Creación (73 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Recuerdo vívidamente mi primera visita a su casa. Yo estaba en la parte posterior del patio. Entre el sabio y yo había un centenar de estudiantes en cuclillas en el suelo. Como ya he dicho, Confucio no aceptaba dinero, o sólo muy poco, de aquellos jóvenes. Recibía, en cambio, regalos, si eran modestos. Le agradaba decir:

—Nadie que deseara instrucción ha quedado sin ella, por pobre que sea, aunque sólo pueda traer un poco de carne desecada. —Había sin embargo un limite. No perdía tiempo con los necios—. Sólo enseño a quienes hierven de inquietud y de avidez, y desean saber todo lo que yo sé. —Llamaba «pequeños» a sus discípulos, como si fueran niños.

Como yo conocía apenas vagamente los textos que mencionaba Confucio, no era exactamente el ideal de un discípulo que hierve de avidez e inquietud. Sin embargo, cuando el maestro hablaba en su voz pausada y más bien aguda, yo escuchaba atentamente, aunque sólo comprendiera a medias el texto citado. Cuando interpretaba un escrito antiguo, Confucio era tan claro como las aguas del río Choaspes.

Recuerdo una pregunta que le hizo un joven decididamente ávido e inquieto:

—Si nuestro señor duque invitara al maestro K'ung a servir en el gobierno, ¿qué haría el maestro?

—Esto podría ser un indicio —me dijo al oído Fan Ch'ih.

Confucio miró durante un momento al joven. Luego citó una antigua máxima:

—Cuando te llamen, acude; cuando te aparten, ocúltate.

A Fan Ch'ih le encantó esa elegante evasión. A mí no me impresionó mucho. Nadie ignoraba que Confucio había pasado su vida tratando de encontrar un jefe que le permitiera gobernar el estado o, al menos, escuchara su consejo. Aun a los setenta años, su ambición era tan vigorosa como siempre.

—¿Querrías interpretar esa cita, maestro? —El joven estaba nervioso. Me pregunté si el barón K'ang le habría ordenado que formulara esa pregunta—. Muchos creen que te han llamado para guiar el estado.

Confucio sonrió. Conservaba la mayor parte de sus dientes.

—Piensas que te estoy ocultando algo, pequeño, algún secreto. Lo sé. Pero créeme; no tengo secretos. Si los tuviera, yo no sería yo mismo.

—Excelente —susurró Fan Ch'ih.

Sólo recuerdo otro intercambio de palabras ocurrido aquella mañana. Otro joven, sincero y obtuso, dijo:

—En mi pueblo dicen que tienes fama de ser muy sabio, pero se preguntan por qué nunca has hecho nada ni te has hecho un nombre por ti mismo.

Los demás discípulos se quedaron boquiabiertos. Confucio se echó a reír. Estaba verdaderamente divertido.

—Tus amigos tienen toda la razón. Jamás me he destacado en nada. Pero nunca es demasiado tarde, ¿verdad? Comenzaré a practicar. Hoy mismo. ¿Qué será? ¿Tiro al arco? ¿Carreras de carros? Pues eso. Carreras de carros. Y me presentaré en las carreras apenas esté preparado.

Todo el mundo rió con alivio.

Volví a ver a Confucio por la tarde. Esa vez sólo se encontraban allí doce de sus amigos más íntimos. Mi presencia no parecía importarle. Pensé, recuerdo, que quizá fuera verdad lo que había dicho, y no tuviese secretos. Pero si los tenía, era mi deber descubrir cuáles eran e informar al barón K'ang.

Confucio estaba sentado en una estera, en el salón de huéspedes, entre el más antiguo de sus discípulos, Tzu-lu, y el más querido, el joven pero enfermizo Yen Hui. En el fondo se encontraba su hijo, prematuramente envejecido, y al frente, el hijo de éste, Tze-ssu. Confucio trataba a su nieto como a un hijo, y al hijo como a un mero conocido, porque era un necio. Esto parece ser una ley en las familias; sea el padre lo que fuere, el hijo no lo es.

