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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (85 page)

Cuando finalmente se me ofreció la oportunidad, le narre mis numerosos intentos frustrados de volver a Magadha. Mientras yo hablaba, el vino descendía ruidosamente por su garganta. Cuando le hablé de mi cautiverio en Catay, escuchó con gran atención. Entre los pliegues de grasa, los ojos negros eran tan brillantes como siempre. Cuando terminé mi relato, interrumpido a intervalos regulares por exclamaciones de alegría, sorpresa, afecto, Ajatashatru apuró un vaso de vino y dijo:

—Debes contar a Varshakara cómo es la ruta de la seda.

—Sí, señor rey.

—Detalladamente.

—Sí, señor rey.

—Y trazar un mapa.

—Lo haré con placer.

—Eres la persona que más quiero, ¿sabes? —Me abrazó—. Me mostrarás el camino a Catay, ¿verdad?

—¿Irás tú mismo a Catay?

—¿Por qué no? El año próximo será muy, muy aburrido. Los perversos rebeldes de Licchavi ya estarán vencidos, y Pardyota… ¿Lo recuerdas? El rey de Avanti. Se ha portado mal. Pero no creo que nos lleve más de un mes conquistar Avanti. Te quedarás y verás cómo le doy una lección. Te divertirás. Te lo prometo. Porque soy muy, muy buen maestro.

—Lo sé, señor rey. He visto las ruinas de Vaishali.

—¡Ah, cuánto me alegra! —Los ojos brillaron—. ¿Viste a los empalados a lo largo del camino?

—Sí. Era soberbio, señor rey. En verdad, nunca había visto tantos cautivos ejecutados de una sola vez.

—Tampoco yo. Como es natural, todos me dicen que he superado una especie de límite, pero ya sabes lo poco sincera que suele ser la gente. Con todo, creo honestamente que ningún rey ha empalado a tantos hombres malvados, como yo ese día. Fue una maravilla. Sin duda, nunca has oído tantos aullidos. Particularmente mientras los castrábamos, una vez empalados. Tuve miedo de ensordecer. Tengo el oído muy fino. ¿De qué hablábamos?

—De Catay, señor rey.

—Sí. Sí. Quiero ir en persona, con mi ejército principal. Podrías ser el guía.

Cuando le dije que, con buena suerte, su ejército no tardaría menos de tres años en llegar a la frontera del Reino Medio, empezó a perder el interés. Se estremeció cuando describí las húmedas junglas, los altos pasos montañosos, las fiebres y las penurias de ese largo viaje.

—Si es verdad lo que dices, no iré. Eso es evidente. Pero enviaré un ejército. Después de todo, soy el monarca universal, ¿no es verdad?

—Sí. ¡Oh, sí, señor rey!

—Y como Catay es una parte del universo, comprenderán inmediatamente que poseo… ¿cómo lo llaman?

—El mandato del cielo.

—Sí. Comprenderán que lo tengo desde hace ya largo tiempo. Aunque, pensándolo bien, tal vez fuese mejor ir hacia el oeste, ¿no crees? Las distancias son menores. Y no hay junglas. Y todas esas ciudades encantadoras. Y, naturalmente, Persia es parte de mi universo. ¿No es así, queridísimo?

—Oh, sí, señor rey. —Yo me sentía cada vez más preocupado. Si bien el ejército de Ajatashatru no era una amenaza para la satrapía de Bactria, y menos aún para el imperio persa, me vi a mí mismo como un mono sujeto por una correa mientras el rey se acercaba lentamente a Persia. Y al desastre.

Hice lo posible para disuadirlo de una aventura persa, pero Ajatashatru estaba eufórico con lo que llamaba continuamente «mi universo». Y se quejaba de los republicanos.

—Me han impedido ir hacia el poniente, hacia el levante, hacia la estrella del norte. Oh, sé cuán grande es mi universo, y qué poco tiempo tengo para visitar a todos mis pueblos, pero debo hacer el esfuerzo. Se lo debo a… al cielo. —Había comprendido con gran celeridad el sistema político-religioso de Catay. Le encantaba, por cierto, la idea de que la hegemonía es la causa del mandato. Como estaba seguro de poseer la primera, estaba dispuesto a recibir el segundo «tan pronto como haga algunos viajes para ver a mis pueblos amarillos, y también a los de ojos azules»—. ¡Ah, ser el amo de millones de personas con los ojos de mis nietos! Unos jóvenes encantadores, a propósito. Aunque sólo fuera por ellos, Darío, estaríamos en deuda contigo.

Y luego, en el curso de una comida muy variada y aparentemente infinita, llegaron malas noticias. El ejército de Avanti había entrado en Magadha. Varshakara parecía preocupado; Ajatashatru, fastidiado.

