Creación (87 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

—¿Cómo se lo ha permitido él?

—No interrumpas. No tienes buenas maneras. En realidad, jamás las has tenido. Eres un Mago griego, o un griego Mago. Te encantará saber que Lais tiene ahora gran poder en el harén. Se ha tornado imprescindible para Amestris.

—¿Magia? —murmure.

—¿Magia? ¡Qué disparate! Veneno —Atosa parecía más bien divertida—. Cada vez que el Gran Rey se siente atraído por una muchacha, ésta pierde los colores al cabo de una semana. En la segunda semana sufre de espasmos gástricos. En la tercera abandona todo interés por el alimento. Y en la cuarta muere, aparentemente por causas naturales. Tu madre es ciertamente la mejor bruja que he conocido, y eso que he sido educada por caldeos. Demasiadas promesas de borracho. —Este súbito cambio de tema me desconcertó. Atosa escatimaba el tiempo que me tomaba el hacer las necesarias conexiones. No había mucho tiempo.

—¿Promesas de borracho? —repetí…

—Sí. Sí —respondió, irritada. Atosa siempre había odiado explicar lo que le parecía obvio—. Jerjes está más tiempo ebrio que sobrio. Cuando bebe, Amestris, o cualquiera que se le acerque, le pide algo, y él, por supuesto, concede lo que sea. Al día siguiente, comprende lo que ha hecho. Pero es demasiado tarde: el Gran Rey no puede faltar a su palabra.

Esto, Demócrito, es algo que los griegos nunca han logrado comprender. Un persa no puede mentir y, además, cuando ha hecho una promesa no puede retroceder. Atribuyo a esta noble costumbre o característica la mayor parte de los desastres que ha sufrido Persia.

Demócrito me recuerda que, en esta respuesta a Herodoto, he dicho ya que toda decisión adoptada en el consejo, en estado de ebriedad, es revisada al día siguiente a la luz del nuevo día, y aceptada o descartada en consecuencia. Así es. Pero me refería en ese pasaje a los grandes consejos y las reuniones de los encargados de la ley, y no a las ocasiones en que sólo el Gran Rey… no es él mismo. Por otra parte —y a esto me refiero ahora—, en ciertas oportunidades ceremoniales, las personas próximas al Gran Rey pueden pedirle cualquier cosa que deseen, y él está obligado a concederla. Como es evidente, un soberano perspicaz —y sobrio— siempre puede maniobrar para no otorgar algo que no desea. Y además, los íntimos del Gran Rey no se esfuerzan precisamente por disgustarlo abusando de sus privilegios. Ahora bien: si el Gran Rey, ebrio, pierde el control, pueden ocurrir cosas terribles. Cuando Jerjes cambió el mundo por el harén, las mujeres y los eunucos aprovecharon su estado de confusión.

—No sé qué influencia tienes sobre él. Yo diría que muy poca. Pero ella te recibirá.

Comprendí el rápido giro.

—¿La reina Amestris recibe hombres?

Atosa asintió.

—Todos concuerdan en que yo senté el precedente necesario. Naturalmente, jamás la verás a solas, como me ves a mí, indefensa ante ti, una fácil presa para la lujuria masculina. —Atosa se echó a reír de repente, y comprendí que nunca en toda mi vida había oído su risa. Se parecía a la de Darío. ¿O a la de Ciro? En sus últimos días, Atosa era como un hombre o, con mayor precisión, como un Gran Rey.

—Jerjes impulsa a Amestris a recibir a los encargados de la ley, los comandantes de la guardia, las personas a quienes él debería recibir.

No se gobierna así un imperio. Al menos, no durante mucho tiempo. ¿Sabes que se enamora? ¡Imagínate! Mi padre, mis hermanos, Darío… Ninguno tomó jamás seriamente a una mujer. Las mujeres son para el placer, y para nada más. Excepto yo, que jamás he dado mucho placer a nadie. Ni tenía por qué hacerlo. Soy parte del gobierno de Persia. Pero Jerjes tiene que estar siempre enamorado. Observa que he hablado en griego —dijo Atosa— para describir un estado de entusiasmo sexual que no es persa. O que no debería ser persa.

