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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (84 page)

No encontré fácil hablar con mis hijos. Al principio se mostraban recelosos. Yo tenía la sensación de que les molestaban sus propias diferencias, y de que me hacían responsable de ellas. Sin embargo, logré conquistar la confianza del mayor. Estaba muy orgulloso de su abuelo el rey.

—Será el amo de toda la creación.

Estábamos atravesando el mercado central, y había visto cómo yo aceptaba los préstamos de una corporación de mercaderes. Debo decir que hizo todo lo posible por ocultar su desdén de guerrero por los comerciantes con quienes yo trataba.

—¿Qué quieres decir?

—El rey mira al oeste. El rey mira al este. —Sin duda, el muchacho citaba un texto de palacio.

—¿Crees que piensa en el país de tu padre? —pregunté.

El joven asintió.

—Un día todo el mundo será suyo. Nunca ha habido nadie como él. Y nunca ha habido antes un amo de toda la India.

—¿Toda la India? ¿Y Licchavi? ¿Y el reino de Avanti? ¿Y nuestra provincia de la India? ¿Y el sur?

Se encogió de hombros.

—Son detalles. Pero cuando Ajatashatru entró en esta plaza… Yo era muy niño… Recuerdo que era como el sol. Y la gente lo recibía como si fuera el sol después de las largas lluvias.

No le dije que quizás estuvieran aterrorizados ante su nuevo amo, comparable al sol del verano, que agosta los campos y los convierte en desiertos.

—¿Tú le gustas?

—Sí. Soy su favorito.

El joven tenía ya la estatura del guerrero que pronto sería. Aunque tenía mis ojos, y también los de Lais, la bruja de Tracia, era para mí un extraño. Sabía, sin embargo, que era ambicioso y enérgico. Se abriría paso en la corte de Magadha. De eso no había ninguna duda.

—¿Te gustaría conocer Persia? —pregunté.

Sus dientes eran muy blancos y su sonrisa, encantadora.

—¡Oh, sí! Mi madre me ha hablado mucho de Susa, Babilonia y el Gran Rey. Y siempre que Caraka viene a vernos, nos cuenta historias.

—¿Te gustaría volver conmigo? —No me atreví a mirarlo. En aquel país de gente oscura, había algo extraño en un par de azules clavados en los propios, como si fueran espejos… sólo que uno de esos espejos estaba enmarcado por la oscuridad.

—Debo terminar mis estudios, padre. —Era la respuesta esperada—. Y luego iré a la universidad de Taxila. No lo deseo, pero mi abuelo me ha ordenado que estudie lenguas. Y debo obedecer.

—Tal vez quiera que seas un embajador, como yo.

—Sería un doble honor. —El joven era ya un cortesano.

Mi hijo menor era soñador y tímido. Cuando logré que hablara, me pidió que le narrara historias de dragones y sirenas. Trate de complacerlo con esos relatos. También le interesaba el Buda. Me parece posible que haya heredado de su bisabuelo ese tipo de mente que mira con toda naturalidad el otro mundo. De todos modos, ninguno de mis hijos quería marcharse de la India. Aunque no me sorprendió, me sentí decepcionado.

El día anterior al de la partida de mi caravana hacia Taxila, yo estaba junto a la litera del príncipe Jeta, en el terrado de la casa del río.

—Moriré pronto —dijo. Volvió la cabeza hacia mí—. Por eso me siento tan feliz de haberte visto nuevamente.

—¿Por qué? —pregunté—. Apenas muera, me olvidarás.—Al príncipe Jeta le gustaba reírse de la muerte, y yo trataba de hablar del tema con humor, lo cual no era tarea sencilla. Todavía hoy no me acostumbro a la idea de abandonar este cuerpo, aun reconociendo su decrepitud, para iniciar el largo camino hasta el otro extremo, si el Sabio Señor oye mis plegarias, del puente del redentor.