—¡Oh, qué hombre tan malo! ¡Qué mal rey! Ahora tendremos que matarlo. Muy pronto. ¡Querido! —El rey besó mi rostro como si fuera un plato. Luego me dio un tremendo empujón, y caí del diván—. Vuelve junto a tu encantadora esposa. Espéranos en Shravasti. Llegaremos antes de que comiencen las lluvias. Mientras tanto, convertiremos el reino de Avanti en un desierto. Es una promesa. Soy dios en la tierra. El igual de Brahma. El monarca universal. Recuerda mi afecto a… a… mi hija. —Había olvidado el nombre de Ambalika—. Y besa en mi nombre a tus dos encantadores muchachos de ojos azules. Soy un amante abuelo. Vete.

Mi último encuentro con Ambalika fue sorprendentemente alegre. Estábamos sentados, juntos, en la hamaca, en el centro del patio interior en el palacio del príncipe Jeta. Era uno de los pocos lugares en que no nos podía espiar. Le conté que había visto al rey.

—Se prepara para atacar Avanti.

—No tendrá una victoria fácil —respondió Ambalika.

—¿Crees que la guerra pueda durar más de una estación?

—Puede durar años, como ese disparate de Licchavi.

—Entonces no creo que quiera invadir Persia este año.

—¿Ha dicho que pensaba invadir Persia?

Asentí sin mayor énfasis.

—Pues… —Ambalika meditaba. Nos mecíamos entre los arbustos en flor—. Si fuera más joven, se me ocurre que quizá tuviese éxito. ¿No te parece?

—Persia es el imperio más poderoso de la tierra. —Era, a mi juicio, un comentario razonablemente neutral.

—Pero mi padre es el mejor general de la tierra. O lo era. Y ya no lo sabremos nunca. La guerra con Avanti se arrastrará largo tiempo, y mi padre morirá de indigestión, y tú… ¿qué harás tú?

—Volver a Susa.

—¿Con tu caravana?

Asentí. No le dije que proyectaba escabullirme, dejar la ciudad aquella misma noche, sin la caravana. Creo, sin embargo, que algo sospechó, porque dijo de repente.

—Quiero volver a casarme.

—¿Con quién?

—Con mi medio hermano. Me quiere. Es bueno con mis hijos. Seré su primera esposa, y viviremos aquí, en Shravasti. Es el virrey, ¿sabes? No creo que lo hayas conocido. De todos modos, debo casarme muy pronto, porque el príncipe Jeta morirá en cualquier momento. Y entonces su sobrino, un ser venenoso, heredará esta casa y nos quedaremos sin hogar.

—Pero tú ya estás casada —recordé.

—Lo sé. Pero puedo ser viuda, ¿verdad?

—¿Debo matarme? ¿O se ocupará de eso el rey?

—Nada de eso. —Ambalika me miró con una radiante sonrisa—. Ven, quiero mostrarte algo.

Fuimos a su habitación. Abrió un arcón de marfil y sacó un documento en papiro. Como me cuesta leer la escritura india, me leyó un informe sobre la deplorable muerte de Ciro Espitama, en Susa, en algún año del reinado del Gran Rey Jerjes.

—Pon entonces la fecha, más o menos dentro de seis meses. Y agrega al principio y al final algo escrito en persa, diciendo que esto viene de la cancillería. Para que parezca oficial, ¿sabes?

Yo también conocía las normas religiosas de la India.

—No puedes casarte. Es la ley.

Pero Ambalika había pensado en todo.

—He hablado con el sumo sacerdote. Dirá que tú y yo no estábamos casados como es debido. Los brahmanes siempre pueden encontrar un error en una ceremonia, si quieren. Querrán. Y me casaré muy discretamente con mi hermano.

—¿Y nunca volveremos a vernos?

—¡Espero que no! —La alegre crueldad de Ambalika traía una glacial reminiscencia de su padre—. De todos modos, no querrás volver. Y serás demasiado viejo.

—Mis hijos…

—Están donde deben estar —dijo serenamente.

Y así escribí una descripción de mi propia muerte, y falsifiqué la firma del primer funcionario de la cancillería de Susa. Y una hora antes del ocaso salí de la casa. No vi a mis hijos, ni al príncipe Jeta. Guardé las monedas que tenía en un cinturón de tela, que me puse. En el mercado compré un viejo manto, unas sandalias y un báculo. Y unos minutos antes de que cerraran por la noche la puerta del oeste, abandoné la ciudad.

No sé qué ha sido de mis hijos. Si hubiese creído que yo vivía, quizá Caraka me habría enviado mensajes. Pero supongo que cuando Ambalika anunció mi muerte, la creyó.

Tuve noticias de Ajatashatru por los Egibi. La guerra con Avanti fue tan larga e indecisa como había sido la guerra contra la república de Licchavi. Finalmente, en el noveno año del reinado de Jerjes, Ajatashatru murió, según se dijo de muerte natural. Como la sucesión era poco clara, el ilusorio imperio que había creado en la llanura del Ganges se disgregó rápidamente.

