un cargo. —Tzu-lu se mostró embarazado.

—¿Y Jan Ch´iu?

—Es versátil —respondió Confucio—. Como tú sabes, puesto que ya posee un cargo.

—¿Y Fan Ch'ih?

—Como también sabes, es capaz de hacer las cosas.

Jan Ch´iu y Fan Ch'ih dejaron de gozar de la fiesta, mientras el barón se divertía a sus expensas. Además, éste se estaba comunicando secretamente con Confucio.

—Soy bien servido por tus discípulos, maestro.

—Desearía que la bondad fuera igualmente bien servida, primer ministro.

El barón prefirió no contestar a esa punzante respuesta.

—Dime, maestro: ¿cuál es la mejor manera de alcanzar el respeto y la lealtad de la gente común?

—¿Aparte del ejemplo? —Percibí de pronto que Confucio estaba en el pináculo de la ira, y que además no le había sentado bien la comida, a pesar de la frugalidad que había demostrado. El barón aguardaba, como si el maestro aún no hubiese hablado—. Trata dignamente a los hombres —agregó Confucio, después de fruncir el ceño y eructar—, y te respetarán. Eleva a los servidores del estado que tienen valor, y enseña a los incompetentes.

—¡Cuánta verdad! —El barón parecía encantado ante tal banalidad.

—Me complace que así te parezca. —Confucio estaba más amargado que nunca—. Ciertamente, jamás se debe hacer lo contrario.

—¿Lo contrario?

—No intentes enseñar a quienes valen. No eleves a los incompetentes.

Afortunadamente, la conversación fue interrumpida por una triste balada de Ts'ai. Cuando concluyó, sin embargo, el barón K'ang continuó formulando sus preguntas corteses y desafiantes.

—Como sabes, maestro, los delitos han aumentado enormemente desde el tiempo en que servías de modo distinguido como viceministro de policía. Tres veces han asaltado mi casa; me han robado a mí, que soy el humilde esclavo del duque. ¿Qué harías para detener esta epidemia de fechorías?

—Si las personas no adquirieran nada, primer ministro, no sería posible encontrar un ladrón dispuesto a robar. No habría nada que robar.

El barón ignoró ese… desatino. No se podía describir de otro modo la respuesta del maestro. Evidentemente, Confucio estaba indignado por la exhibición de riqueza que el barón se permitía mientras el estado se encontraba en la ruina.

—Sin embargo, maestro, no está bien robar. ¿Cómo podemos hacer, quienes gobernamos, para que la gente cumpla la ley?

—Si sigues un camino recto, ¿quién seguirá uno tortuoso?

Casi todos nos sentíamos, en aquel momento, incómodos. Algunos estaban ebrios. Pero el barón no demostró el menor desánimo.

—Creo, maestro, que cada uno de nosotros sigue un camino que considera recto. Pero si algunos escogen el camino tortuoso… ¿qué debe hacer con ellos el gobernante? ¿Condenarlos a muerte?

—Eres un gobernante, primer ministro; no un carnicero. Si deseas sinceramente el bien, el pueblo también lo deseará. El caballero es como el viento, y la gente común como la hierba. Cuando el viento recorre la pradera, la hierba se inclina. —Confucio había recuperado su serenidad habitual.

El barón asintió. Tuve la impresión de que escuchaba con gran atención. ¿Qué esperaba oír? ¿El sonido de la traición? Sentí angustia. Todos la sentíamos, excepto Confucio, cuya mente parecía por el momento sosegada, a diferencia de su estómago.

—¿Comprende la gente común las actitudes del caballero?

—No. Pero se la puede inducir, mediante el ejemplo adecuado, a imitarlas.

—Comprendo. —El barón tuvo un acceso de hipo, que los catayanos consideran una manifestación audible de la sabiduría. Hasta Confucio parecía menos severo, como si hubiese advertido la atención de su antagonista—. Dime, maestro: ¿es posible para el gobernante dar paz y prosperidad a su pueblo si no sigue el buen camino?

—No, primer ministro. No es posible.

—Entonces, ¿qué debemos pensar del último duque de Wei? Era un hombre de mala reputación, que se dejaba manipular por su concubina, una mujer, a quien, según creo, has visitado una vez.

Ante ese desagradable ataque, Confucio frunció el ceño.

—Si alguna vez he hecho algo malo —dijo—, ruego al cielo que me perdone.

—Sin duda el cielo te ha perdonado ya. Pero explícame: ¿Por qué no castigó el cielo a aquel mal gobernante? Pues murió hace diez años, feliz, viejo y próspero.

—El duque de Wei consideró conveniente contratar los servicios del mejor canciller, el más devoto gran sacerdote y el más lucido general del Reino Medio. Ése fue el secreto de su éxito. Al designar a su personal, seguía el camino del cielo. Eso no es corriente —respondió Confucio, mirando fijamente al dictador.

—Me atrevo a afirmar que pocos gobernantes han tenido tan capaces y virtuosos servidores como el indecoroso duque —dijo suavemente el dictador.

—Me atrevo a afirmar que pocos gobernantes han sido tan aptos para reconocer de inmediato la bondad y la virtud.

La serenidad de Confucio era total. Y devastadora. Todos estábamos muy nerviosos, con excepción del maestro y el dictador. Aparentemente, disfrutaban con el duelo que mantenían.