Los discípulos especulaban abiertamente acerca de los planes del barón K'ang con respecto a Confucio. También el maestro.

—He regresado porque me aseguraron que era necesario aquí; y ser necesario es servir al estado en cualquier puesto.

Yen Hui sacudió la cabeza.

—¿Por qué habría de gastar el maestro su valioso tiempo en asuntos oficiales? —Yen Hui hablaba en voz tan baja que todos debíamos volvernos hacia él y hacer pantalla con las manos—. ¿No es mejor que nos hables a nosotros, los jóvenes caballeros que venimos a verte, y a los funcionarios del estado que te consultan? ¿Por qué habrías de cargarte con el ministerio de policía si sólo tú puedes explicar a los hombres las costumbres de los antepasados para conducirlos así a la bondad?

Tzu-lu respondió a Yen Hui.

—Has oído decir diez mil veces al maestro: «El que no tiene rango en el estado no puede discutir su política». Pues bien; el barón K'ang ha llamado a Confucio. Eso significa que tiene necesidad de él. Eso significa que el estado de armonía con el que soñamos desde los tiempos de los Chou está muy cerca.

Hubo una larga discusión de ambos puntos de vista. Confucio escuchó a ambos interlocutores, como si esperara oír palabras de cegadora sabiduría. Pero ciertamente, el hecho de no verse enceguecido por lo que oía no le sorprendía en exceso. Tzu-lu era un anciano audaz, de ningún modo la persona que se esperaría ver en compañía de un sabio. Yen Hui, por el contrario, era suave, contemplativo, distante.

Fan Ch'ih habló de la estima que el barón K'ang sentía por Confucio. En verdad, el primer ministro había mencionado recientemente la posibilidad de designar a Confucio juez supremo. Para la mayoría de los allí presentes, éste era un honor justificado. Todos preferían ignorar un hecho: como Confucio no era más que un caballero, no podía ejercer absolutamente ningún cargo oficial importante.

Cuando Confucio habló, finalmente, no se refirió directamente al tema.

—Como todos saben, cuando tenía quince años decidí aprender. A los treinta, tenía los pies firmemente apoyados en el suelo. A los cuarenta, ya no sufría… perplejidades. A los cincuenta, conocía las demandas del cielo. A los sesenta, me sometí a ellas. Ahora he llegado a los setenta años. —El maestro miró el borde de la estera en que estaba sentado. Cuidadosamente, alisó una arruga imperceptible para los demás. Luego alzó la vista—. He llegado a los setenta años —repitió—. Puedo seguir los dictados de mi propio corazón, porque lo que deseo no sobrepasa ya los límites de lo que es justo.

Nadie sabía cómo interpretar aquello. Pero no fue necesario, porque en ese momento Jan Ch'iu entró en la habitación con una noticia.

—Nuestro señor desearía que el maestro fuera a visitarlo a palacio.

Yen Hui se entristeció. Y todos se entristecieron cuando Jan Ch'iu agregó:

—Me refiero a nuestro señor el duque Ai.

Confucio sonrió a sus discípulos, consciente de su decepción.

—Pequeños —dijo suavemente—: si tuviera que elegir una sola frase del
Libro de las Canciones
que pudiera resumir todas mis enseñanzas, seria: «Que no haya maldad en tus pensamientos».

Pocas veces vi en privado al barón K'ang. Como la victoria contra Key había agotado el tesoro nacional, el primer ministro pasaba los días imaginando nuevos e ingeniosos impuestos que los ciudadanos de Lu, igualmente ingeniosos, generalmente lograban evadir. Recordé cómo el ruinoso coste de las guerras griegas había obligado a Darío a imponer tan pesados tributos que Egipto se había rebelado.

Finalmente, después de varios encuentros con Confucio, fui a presentarme directamente al barón K'ang en el Largo Tesoro. Lo encontré sentado en la cabecera de una mesa enorme, cubierta de tiras de bambú, donde estaban anotadas las cuentas del estado. En una segunda mesa, los funcionarios ordenaban otras tiras de bambú, escribían, sumaban y restaban. Detrás del barón, la estatua del duque Tan miraba al cielo raso.