—Hablar contigo en mis últimos días puede alterar en forma importante mi destino. Quizá gracias a ti me encuentre más cerca de la salida cuando vuelva a nacer.

—Pienso que estás a sólo un paso del nirvana.

—Bastante más de un paso, me temo. Estoy ligado a la pena. Bien pudiera ser que mi próxima reencarnación fuera aún peor que ésta.

Miró su cuerpo paralizado.

—Sólo nacemos una vez —respondí—. Al menos, eso creemos nosotros —agregué cortésmente.

El príncipe Jeta sonrió.

—Lo que crees no tiene sentido, si me perdonas. No es posible imaginar un dios que coge un alma inmortal, le permite nacer una sola vez, juega con ella a su antojo y, luego de juzgarla, la condena al dolor o al placer para siempre.

—No es para siempre. En cierto punto, en la eternidad, todos seremos como uno.

—No estoy seguro de comprender bien tu idea de la eternidad.

—¿Quién comprende bien la eternidad? —Cambié de tema. Hablé de mis hijos—. Esperaba que retornaran conmigo. Y también Ambalika.

El príncipe Jeta movió la cabeza.

—No sería práctico. Se sentirían fuera de lugar, como tú aquí. Y además…

El príncipe Jeta se interrumpió. Había visto algo del lado opuesto del río. También yo miré. En la llanura, entre el río y las montañas, se veía algo que parecía una tormenta de polvo. Sin embargo, no había viento.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Un espejismo?

—No. —El príncipe Jeta frunció el ceño—. Es el rey.

Me estremecí bajo la cálida luz del sol.

—Creí que estaba en la frontera de Licchavi.

—Estaba allí. Ahora está aquí.

—Creo que me marcharé antes de que llegue.

—Demasiado tarde —dijo el príncipe Jeta—. Querrá verte.

—Como no sabe que estoy aquí, yo podría…

—Lo sabe. Sabe todo.

En la mañana siguiente, al alba, recibí la orden de aguardar al rey del otro lado del río. Me despedí de Ambalika como si fuera la última vez. Ella intentó calmarme.

—Eres su yerno. El padre de sus nietos favoritos. Nada tienes que temer. —Pero mientras hablaba, tuve la sensación de que me daba el adiós definitivo.

Nada hay en el mundo que pueda compararse con un ejército indio. En realidad, no se trata de un ejército, sino de una ciudad. Imagina una ciudad de tiendas ocupada por doscientos o trescientos mil hombres, mujeres, niños, elefantes, camellos, bueyes y caballos, y tendrás una idea de lo que es un rey de la India en pie de guerra. A los griegos les escandaliza el que el Gran Rey lleve a la guerra sus mujeres, sus muebles y sus botellas de agua del Choaspes; aunque aun a los inmortales se les permite llevar sus mujeres y sus esclavos personales. Pero cuando llega la hora del combate, el séquito y las provisiones persas quedan en la retaguardia, bien protegidos. En la India no ocurre lo mismo. La ciudad del rey no hace otra cosa que engullir al enemigo. En primer término, los elefantes cargan contra el otro ejército. Si el enemigo no tiene suficientes elefantes, la batalla concluye en ese punto. Si hay resistencia, entran en acción los lanceros y los arqueros. Mientras tanto, los mercados, las tabernas, los talleres y los arsenales invaden de tal modo el territorio del enemigo que éste es derrotado por la mera masa de personas y cosas que cae sobre él.

Cuando dos ejércitos de fuerzas similares se enfrentan, la victoria es del que logra matar al jefe enemigo. Si ningún jefe muere, el resultado es la infinita confusión de dos ciudades irremediablemente mezcladas. Se cuenta de ejércitos reales tan íntimamente entrelazados que debían celebrar una tregua para averiguar qué ocurría.

