Creación (86 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Sin embargo, el entusiasmo del eunuco era obviamente fingido. Un interrogatorio más profundo reveló una parte de la historia tan bien conocida aquí, en Atenas, que solamente la repetiré, Demócrito, para darte la visión del campo contrario.

Jerjes mandó en persona la invasión, partiendo de Sardis por tierra. Le acompañaban tres de los seis cuerpos de ejército, o sea sesenta mil hombres —y no sesenta millones, o cualquier otro número que mencione Herodoto para halagar a los atenienses—. Toda la flota seguía al ejército.

Entre los griegos cundía el pánico. Como el oráculo de Delfos y el de Atenas coincidían en que el Gran Rey era invencible, se sugirió que quizás a los atenienses les conviniera rendir la ciudad y trasladarse a Italia. Como si lo hubiera pensado mejor, el oráculo de Delfos anunció entonces que las murallas de madera de la ciudad podían ser útiles. El poco favorecido y poco estimado Temístocles interpretó, de modo más bien capcioso, que la expresión murallas de madera podía referirse a barcos de madera.

Pero el eunuco de la cancillería sólo conocía la versión de la corte, que expuso.

—Hace ahora exactamente dos años, el Gran Rey se encontraba en Troya, donde sacrificó mil animales a la diosa troyana.

Eso fue un golpe. Yo acababa de saber, con regocijo, que el Gran Rey, al suprimir sus títulos de faraón de Egipto y de rey de Babel, había rechazado también los dioses de esos países. Pero en cambio, por motivos más teatrales que políticos, había ofrecido un importante sacrificio a una diosa troyana cuyo nombre ni siquiera el eunuco recordaba, en lugar de ofrecerlo al Sabio Señor.

—Pero el sacrificio estaba justificado, amigo del rey. Como sabes mejor que nadie, el Gran Rey conoce de memoria largos trozos del griego Homero. Entonces, después del sacrificio, entre las viejas ruinas, dijo: «Vengaré a Troya, destruida por los invasores griegos. Vengaré a mi antecesor el rey Príamo. Vengaré a toda el Asia por las inicuas crueldades de los griegos. Así como los griegos atacaron Asia para recobrar a una prostituta espartana, yo los atacaré para lavar una mancha deshonrosa que hemos tolerado durante muchas generaciones. Atenas arderá, como Troya. Atenas arderá como Sardis. Atenas arderá y yo mismo arrimaré la tea. Soy la retribución. Soy la justicia. Soy el Asia». Y después de esto, los ejércitos de Persia cruzaron el Helesponto y entraron en Europa.

La justificación de Jerjes para la invasión de Grecia era ingeniosa. Como no hay en la tierra un griego que no se enorgullezca personalmente del bárbaro ataque llevado a cabo por sus antepasados contra la ciudad asiática de Troya, el Gran Rey hacía ahora responsables a todos los griegos por los pecados de sus antecesores. Jerjes era, en esto, perfectamente sincero. Creía verdaderamente que, tarde o temprano, los dioses —que, por supuesto, no existen— exigen una estricta rendición de cuentas por cualquier ofensa que se les haga.

Al principio, la guerra marchó bien. La flota y el ejército, perfectamente coordinados, bajaron por la costa de Tesalia. En el camino, un rey de Esparta fue muerto con todos sus hombres. Cuatro meses después de su discurso en Troya, Jerjes estaba en el Ática. El jefe ateniense Temístocles ordenó la evacuación de la ciudad. La mayor parte de los hombres subió a bordo de esos barcos, que eran, dijo, las murallas de madera de Atenas. Cuidadosamente, Temístocles se atuvo a la letra, aunque no al espíritu, del oráculo de Delfos, y la mayor parte de los atenienses estuvo de acuerdo con él. No tenían opinión. Como las fuerzas persas eran invencibles, era cuestión de muerte en tierra o huida por mar.

En presencia de Jerjes, la ciudad de Atenas fue incendiada, y Troya, además de Sardis, quedó vengada. Entretanto, Temístocles se mantenía en comunicación secreta con Jerjes. El comandante ateniense formuló sus pedidos, habituales entre los griegos, de tierras y dinero, y Jerjes fue de buena gana indulgente con ese astuto enemigo. En prueba de buena fe, Temístocles dijo a Jerjes que la flota griega se aprestaba a partir hacia Sicilia y que, si deseaba una victoria total, debía atacar sin demora. Es curioso, pero sólo la reina Artemisia sospechó una emboscada. A propósito, Artemisia, de acuerdo con sus deseos, mandaba personalmente las fuerzas de Halicarnaso. No era competente en el campo de batalla, pero sí una aguda intérprete de la mente griega. Cuando Artemisia entraba en combate, usaba una barba artificial, modelada sobre la natural de Mardonio. Aunque profundamente molesto por ese disfraz, él nunca se quejó.