Atosa frunció el ceño tan vivamente que el esmalte blanco de su frente se agrietó como el lecho seco de un río en el verano. Con frases entrecortadas, casi sin aliento, continuó:

—La mujer de Masistes. Su medio hermano. Jerjes la encontró con Amestris. En el harén. En Sardis. Accidentalmente, por supuesto. Las mujeres estaban charlando. Jerjes aparece bruscamente. Ve a la esposa de su hermano. Se enamora de ella. Le envía mensajes. Regalos. Todo el mundo lo sabe. Es demasiado vergonzoso.

—¿Y la mujer? ¿Responde?

—No. Es una mujer inteligente. Y sencilla. No sé para qué la quiere Jerjes. Para sembrar la confusión, supongo. Y ha tenido éxito. Amestris está furiosa. Masistes está aterrorizado. La mujer es astuta. Tiene una hermosa hija de trece años. Jerjes ha dispuesto que esa niña se case con el príncipe de la corona. Cree que entonces la madre, llena de gratitud, se echará en sus brazos. Ciro Espitama, mi hijo perderá el trono. —Atosa se incorporó en su cama. El esfuerzo era enorme. También su voluntad—. Nos está destruyendo. Masistes es hijo de Darío. Es el sátrapa de Bactria. Es popular. Jerjes lo obligará a rebelarse.

—¿Qué se debe hacer?

—No lo sé. —Atosa cerró los ojos. La suave luz de la lámpara le molestaba—. Rara vez viene a verme. Sabe que desapruebo su forma de vida. También sabe que pronto estaré en un nicho de piedra, en la santa ciudad de Pasargada. Por lo tanto, no es necesario que se preocupe por mí.

Atosa abrió los ojos y me contempló con mirada especulativa.

—Tal vez tú todavía puedas hablar con él. Ruego a la diosa que te escuche. Hasta elevaré una plegaria al Sabio Señor —agregó—. Pero prepárate para una sorpresa. Jerjes no es el hombre que has conocido. Ni el hijo que he dado a luz.

2

Exteriormente, Jerjes había cambiado muy poco. Estaba algo más grueso, por la bebida, y tenía la barba teñida del mismo tono de zorro colorado que los barberos empleaban con Darío. Me trataba exactamente como cuando éramos muchachos.

Debo destacar que la llegada de la corte de Sardis era como la de un ejército invasor. El harén era tan enorme que el camino del noroeste estaba cubierto, a lo largo de cien millas, de carrozas y carretas que traían muebles y cofres de oro y plata y, por supuesto, a las mujeres, los eunucos y los esclavos domésticos. Como Lais viajaba siempre con sus fieles griegos —aunque sólo le fuesen fieles a ella—, fue de las últimas en llegar.

El Gran Rey concedió su primera audiencia poco después de su llegada. Cuando los ujieres me condujeron hasta él, me miró con asombro. Luego, alzando el cetro de oro, saludó y anunció su alegría por la afortunada conclusión de mi embajada. Aquella noche, más tarde, me hizo llamar para que me reuniera con él en su dormitorio.

A pesar de todos mis años en la corte, nunca había visto los fabulosos muebles del dormitorio del Gran Rey. Por una vez, la fábula coincidía con la realidad. Un siglo antes, el orfebre Teodoro, natural de Samos, había creado una primorosa vid de oro macizo cuyas ramas se entrelazaban alrededor y encima de la cama, una planta metálica que no producía uvas sino piedras preciosas. Frente al lecho se encontraba el famoso plátano de oro. Es un poco decepcionante, su altura es algo menor que la de un hombre. Siempre habíamos oído decir que un hombre podía estar de pie a su sombra. Junto a la cama, en un taburete de marfil, había un enorme cuenco de oro lleno de agua perfumada.

Jerjes estaba en la cama. A su lado había una mesa con varias botellas de vino de Helbon. Había dos copas de oro. Cuando me prosterné, dijo:

—Levántate. Ven aquí. ¡Déjame verte!