Cuando pienso en la India, el oro relumbra en la oscuridad, más allá de los párpados de mis ojos ciegos. Si recuerdo Catay, es plata lo que brilla; y vuelvo a ver, como si verdaderamente viera, la plateada nieve cayendo sobre los sauces de plata.

Oro y plata; ahora, oscuridad.

L I B R O
O C H O

La Edad de Oro

de Jerjes,

el Gran Rey

1

En la primavera del octavo año del reinado de Jerjes regresé a Susa, después de pasar seis años en el oriente, y el oriente del oriente. Ya no existía aquel resuelto joven que había partido de Bactria. Un espectro de mediana edad entró por las puertas de Susa. Me asombraba que la gente realmente pudiera verme. No me asombraba en absoluto que nadie me reconociera. Como me habían dado por muerto muchos años antes, era un fantasma para la corte. Y aún peor: era un fantasma para mí mismo.

Pero mi sensación de irrealidad se disipó rápidamente, o, mejor dicho, fue reemplazada por la irrealidad del mundo al que había regresado. Nada era igual. No; esto no es exacto. La cancillería seguía igual, como descubrí cuando me recibió, en la segunda sala, un vicechambelán a quien había conocido cuando era portador de vino del harén. Era un sirio al que le encantaba enterarse de todo. Le reprochaban con frecuencia que hiciese tantas preguntas. Le temían porque jamás olvidaba las respuestas.

—Esto es muy desconcertante, amigo del rey. —El eunuco empleó el último titulo que conservaba. Los funcionarios de la primera sala se habían apresurado a decirme que ya no era ojo del rey—. Naturalmente, estamos encantados de verte. Pero… —No terminó.

Respondí por él:

—Pero he sido declarado muerto, y el tesoro se ha apoderado de mis bienes.

—No ha sido el tesoro. En todo caso, una pequeña parte. Tu distinguida madre tiene en su poder casi todas tus propiedades.

—¿Vive todavía?

—Desde luego. Está en Sardis, con la corte.

—¿Sardis? —pregunté sorprendido—. ¿Desde cuándo traslada el rey su corte a Sardis?

—¿No has oído ninguna noticia? —La segunda sala da al jardín. Observé que la primavera era tardía.

—Muy pocas. Sé que las guerras griegas continuaron. Sé que el Gran Rey arrasó Atenas hasta los cimientos. —Lo había sabido en Shravasti, por boca de un agente de los Egibi—. Aparte de eso, no sé nada.

—Han ocurrido muchas cosas —dijo el vicechambelán.

Era, como se comprobó, una afirmación demasiado moderada. Poco después de mi partida hacia Catay, Jerjes había pedido a los sacerdotes de Bel-Marduk, como un presente, ciertos objetos de oro.

—No pedí nada sagrado —me explicó más tarde—. Pero igualmente se negaron. Fui demasiado misericordioso. No condené a muerte a nadie. En cambio, confisqué una cantidad de objetos de oro, los fundí y acuñé dáricos para pagar las guerras griegas. Después retorné a Susa.

Varias semanas más tarde, uno de los innumerables aspirantes a ese antiguo trono fue alentado por los sacerdotes de Bel-Marduk a declararse rey de Babel, lo cual hizo. Mató a nuestro horrible amigo Zopiro. Luego fue muerto, a su vez, por un rival que mantuvo a raya al ejército persa durante más de un año. Finalmente, Babilonia fue tomada por el mejor general de Jerjes, su cuñado Megabizo, hijo de Zopiro, el sátrapa asesinado.

—La venganza del Gran Rey fue terrible —dijo el vicechambelán en tono de temeroso respeto—. Ordenó fundir la estatua de Bel-Marduk, para que nadie pudiera volver a repetir la ceremonia de coger su mano. Luego derribó todos los templos consagrados a Bel-Marduk y expulsó a los sacerdotes que no mató. Además, echó abajo las murallas de la ciudad y arrasó el zigurat. Confiscó las tierras y propiedades de los principales comerciantes…

—¿También las de los Egibi?

—No. —El eunuco sonrió—. Egibi e hijos está ahora en Susa. El Gran Rey dividió Babilonia en dos satrapías y abolió el título de rey de Babel. Se llama simplemente «Jerjes, el Gran Rey». Y hoy Babilonia es una ciudad de provincia y mil años de historia han terminado.

—¿Dónde pasa el invierno la corte?

—En Persépolis.

—Que es helada en invierno.

El eunuco suspiró.

—Somos esclavos leales. —Era la fórmula habitual, que yo repetí.

Cuando pregunté qué se había hecho de las toneladas de oro de Babilonia, respondió que se habían usado para la invasión de Grecia.

—Usado y gastado íntegramente, me temo —agregó el eunuco—. Esa guerra ha sido ruinosa.

—Pero triunfal. Atenas ha sido destruida.

—¡Ah, sí! ¡Por supuesto!

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