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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (78 page)

—¿Crees realmente que alguien puede inducir a Confucio a hacer algo tan… incorrecto? —Yo comprendía el dilema, pero no le veía salida.

—Debemos intentarlo. —Fan Ch'ih sonrió—. Tú debes intentarlo. Dile que debe recibir al barón K'ang. Dile que se le ofrecerá un alto cargo. De otro modo…

—De otro modo, el barón arrasará igualmente la fortaleza.

—Sí —respondió Jan Ch'iu—. Pero esa fortaleza me preocupa menos que los últimos días de Confucio. Durante muchos años hemos trabajado para lograr un fin: llevar al poder al sabio divino para que pueda arreglar las cosas.

—¿Sugieres que sólo llegará al poder si permite que el barón haga una cosa indebida? —dije vivamente.

Jan Ch'iu se apresuró a tomar la ofensiva.

—El barón K'ang piensa, acertada o desacertadamente, que Confucio intentó derrocar a la familia Chi cuando entró en tratos con el traidor guardián de Pi. Acertada o desacertadamente, el barón cree que la última guerra fue instigada por Confucio. Y que quizás un día Confucio intente utilizar su prestigio en todo el Reino Medio para ocupar el sitio del hijo del cielo.

—Si eso fuera cierto, tu sabio divino sería culpable de traición. —No olvidé esbozar la sonrisa de la corte.

—Sí —respondió Jan Ch'iu sin sonreír—. Afortunadamente hemos ganado la guerra y nuestro antiguo enemigo, el duque de Key, está muerto.

Comprendí entonces toda la dimensión del asunto.

—El barón K'ang —iba a decir «asesinó al duque». Pero elegí la discreción—… logró salvar al estado —concluí mansamente.

Fan Ch'ih asintió.

—Ahora sólo nos falta eliminar a los rebeldes de Chuan-yu. Después podremos dormir en paz. Como los rebeldes de Chuan-yu son la última esperaza de los enemigos del barón, sólo esa fortaleza se interpone entre nosotros y la paz perfecta.

—Pero es necesario que el maestro esté de acuerdo en que sea desmantelada.

Jan Ch'iu movió la cabeza.

—Lo acepte o no, las murallas de Chuan-yu serán derribadas. Pero si lo acepta con sinceridad, se cumplirá el sueño de diez mil sabios. Confucio será invitado a dirigir el estado. Él ha dicho siempre: «Dadme tres años y pondré las cosas en orden». Querría que él tuviera esos tres años antes de que sea demasiado tarde. Todos lo queremos.

Nunca logré comprender a Jan Ch'iu. Creo que era auténticamente fiel a su maestro. Después de todo, había probado su lealtad al exiliarse con él unos años antes. Sin embargo, Jan Ch'iu era igualmente leal al barón K'ang. Esperaba construir un puente entre… el cielo y la tierra. Y si yo lo ayudaba a construir ese puente, podría volver a mi hogar. Ése fue el acuerdo a que llegamos en el palacio de Chi, la noche del negro día en que Confucio reprochó al cielo la muerte de Yen Hui. Mientras Fan Ch'ih me escoltaba hasta el vestíbulo del palacio de Chi, comenté la frialdad con que había tratado Confucio al padre de Yen Hui. ¿Por qué no podía tener Yen Hui un espléndido funeral? ¿Y por qué no podía Confucio romper con la costumbre y caminar en lugar de ir en carroza?

—Temo que no hayas comprendido al hombre más sabio que ha vivido nunca —dijo Fan Ch'ih.

—¿Cómo podría comprenderlo, si yo no soy un sabio? —dije con la debida humildad catayana.

—Para Confucio, lo único que tiene importancia es la vida moral. Esto significa que si el deseo o el interés personal entra en conflicto con el proceder justo, el deseo o el interés deben ser desechados. Como hombre, desea honrar a Yen Hui. Pero como defensor de la rectitud, no puede infringir la conducta que sabe justa.