A pesar de la advertencia de Artemisia, Jerjes dio la orden de ataque. Un tercio de la flota persa se perdió por la deslealtad o la incompetencia de ciertos capitanes fenicios. Cuando Jerjes, con toda justicia, los castigó, los demás capitanes egipcios y fenicios desertaron y Persia quedó con media flota. Sin embargo, en tierra éramos imbatibles, y el Ática era nuestra. Los griegos concedieron a Temístocles, a pesar de su doblez, crédito por una gran victoria naval. Y lo que comenzó como un acto de traición por su parte concluyó con la así llamada salvación de Grecia.

Jerjes no hizo responsable a Temístocles por el desastre. ¿Cómo hubiera podido? Los griegos no vencieron. Los persas perdieron, a causa de los capitanes fenicios. Luego, Temístocles advirtió a Jerjes que una avanzada de la flota ateniense ponía proa al Helesponto, con la orden de destruir el puente entre Europa y Asia. Para defender el puente, Jerjes se dirigió apresuradamente hacia Bizancio, por tierra. En su camino, pasó una noche con mi abuelo en Abdera, un gran honor, así como una fuente de infinitos problemas políticos para la familia de Lais. Hasta el día de hoy se los considera partidarios de los medos.

Jerjes dejó un cuerpo de ejército en Grecia, al mando de Mardonio. Un segundo cuerpo custodió la larga ruta que va desde el Ática hasta el Helesponto. El tercero fue empleado para mantener el orden en las ciudades jonias.

Como Mardonio controlaba todavía el continente griego, todos los jefes griegos que se oponían a la administración ateniense visitaron su cuartel general en Tebas. Los griegos antipersas estaban totalmente desmoralizados. Sin embargo, Mardonio se vio obligado a incendiar Atenas por segunda vez, para dar una lección al partido conservador. De todos los atenienses, sólo ellos se negaron a aceptar al Gran Rey como amo. Los conservadores, desmoralizados, continuaron pidiendo ayuda a Esparta, en vano. Es tradicional que los espartanos sean aliados infieles. Y además, lo que es más importante en este punto en particular, los líderes de Esparta suelen estar a sueldo de los persas.

Durante un tiempo, todo llevaba a pensar que Mardonio había tenido éxito en su misión. Pero el regente de Esparta, Pausanias, se tornó codicioso. Y al advertir que la luna estaba en posición auspiciosa, llevó al Ática al ejército espartano y pidió a Mardonio que le regalara un cofre de oro. Si lo recibía, se retiraría. Pero Mardonio deseaba una victoria total sobre Esparta y sus aliados griegos. No le dio el oro. También él era avaro, aunque de honores. Y cuando permitió que su avaricia fuera superada por su amor a la gloria, se destruyó. Siempre es un error actuar fuera de los límites del propio personaje.

Mardonio atacó al ejército espartano. Los espartanos fueron derrotados. Cuando trataron de huir, vieron que el camino al Peloponeso estaba bloqueado por nuestras tropas y que sus provisiones de víveres habían sido ocupadas.

Mardonio ya había conseguido lo que deseaba. Grecia era suya. Pero quiso un gesto final de triunfo. Montado en un caballo blanco, Mardonio condujo la carga final contra los restos del ejército espartano. En la confusión del combate, el caballo blanco fue muerto y Mardonio derribado. Antes de que pudiera ponerse de pie, con lentitud, debido a su invalidez, un griego dejó caer una piedra sobre su cabeza. Así murió mi amigo Mardonio, que había soñado ser el señor del mar en todas las islas y el amo de todos los griegos. Si una muerte puede ser buena, la de Mardonio lo fue. No sólo murió instantáneamente, sino creyendo que había logrado su deseo y que era el dueño de Grecia. Misteriosamente, jamás se encontró el cuerpo. Años más tarde, el hijo de Mardonio había de gastar una fortuna en la búsqueda de los huesos de su padre.

En el campo de Platea, se declaró al desleal Pausanias salvador de toda Grecia. Mientras tanto, Jonia se había rebelado y el ejército de Mardonio, comandado ahora por Artabazo, tuvo que retornar al Asia, donde una parte importante de la flota persa había sido destruida en la playa del Cabo Mycala. Dos cuerpos de ejército persas habían sido derrotados por los griegos. Irónicamente, los aliados griegos obtuvieron a menos de cien millas al oeste de la corte del Gran Rey en Sardis la victoria militar decisiva que jamás habían logrado alcanzar en su propio territorio europeo.