—Perdón —dijo el barón sin ponerse de pie—. Éste es el día en que examinamos el inventario del estado. Un día de desaliento, me temo.

En Catay, como en la India, cada estado guarda sus reservas de grano. Cuando el cereal escasea, se venden las reservas con una pequeña ganancia. En los momentos de abundancia, el cereal se mantiene fuera del mercado. El estado retiene también armas, utensilios agrícolas, telas, carros, bueyes y caballos, no sólo para venderlos cuando es necesario, sino como reservas a utilizar en los malos tiempos, o en momentos muy especiales. Para nadie era un secreto que todo escaseaba en Lu, incluida la ley de las monedas, recortadas de modo bastante poco sutil.

Mientras avanzaba de puntillas, los hombros agachados y fingiendo humildad e incredulidad con apropiados movimientos de la cabeza —la forma correcta de acercarse a un funcionario de alto rango—, el barón indicó que me sentara a su lado en un taburete bajo.

—Espero, huésped de honor, que tus días en esta indigna ciudad no sean demasiado desventurados.

Los catayanos pueden hablar de este modo durante horas enteras. Afortunadamente, el barón K'ang sólo emitía sonidos tan convencionales de tanto en tanto. Por lo general, era absolutamente directo. Se parecía en esto a Darío, a Darío el mercader, no a Darío el Gran Rey.

—Has visto cuatro veces a Confucio.

Asentí. No me sorprendía mucho que me hubieran espiado.

—El duque Ai lo ha recibido varias veces, como corresponde.

—Pero tú no lo has recibido, señor barón. —Formulé la pregunta como si fuera una afirmación, un arte persa de gran utilidad, todavía desconocido en el Reino Medio.

—La guerra.

El barón señaló con un gesto a los funcionarios de la otra mesa. Eso significaba que aún no había hablado en privado con Confucio.

—Confucio piensa que lo has llamado para utilizarlo. Ésa es mi impresión.

—Esa es también mi impresión.

El barón K'ang parecía solemne, indicio seguro de que se divertía. Durante los tres años que pasé en Lu, llegué a conocerle hasta el punto de poder leer fácilmente su rostro. Finalmente, casi no cambiábamos palabras. No era necesario. Nos comprendíamos perfectamente. Y también comprendí desde el principio que debería trabajar muy duro para verme libre de aquella encantadora jaula.

Expuse mi informe. Repetí todas las cosas interesantes que había dicho Confucio, y casi todas las palabras de Fan Ch'ih acerca de su maestro. Cuando terminé, el barón dijo:

—Debes resultar interesante para Confucio.

—No estoy seguro de que eso sea posible.

Me permití una sonrisa prohibida. En presencia del superior, el cortesano debe mostrarse siempre humilde y aprensivo. Esto último no es difícil en las volubles cortes de Catay.

La dinastía Chou logró, magistralmente, mitigar la naturaleza destructiva del hombre mediante intrincados rituales, normas, maneras y melodías. Un cortesano debía conocer trescientas reglas rituales básicas. La estera en que se sentaba debía ser lisa; la ropa de cama debía medir exactamente una vez y media la longitud del durmiente; no se debía mencionar el nombre de los muertos recientes. Además de las trescientas reglas, el verdadero caballero debía conocer, y practicar también, otras tres mil de menor importancia. Estar con un catayano verdaderamente puntilloso es una experiencia muy turbadora para el extranjero. Hace constantemente misteriosos gestos con la mano mientras mira al cielo o al suelo, mueve los ojos de lado a lado, susurra plegarias, acude en nuestra ayuda cuando no es necesario, pero no cuando cierto grado de ayuda podría ser útil. Los silencios del barón K'ang, sus frases crípticas, el uso o no uso de sus músculos faciales, formaban parte del código de los nobles, algo modificado en honor del extranjero. Sin embargo, cuando están en la intimidad, los poderosos —en todas las partes del mundo— tienden a olvidar muchas de las ceremoniosas maneras que muestran en público. Darío escupía; y reía como un soldado.