—¿De modo que el humilde Yen Hui debe recibir humilde sepultura?

—Sí. Un hombre tiene obligaciones para con el soberano, los padres, los amigos, la humanidad. A veces, estas obligaciones entran en conflicto. Evidentemente, el respeto al soberano es más importante que el deber para con un amigo. Por supuesto, abundan las ambigüedades. Para Confucio, el soberano legítimo es el duque Ai. Para nosotros, lo es el barón K'ang. En cierto sentido, Confucio tiene razón. En cierto sentido, nosotros tenemos razón. Pero no cede, y quizás tampoco nosotros cedamos. Y el resultado sólo puede ser la infelicidad.

—¿Quién determina, en definitiva, lo que está bien? —Estábamos ante la gran puerta del palacio.

—El cielo, huésped de honor.

—¿Qué es el cielo, vice-mayordomo Fan Ch'ih?

Mi amigo sonrió.

—El cielo es lo que está bien.

Ambos reímos. Pienso que los confucianos son, en la práctica, ateos. No creen en una vida futura ni en un día del juicio. No les interesa cómo ni para qué ha sido creado el mundo. En cambio, actúan como si esta vida fuera todo lo que hay y como si lo único importante fuera vivirla correctamente. Para ellos, el cielo es simplemente una palabra que designa la conducta correcta. Como la gente común tiene toda clase de sentimientos irracionales acerca del cielo, Confucio ha empleado inteligentemente la idea del cielo para dar autoridad mágica a sus pronunciamientos acerca de la forma en que los hombres deben tratarse unos a otros. Y para impresionar a las personas educadas, tanto Chou como Shang, ha tenido el cuidado de convertirse en el más profundo estudioso del Reino Medio. Por esta razón, no hay un solo texto Chou que no pueda citar en su propio beneficio. A pesar de mi profundo disgusto por el ateísmo y de mi irritación ante la severidad de Confucio, jamás he conocido a otro hombre con una conciencia tan clara de la forma en que se deberían conducir los asuntos públicos y privados. Aun Demócrito halla curioso mi recuerdo, sin duda deficiente, de sus palabras. Pero si uno elimina a un creador de todas las cosas, será una excelente solución reemplazar a ese creador por una idea muy clara de lo que es la bondad a escala humana.

6

Me esforcé por reunir al enfadado sabio y al irritado dictador. Al principio, hice pocos progresos. Confucio estaba de duelo por su hijo y por Yen Hui y, por otra parte, su propia salud se estaba deteriorando. A pesar de todo, continuaba su enseñanza. Estaba, además, interesado en escribir la historia de Lu.

—Creo que puede ser útil —me dijo—, mostrar cómo y por qué han carecido de poder diez generaciones de duques.

Le pregunté cuál consideraba él la razón principal de la decadencia del poder ducal y la elevación de los ministros hereditarios.

—Todo comenzó cuando los primeros duques cedieron en arrendamiento la recolección de los impuestos a la nobleza. —Los análisis de Confucio eran siempre muy precisos—. Llegó un momento en que los nobles empezaron a retener para sí el producto de los impuestos y, como todo el mundo sabe, quien controla el tesoro, controla el estado. También es un hecho que ninguna dinastía dura mucho más de diez generaciones. Y que si el poder está en manos de los barones —el anciano desplegó su sonrisa de conejo— es poco probable que puedan conservarlo durante más de cinco generaciones. Tengo la impresión de que hoy, después de cinco generaciones en el poder, las familias Chi, Meng y Shu no son ya lo que eran antes.

No me atreví a tratar directamente con el maestro. Cultivé en cambio mi relación con Tzu-lu, puesto que sólo él decía a Confucio lo que pensaba.

—Después de todo —me dijo Tzu-lu—, si yo no lo hubiera detenido, se habría unido con el guardián de Pi. Cuando ese bribón dijo que se proponía crear un Chou del este, Confucio le creyó. Le dije que seria un tonto si se vinculaba con el guardián. Si alguna vez tenemos un Chou en el este, será de modo natural y sólo porque el maestro ha aclarado a todo el mundo que eso no sólo es deseable, sino también posible.