Me abrazó afectuosamente con el brazo izquierdo, mientras llenaba las copas con la mano derecha.

—Nunca creí volver a verte. Siéntate. En la cama. Olvida el protocolo. Nadie puede vernos, salvo los espías de Amestris. Miran por agujeros en las paredes. Una vez por mes hago sellar los agujeros. Una vez por mes ella los hace abrir. Le gusta saber quién se reúne conmigo en la cama. Esto la desconcertará. —Jerjes sonreía. A pesar de los gruesos bolsones de piel arriba y abajo de los ojos, parecía más joven de lo que era. Aparte de un leve temblor en una mano, tenía aire saludable. Ciertamente, se veía más joven que yo.

—Debes —dijo, después de mirarme largamente— llamar a mi barbero. Tiñe tu pelo. Todo el mundo sabe que tenemos la misma edad. Me pones en ridículo con todo ese pelo blanco.

Bebimos. Hablamos del pasado. De Mardonio.

—Oh, tuvimos una gran victoria. Toda Grecia era nuestra, con excepción del Peloponeso. «Espera», le dije antes de irme. «Los espartanos se rendirán o vendrán al Ática. Entonces podrás comprarlos. O destrozar su ejército.» Que es lo que hicimos. Nosotros fuimos los vencedores en Platea. Pero eso no fue suficiente para Mardonio. No. Quería ser un héroe universal. Por eso se descuidó. Y lo mataron. Siempre lo hacen —agregó crípticamente—. Y perdimos la oportunidad de destruir al ejército de Esparta íntegro. Después, el asunto de Mycala… —Su voz se perdió. Yo hubiera querido saber, aunque no me atreví a preguntar, quién mataba siempre a los héroes universales—. De todos modos, volveremos pronto. —Jerjes resplandeció ante esta idea, efecto que fue literalmente destacado por el vino. En aquellos días, las mejillas de Jerjes enrojecían cuando bebía. Hacia el final de su vida, dejaron de enrojecer porque tenían constantemente un color de sangre fresca—. Gracias a mi regente espartano Pausanias, el vencedor de Platea. —Jerjes apuró la segunda copa de vino—. Quiere ser el rey de toda Grecia. En otras palabras, quiere ser yo mismo. Por eso ha pedido mi ayuda. Secretamente, por supuesto. Ahora está en Bizancio. Desea casarse con una de mis hijas. Y luego, con mi ayuda, ocupará Atenas. Y el resto.

—¿Puedes confiar en él?

—¡No, naturalmente! —Jerjes estaba más animado—. Pero nos será útil. Ya me ha enviado una cantidad de prisioneros persas, en señal de buena voluntad. ¿Cómo es esa vieja frase? No confíes en un griego que te hace regalos. Pues bien: no confío, pero lo creo capaz de crear bastantes dificultades a sus compatriotas. Otra cosa —agregó con intención—: ¿qué pensaste cuando Atosa te dijo que estoy condenado a perder el trono a causa del tiempo que paso en el harén?

Me espanté, y lo demostré.

—¿Es ése un tiempo perdido? —No se me ocurrió nada mejor.

—¿Cómo sé lo que ha dicho? —Jerjes sonrió—. Siempre lo sé. Preferiría que no fuera así. Pero no tengo opciones. Atosa es como la temperatura en Susa, demasiado cálida o demasiado fría. —Jerjes me sirvió una copa de vino de otra botella. Mientras bebía, me pregunté si no estaría envenenado—. Sí. Estoy enamorado de cierta persona que es, además, la esposa de mi hermano, y por eso no puedo ordenarle que me conceda su favor. Pero creo posible conquistarla. He dispuesto que mi hijo Darío se case con su hija. El muchacho es encantador, además. No he visto a la futura esposa. Pero es afortunada. Un día será la reina de Persia. Y lo que es más importante, a pesar de lo que pueda decir Atosa: la gratitud obligará a su madre a compartir este lecho. La semana próxima, pienso. Al día siguiente al de la boda.