Al conductor de mi carro le llevó una hora llegar desde el primer puesto de guardia, al otro lado del río, hasta el centro del campamento, donde se erguía la tienda dorada de Ajatashatru. Yo tenía la sensación de estar más en un vasto bazar que en un emplazamiento castrense. Muy, muy lentamente atravesamos mercados, arsenales y mataderos para acceder al lugar en que habían instalado las tiendas del rey y de su corte.

En la entrada de la tienda real, el carro se detuvo y yo descendí. Un chambelán me condujo a una tienda vecina, donde un esclavo me ofreció un aguamanil de plata lleno de agua de rosas. Ritualmente, lavé mis manos y mi rostro, y un segundo esclavo me secó con una tela de lino. Me trataban respetuosamente, pero sin hablar. Una vez limpio, me dejaron solo. Aunque el tiempo transcurría lentamente, mi imaginación trabajaba a gran velocidad. Como suponía que sería condenado a muerte, no hubo forma de ejecución que no imaginara con perfecta nitidez en todos sus terribles detalles. Pensaba en la estrangulación lenta —que me inspira un horror particular— cuando Varshakara apareció en la abertura de la tienda. Reaccioné casi como un nadador que cree ver un tronco flotante y advierte de repente que es un cocodrilo.

Pero el chambelán me tranquilizó.

—Casi no has cambiado —dijo, mientras nos abrazábamos.

—Tú eres el mismo.

En verdad, Varshakara estaba exactamente igual a como era tantos años atrás, en nuestro primer encuentro en Varanasi. Como consumado maestro que era en el arte de la traición, había pasado con toda delicadeza del servicio del padre asesinado al del hijo asesino. Tenía la barba rojo vivo, para compensar los anteriores dientes rojos, ahora ausentes.

Hablamos de Catay. Estaba ávido de cualquier fragmento de noticia y, afortunadamente, yo tenía bastante más que fragmentos para alimentar a esa ave de presa.

—Debes hacerme un informe —dijo por fin—. Estamos sumamente interesados en reabrir la ruta de la seda. Como le he dicho a tu compañero, que aún está en Champa, por si te interesa.

No me asombró saber que el chambelán había iniciado ya negociaciones con el marqués de Key. Me pregunté, con cierta incomodidad, qué habría dicho de mí ese colega catayano. Después de todo, lo había abandonado. Pero Varshakara no dijo una palabra más sobre el tema.

Después nos rodeó un ruido atronador: los tambores anunciaban la llegada de Ajatashatru. Salimos y miré con algún temor al que debía de ser el elefante más grande del mundo… un elefante blanco que se acercaba como una montaña enjoyada en lento movimiento. En la parte superior había un pabellón de plata incrustado de diamantes. Y dentro de esa estructura relumbrante había una inmensa figura dorada.

—¡Ajatashatru! —Todas las voces aclamaban al rey. A gritos, le lanzaban bendiciones. Los músicos creaban un terrible escándalo. Los suplicantes caían postrados en el polvo.

Cuando el elefante se detuvo, colocaron a su lado una escalera. Dos acróbatas profesionales se deslizaron hasta la cima. Luego ayudaron al rey a ponerse en pie y a descender, lentamente.

Ajatashatru era en aquel momento el hombre más gordo que he visto en mi vida. Pesaba tanto, en verdad, que sus piernas no podían soportar su cuerpo hinchado. A causa de ello, caminaba, como ahora, con un brazo encima del hombro de cada acróbata, o apoyándose en dos gruesos bastones de marfil. Mientras se arrastraba poco a poco hacia adelante, la cabeza, el cuello y los hombros se fundían en una sola masa. Parecía una enorme araña de oro.

Mis ojos se clavaron en el suelo cuando Ajatashatru se aproximó. Yo esperaba que se detuviera y me reconociera, pero pasó por mi lado sin una palabra. Yo miraba fijamente la alfombra roja. Como el Gran Rey, Ajatashatru jamás posaba los pies en la tierra.