Tzu-lu concordaba conmigo en que ya era hora de que Confucio hiciera la paz con el barón K'ang.

—No te preocupes —dijo Tzu-lu—, yo lo convenceré.

Después de arduas negociaciones, Confucio aceptó una invitación a visitar al barón en la llamada mansión del bosque. Un brillante día de verano, escoltados por una compañía de soldados de Chi, salimos de la ciudad en un coche ligero tirado por cuatro caballos.

—Espero —me había dicho el barón mientras se tomaban las últimas disposiciones—, que no se molestará si lo recibo en el viejo pabellón de caza de mi padre. Desearía que su rústica sencillez fuera grata para el sentido de las proporciones de Confucio. —La cara, semejante a un huevo, del barón no traicionó la menor emoción, como de costumbre, cuando añadió—: Tú, Ciro Espitama, huésped de honor, nos has prestado un servicio que no olvidaremos fácilmente.

El viaje a través del bosque fue muy agradable. Abundaban las aves de todas clases, recientemente llegadas del lejano sur; los árboles mostraban su primer follaje y las flores silvestres impregnaban el aire de una delicada fragancia que me hacía estornudar incontrolablemente.

La primera noche cenamos como reyes, carne de caza y peces recién cogidos. Dormimos en tiendas. No vimos dragones, duendes ni bandidos. Pero a la mañana siguiente encontramos un solitario ermitaño; como la mayoría de los ermitaños solitarios, no podía parar de hablar. Nada afloja tanto la lengua como un voto de silencio. Aquel hombre no había cortado ni lavado su pelo ni su barba durante años. Moraba en un árbol cerca del sendero, y era muy conocido por los viajeros que recorrían esa región. Como los monos de la India, se precipitaba sobre los extraños que pasaban. Le complacía contrastar la sencilla perfección de su vida con la vida mundana de los demás. Los sabios ermitaños de Catay son tan fastidiosos como los de la llanura del Ganges; afortunadamente, son todavía menos generosos.

—Ah, maestro K'ung —saludó a Confucio, que había descendido para aliviar decorosamente sus necesidades en un bosquecillo de moreras silvestres.

Confucio devolvió cortésmente el saludo.

—Dime, maestro K'ung, ¿hay un crimen peor que tener demasiados deseos?

—El crimen consiste en tener un mal deseo —replicó Confucio suavemente. Estaba acostumbrado a los improperios de los sabios ermitaños. Ellos querían, como el Buda, acabar con un mundo que él sólo deseaba rectificar. Ellos se habían retirado; él no.

—¿Hay mayor desastre que no ser constante? —preguntó el hombre salvaje.

—Estar descontento con el propio papel en la vida podría considerarse un desastre.

Al sabio ermitaño no le gustaba nada que sus preguntas retóricas fueran contestadas tan literalmente.

—¿Existe algún infortunio mayor que la codicia?

—¿Y no depende eso de lo que se codicia? Codiciar lo que es bueno a los ojos del cielo no se puede considerar un infortunio.

—¿Sabes qué es el cielo?

—Para quienes siguen, como tú, al maestro Li —Confucio reconocía a su enemigo—, el cielo es el Camino, que no puede describirse con palabras. Imitaré al maestro Li, y tampoco yo lo describiré con palabras.

Tampoco esta respuesta gustó mucho al sabio ermitaño.

—Maestro K'ung, ¿crees en la importancia suprema del sacrificio a los antepasados, realizado por el hijo del cielo?

—Así es, en verdad.

—Pero ya no existe un hijo del cielo.

—Lo hubo. Lo habrá. Mientras tanto, se sigue practicando el sacrificio a los antepasados, aunque no es perfecto debido a la ausencia del solitario.