Pasé una hora con mi viejo amigo. Mi primera impresión fue que apenas había cambiado. Pero cuando lo dejé, comprendí que había ocurrido algo muy extraño, o mejor dicho, que no había ocurrido. Jerjes no me hizo una sola pregunta acerca de la India o de Catay. Y en verdad, en los catorce años de vida que aún le restaban, jamás aludió a mis embajadas. Había perdido toda curiosidad por el mundo. Estaba encerrado en sí mismo. Nada le importaba, aparte del harén y de la conclusión de los edificios que había iniciado en su juventud.

Cuando los desconfiados espartanos, con toda justicia, ejecutaron a Pausanias por ser un agente persa, Jerjes apenas si advirtió que había perdido a su principal aliado en el mundo griego. Para entonces había llegado a convencerse a sí mismo de que había librado, como un buen hijo, la guerra que su padre había deseado librar. Carente de la buena fortuna de Darío, Jerjes no había logrado retener el control sobre la Grecia continental. Pero había tenido el placer de arrasar Atenas en dos ocasiones. Había vengado Troya y Sardis y, en general, estaba satisfecho con el resultado de las guerras griegas.

Demócrito me recuerda una obra teatral de Esquilo,
Los persas
, que alguien me leyó cuando vine a Atenas por primera vez. Esa obra es totalmente disparatada. Puedo asegurarte, por ejemplo, que nunca oí a Jerjes elogiar a los atenienses, ni a otros griegos. Ciertamente, jamás los habría llamado valientes ni atrevidos. Y, ¿cómo dice ese ridículo verso? «Estos tristes ojos han visto sus violentas y espléndidas hazañas.» Léeme esa parte que me hacía reír. Cómo… Sí, debido a «un desventurado sino, he nacido para aplastar, para arruinar mí tierra natal».

En términos prácticos, Jerjes no sólo no arruinó su tierra natal, sino que creía haber gobernado bastante bien su patrimonio. Había querido dar una lección a los griegos, y lo había hecho. Sólo tenía una queja: el costo de la guerra.

—Hasta el último trozo de oro de Babilonia se gastó en Grecia. La enseñanza está a la vista: nunca hagas la guerra contra un país pobre, porque perderás, no importa cuál sea el resultado.

Dudo que este sentimiento hubiese podido atraer a Esquilo. Es difícil, para un griego, comprender que Grecia es pequeña y pobre; y que Persia es grande, y rica. Y que la vida es breve. Breve.

Asistí a la boda de Darío, príncipe de la corona, con la hija de Masistes. No conocía a las dos terceras partes de los invitados. Pero como la mayoría descendía de Los Seis, reconocí, aunque no los rostros, los nombres de la nueva generación. Ese matrimonio me dio también la oportunidad de recuperar mi sitio en la corte del Gran Rey, ahora entre los ancianos. Aunque era tratado con el respeto que se debe al amigo de toda la vida de un soberano de edad mediana, mi persona no interesaba verdaderamente a nadie. La corte estaba, como el Gran Rey, encerrada en sí misma. O más exactamente, yo había estado lejos demasiado tiempo. Además, no tenía dinero. Me llevó diez años recuperar las propiedades en poder del tesoro, para no hablar de las que estaban en manos de Lais, quien no estaba tan contenta como hubiese debido por volver a ver a su único hijo. Aunque he podido observar que muchas veces, a los padres les fascina sobrevivir a sus hijos adultos.

Como Lais había estado ocupando mis habitaciones en mi casa, sólo tras abundantes e inoportunas quejas aceptó trasladarse a las habitaciones de las mujeres. Si bien no estaba descontenta de verme vivo, mantuvo dentro de decorosos límites su natural alegría de madre.

—No teníamos, realmente, forma de saber. —Miraba con tristeza cómo sus arcas y divanes abandonaban mi dormitorio, rumbo al sector de las mujeres, bastante menos espacioso—. Además, la ley establece que, después de tres años de ausencia, se considere al ausente completamente muerto.

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