Varias horas más tarde, Varshakara vino a buscarme, sonriendo de forma seductora. Por algún motivo, yo extrañaba sus colmillos sangrientos. Me pregunté si le habrían obligado a abandonar la masticación de las embriagantes hojas de betel. Hace poco, una persona entendida en esos asuntos me explicó que se puede mantener el betel entre la mejilla y las encías desprovistas de dientes, y gozar de la embriaguez mental que provoca.

Varshakara me condujo ante la gran presencia. Ajatashatru estaba desparramado en un inmenso diván, rodeado por un millar de cojines cubiertos de plata. Había muy cerca una docena de mesillas repletas de comida y frascos de vino: y también, al alcance de la mano, una docena de muchachas y muchachos todavía impúberes. Las preferencias sexuales de mi suegro no habían sufrido cambios con la edad. He comprobado que los hombres siguen siendo en la ancianidad tal como han sido de jóvenes, aunque de nada les sirva.

Un muchacho de ocho o nueve años secaba amorosamente la cara del rey con una servilleta de lino. El cuerpo de Ajatashatru estaba perlado de sudor. No podía atravesar una habitación sin quedar exhausto. Aunque me pareció que su vida tocaba a su fin, su rostro se mantenía sin cambios. En todo caso, a causa de su gordura, mi suegro parecía mucho más joven que yo. He observado que en los países en que el calor es intenso y los cuerpos maduran y envejecen rápidamente, los hombres y mujeres engordan deliberadamente para conservar, si no la belleza de la adolescencia, el encanto infantil.

Ajatashatru resplandeció.

—¡Queridísimo! —Su vasta cara de bebé me miró con ansia, como si yo fuera una golosina. Luego abrió los brazos, de donde la grasa contenida por la seda colgaba como los acolchados de Sardis—. ¡Ven!

Fui. Mientras me inclinaba para besar la mano más próxima, tropecé y caí sobre el diván. Los muchachos rieron. Me aterroricé. En Susa —en cualquier corte— uno podía ser ajusticiado por semejante acercamiento al soberano. Pero fui perdonado.

El rey me cogió por debajo de los brazos y mitad me alzó, mitad me arrastró al diván como si yo fuera un muñeco. Evidentemente, los gruesos brazos eran aún poderosos. Cuando caí sobre el inmenso pecho, que olía a cien perfumes en conflicto, unos labios pintados de carmín besaron mi rostro exactamente como un niño derrama amor sobre un muñeco. Sobre un muñeco que destrozará en el momento siguiente:

—¡Querido! ¡Sin ti, la vida ha sido un peso, una cosa sin alegría! ¡Cuántas noches hemos llorado hasta la llegada del sueño, preguntándonos por qué nuestro yerno más querido, más amado, nos había abandonado! ¡Oh, malvado, malvado!

Mientras tanto, Ajatashatru me había cogido y arrojado a su lado. Me hundí en una pila de cojines: Me sentía como una frágil vasija junto a un elefante. Ignoraba la etiqueta apropiada para esa situación. Traté de mostrarme tan respetuoso y atento como me era posible, extendido junto al que debía ser el rey de mayor tamaño del mundo.

—¡Querido Darío! —Debo decir que me llamó continuamente Darío durante aquel encuentro. No es necesario agregar que no lo corregí. Como tantos monarcas absolutos, no tenía don de recordar los nombres. En Persia, el Gran Rey no aparece en público sin un chambelán que susurra a su oído los nombres de las personas que se le acercan.

—¡Qué hambre de verte ha padecido mi pobre niña! ¡Qué sed de saber dónde estabas! ¡Qué avidez de noticias! —Las palabras utilizadas por Ajatashatru daban la pauta de lo que tenía en mente. De inmediato los niños le ofrecieron comida y bebida. No he conocido otro hombre capaz de hablar tan claro con la boca llena. Quizás ello se debiera a que pocas veces dejaba de comer o de hablar.

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