—¿Qué sentido tiene el sacrificio a los antepasados?

Confucio se desconcertó ante lo que debía ser, para él, la cosa más rara de esta vieja tierra: una pregunta nueva.

—¿Qué sentido tiene el sacrificio a los antepasados? —repitió.

—Sí. ¿Cómo empezó? ¿Qué significa? Explícamelo, maestro K'ung.

—No puedo. —Confucio miró al hombre como si fuera un árbol caído bruscamente en su camino—. Cualquiera que comprenda verdaderamente el sacrificio podrá manejar todas las cosas terrestres con tanta facilidad como yo hago ésta. —Confucio apoyó el índice de su mano derecha contra la palma izquierda.

—Si no puedes comprender el más importante de nuestros sacrificios, ¿cómo puedes conocer la voluntad del cielo?

—Me limito a transmitir la sabiduría de nuestros antepasados. Nada más. —Confucio empezó a rodear al árbol caído en su camino. Pero el ermitaño no estaba dispuesto a dejarlo partir: apoyó la mano en el brazo del maestro.

—Eso es incorrecto —dijo Fan Ch'ih, bajando el brazo del ermitaño. Mientras Confucio volvía a su lugar en el coche, la expresión del ermitaño estaba mucho más cerca del odio que del frío no hacer nada prescripto por los adeptos del siempre-así.

No pude resistir la tentación de provocar al ermitaño.

—¿Cómo —pregunté— llegó a existir todo esto? ¿Quién creó el universo?

Por un instante, pensé que el hombre no me había oído. No me miraba: tenía los ojos clavados en la espalda encorvada de Confucio. Pero luego, cuando yo estaba a punto de marcharme, dijo o citó:

—El espíritu del valle nunca muere. Recibe el nombre de hembra misteriosa. La puerta de la hembra misteriosa recibe el nombre de raíz del cielo y de la tierra. Está dentro de nosotros todo el tiempo. Por más que bebamos de ella, jamás se secará.

—¿Significa eso que provenimos de las aguas de algún vientre original? —El ermitaño no respondió a mi pregunta. En cambio, exclamó, dirigiéndose a Confucio:

—Maestro K'ung, ¿crees que debe pagarse el mal con el bien?

Confucio no miró al hombre, pero respondió:

—Si pagas el mal con el bien, ¿cómo harás para recompensar el bien?

¿Con el mal?

Cuando me instalé en el coche, oí susurrar a Confucio en voz bajísima:

—Ese hombre es un idiota.

—Como el maestro Li —observó Tzu-lu.

—No. —Confucio frunció el ceño—. El maestro Li es inteligente. Es malvado. Ha dicho que, como los ritos ancestrales se debilitan, se desvanecen la lealtad y la buena fe y comienza el desorden. A mi juicio, predica una verdadera doctrina del desorden.

Creo que no he visto en mi vida una casa privada tan hermosa como la mansión del bosque del padre del barón. Curiosamente, ninguno de mis compañeros había visto jamás esa morada construida por el viejo dictador a unas cincuenta millas al sur de la capital.

En el centro de un gran claro del bosque, se habían hecho una serie de terrazas; cuando uno subía los escalones hacia el alto edificio, tenía la sensación de flotar en lo que parecía un vasto mar verde, limitado al sur por una cadena de violentos picos cubiertos todavía por la nieve invernal.

Al pie de la primera terraza nos recibió un chambelán que nos acompañó hasta el nivel superior. La mansión del bosque era un complejo de salas, galerías y pabellones construidos sobre cuatro terrazas artificiales en el centro de una serie de jardines maravillosos. En cualquier punto que se estuviera, adentro o afuera, se veían el cielo, los árboles, las flores. El jardín y el palacio habían sido creados por los arquitectos de Ch'u, un país del sur, sobre el río Yang Tsé, famoso en todo el Reino Medio por sus espléndidos edificios, jardines, mujeres y también dragones, como había descubierto, para su espanto, el duque de Sheh.

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