—Debes resultar interesante para Confucio. —El barón me ordenaba espiar directamente al maestro K'ung.

—¿Qué temas debería suscitar para… avivar su interés? —De ese modo acepté la misión.

—Eres el nieto de un sabio. Eso le interesará. —Después de una larga y aburrida enumeración de temas presuntamente interesantes, el barón fue al centro del asunto—. El tema de Key reviste gran importancia para Confucio, y también para mí. Creo que muy pronto recibiremos noticias insólitas de Key. No sé cuál será su respuesta cuando eso ocurra. Después de todo, está muy cerca del duque Chien. Y ha visto muchas veces al guardián de Pi.

—¡El traidor! —exclamé, con la indignación debida.

—Esa es la calificación que merece, en verdad. No olvido que el guardián le ofreció el cargo de primer ministro, si él le ayudaba a traicionar a su tierra nativa.

Me sentí intrigado por primera vez.

—¿Aceptó Confucio?

—Eso es lo que debes descubrir. Por cierto, el guardián defendió vivamente la devolución del poder al duque de Lu, aunque, como sabemos, el duque de ningún modo ha perdido una sola partícula del poder recibido de sus antepasados celestiales. —La convicción de que el gobernante hereditario es todopoderoso, es una de las normas rituales esenciales, de entre las tres mil trescientas propias del cortesano. Todo lo que hacia el dictador lo hacía en nombre del duque Ai.

—¿Cuál era el motivo de la guerra? ¿La restauración, como falsamente afirman, del duque?

—Sí. El guardián de Pi convenció al duque Chien de que era el momento apropiado para atacar. Naturalmente, a Key no le disgustaba la idea de reducir nuestro territorio, o de absorberlo, Pero, hace un año, Confucio cruzó el río Amarillo y se estableció en Wei. No sé por qué. Me gustaría saberlo. ¿Se había dejado persuadir por el guardián, como le ocurría tantas veces con todo el mundo? ¿O era un ardid destinado a lograr que no lo creyéramos vinculado con nuestros enemigos de Key o con la reciente guerra?

Jamás había oído hablar tan directamente al barón. Respondí con igual claridad.

—¿Crees que Confucio es un agente secreto del guardián de Pi?

—O del duque Chien. Ahora bien: si lo es, sólo tiene importancia por una razón —el barón me miró a los ojos, algo que un caballero catayano jamás debe hacer—: sus discípulos ocupan posiciones en todos los ministerios de nuestro gobierno. El mejor de mis generales es un confuciano devoto. Tu amigo, mi segundo mayordomo, Fan Ch'ih, daría la vida por su maestro. Pues bien. Yo preferiría que nadie tuviera que dar su vida ¿Comprendes?

—Sí, señor barón.

El barón K'ang temía que los confucianos de su propio gobierno se aliaran con las fuerzas del duque Chien y lo derrocaran, particularmente en aquel momento, puesto que carecía de recursos para librar una segunda guerra. El barón había llamado a Confucio no sólo para vigilarlo, sino también para neutralizar su poder si había una nueva guerra. En cierto modo, yo era, para el barón, un agente ideal. Era un extranjero: a nadie debía lealtad excepto al barón, puesto que sólo él podía enviarme de regreso a mi hogar. Aunque no confiaba en mí más que yo en él, ninguno de los dos tenía demasiadas opciones. Acepté la misión de buena fe. Trataría de ser interesante para Confucio. No era empresa fácil, porque a los catayanos no les importa el mundo más allá de los cuatro mares. Afortunadamente, Confucio era una excepción. Le fascinaba el mundo de las cuatro regiones bárbaras, es decir, al norte, al sur, al este y al oeste del Reino Medio. En realidad, cada vez que se sentía deprimido decía: «Creo que cogeré una balsa para navegar hacia el mar». Esta expresión indica, en Catay, el hecho de establecerse en alguna parte salvaje e incivilizada del mundo.

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