—¿Cuándo es bueno un gobierno, maestro?

—Cuando los próximos aprueban y los que están lejos se acercan.

—Entonces, nos honra el que tú, que estabas lejos de nosotros, te hayas acercado. —El barón habló muy cuidadosamente—. Rogamos porque tu presencia entre nosotros signifique la aprobación de nuestra política.

Confucio miró con cierta rudeza al primer ministro. Luego expresó la respuesta correcta, algo pobre.

—El que no posee un cargo en el estado no discute su política.

—Tus… pequeños poseen altos cargos. —El barón señaló a Jan Ch'iu y a Fan Ch'ih—. Ellos ayudan a crear buenas leyes y decretos sensatos…

Confucio interrumpió al dictador.

—Primer ministro: si insistes en gobernar al pueblo con leyes, reglamentos, decretos y castigos, el pueblo simplemente se alejará de ti y se dedicará a sus propios asuntos. Por otra parte, si gobiernas con la fuerza moral y el ejemplo personal, vendrán a ti por su propia cuenta. Serán buenos.

—¿Qué es la bondad, maestro?

—El camino del cielo, tal como lo practican los sabios divinos.

—Pero como tú eres un sabio divino…

—¡No! Yo no soy un sabio divino. Soy un hombre imperfecto. A lo sumo, soy un caballero. A lo sumo, he puesto un pie en el camino. Mi señor barón, la bondad es el reconocimiento de la posibilidad de amar todas las cosas. Aquel cuyo corazón tienda, aunque en pequeña medida, a la bondad, tendrá conciencia de esa posibilidad y hallará imposible no amar a un hombre.

—¿Aunque sea malvado?

—Especialmente al malvado. Perseguir la rectitud es una tarea de toda la vida. La disposición básica de un caballero de verdad es la rectitud, que él pone en práctica según el ritual y acrecienta modestamente, procurando que sea completa. Por cierto, alcanzar poder y riqueza, sin rectitud, es algo tan alejado del ideal del caballero como una nube flotante.

El barón era tan poco recto como la mayoría de los gobernantes, pero inclinó respetuosamente la cabeza.

—Entonces —dijo a la alfombrilla de seda en que estaba sentado—, ¿en qué consiste la rectitud, hablando en términos prácticos para un humilde servidor del estado?

—Si no lo sabes ya, no te lo podré decir. —Confucio estaba sentado muy erguido—. Pero como estoy seguro de que, en lo hondo de tu vientre, sabes qué es la rectitud, como cualquier otro caballero, recordaré que implica dos cosas: consideración y lealtad a los demás.

—Para ser considerado, maestro, ¿qué debo hacer?

—No harás a otros lo que no deseas que te hagan a ti. Esto es muy simple. En cuando a la lealtad, se la debes a tu soberano si es recto. Si no lo es, debes transferir esa lealtad, aunque sufras al hacerlo.

—Dime, maestro: ¿has encontrado alguna vez a alguien que se preocupe profundamente por la rectitud y odie verdaderamente la maldad?

Confucio miró sus manos. Siempre me llamaba la atención la inusitada longitud de sus pulgares. Respondió en voz baja:

—No recuerdo a nadie que haya logrado hacer el bien con todo su empeño siquiera por un solo día.

—Sin duda, tú eres enteramente bueno.

Confucio movió la cabeza.

—Si lo fuera, no estaría aquí contigo, primer ministro. Hemos comido lujosamente mientras el pueblo ayuna. Eso no es bueno. No es recto. No es justo.

En cualquier otro lugar de la tierra, la cabeza de quien dijera algo similar habría sido separada de su cuerpo de inmediato. Todos estábamos aterrorizados. Pero, curiosamente, Confucio había hecho lo más inteligente que podía hacer. Al atacar abiertamente al dictador en el terreno moral, demostraba que no era políticamente peligroso para la familia Chi. Era, en el peor de los casos, una molestia. En el mejor, un ornamento de su régimen. El sabio que denuncia con truculencia los defectos de todos es con frecuencia el hombre más seguro del reino. Algo muy parecido ocurre con el bufón, a quien tampoco se suele hacer caso. Lo que temía el barón K'ang era que Confucio y sus discípulos estuviesen aliados con Key, y trabajaran secretamente para derrocar a las familias de barones y restaurar el poder ducal. Como luego se comprobó, la conducta de Confucio en el pabellón del bosque convenció al dictador de que nada debía temer de los confucianos.

El barón K'ang explicó extensamente a Confucio por qué el estado necesitaba nuevos recursos. Se excusó también por la opulencia de su casa.

—Fue construida por mi padre y no por mí —dijo—. Y era, en gran medida, un regalo del gobierno de Ch'u.

Confucio guardó silencio. La tempestad había pasado. Mientras se generalizaba la conversación, los movimientos de las bailarinas se hacían cada vez más eróticos, y no recuerdo cómo llegué a la cama aquella noche. Sólo que desperté, en la mañana siguiente, en una alcoba de madera roja con incrustaciones de azabache. Mientras me sentaba en la cama, una hermosa muchacha descorrió las largas cortinas de seda azul. Me ofreció una jofaina en cuyo interior se veía un fénix dorado elevándose de entre las llamas: el mejor de los augurios, pensé, mientras vomitaba. Jamás me he sentido peor, en un entorno más hermoso.

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