Asombrado, escuché el relato del vicechambelán sobre los desastres acaecidos en Persia.

—Por esta razón —explicó— el Gran Rey no vendrá a Susa hasta el comienzo del verano, para el casamiento de su hijo Darío.

—Las guerras griegas han terminado —dije. ¿Qué más se podía decir? Mardonio está muerto, pensé. La juventud ha terminado.

El vicechambelán se encogió de hombros.

—Dicen que Pausanias desea convertirse en rey de Grecia. Si lo intenta, es posible que tengamos una guerra muy larga.

—O una paz muy larga.

Se acercó un eunuco anciano a quien yo había conocido, de niño, en el harén. Nos saludamos cálidamente. Luego me dijo:

—Puedes verla ahora mismo.

—¿A quién? —Lo miré sin comprender.

—Sí, a la reina madre.

—¿Atosa? —No podía creer que aún viviera.

Atosa tampoco. Su tamaño se había reducido hasta alcanzar el de una muñeca; como una muñeca, tenía una cabeza demasiado grande para el frágil y pequeño cuerpo.

Atosa descansaba en un lecho de plata, al pie de la estatua de Anahita. Cuando me prosterné, alzó por un instante la mano y la dejó caer luego sobre el cobertor. Así me saludó.

—Álzate. —La voz era tan grave como la de un hombre.

Nos miramos como un par de fantasmas que acaban de encontrarse en la puerta del hogar ario de los padres.

—¿Sorprendido?

Asentí torpemente.

Atosa sonrió, revelando su último diente. Aunque tuve alguna dificultad para comprender su dicción, la voz de la reina era tan firme como siempre, y los viejos ojos aún brillaban.

—Pareces muy viejo —dijo.

—Y tú, Gran Reina…

—Una cosa que han olvidado guardar en la tumba. Es ridículo vivir tanto tiempo.

—Una bendición para nosotros.

Con sorprendente facilidad, adopté el estilo cortesano. Temía haberlo olvidado. Las lenguas de Catay y de la India se mezclaban en mi mente con el persa y el griego y con frecuencia no lograba recordar las frases más sencillas. Aun hoy me cuesta encontrar las palabras. Mientras te hablo en griego, pienso en un persa terriblemente adulterado por las lenguas orientales. Y mis sueños son particularmente poco satisfactorios. Como ya no veo nada en la realidad, rara vez veo algo en sueños. Pero oigo voces, aunque en muchas ocasiones no logro comprender qué intentan decirme.

Atosa interrumpió mis expresiones cortesanas con un gesto de la cabeza.

—Ponte allí —dijo, indicando un lugar situado entre la cabecera de la cama y la estatua de Anahita—. Me cuesta mover la cabeza y, en realidad, cualquier otra cosa. —Cerró los ojos. Por un momento, creí que se había dormido, o muerto. Pero simplemente estaba recuperando fuerzas—. No creo que esperaras encontrarme con vida. Ni a Mardonio sin ella.

—Lo primero es una alegría…

—… indescriptible. —Se estaba burlando de ambos—. Pero lo segundo es cosa muy grave.

—Yo tenía la impresión —estaba obligado a hablar con tacto— de que Mardonio era el responsable de todo lo… ocurrido en Grecia.

—Sí. Él conquistó Grecia. —Debajo del pesado esmalte, en las grietas, apareció algo así como un rubor—. Después lo mataron.

—¿Los griegos?

La boca de Atosa dibujó una línea recta. Esto no es fácil cuando se tiene un solo diente.

—Esperemos —respondió—. También es posible que haya sido cierta facción de la corte. El cuerpo nunca se halló, lo cual es raro tratándose de los griegos. A pesar de sus defectos, los griegos son de fiar cuando se trata de devolver los cuerpos de sus enemigos.

Aun en su lecho de muerte, Atosa continuaba tejiendo sus tramas. Como una vieja araña, todavía podía capturar cosas brillantes.

—Verás —dijo por fin— que la corte es muy distinta de lo que era en nuestra época. —Así, despreocupadamente, ella me acababa de convertir en su contemporáneo—. El centro es el harén.

—Así era también en… nuestra época.

Atosa movió la cabeza, e hizo un gesto de dolor.

—No. Darío gobernaba por medio de la cancillería. Yo pude conseguir algunas cosas de menor importancia. Pero no a través del harén. También yo debía utilizar la cancillería. Ahora hay, en el harén, quinientas mujeres. En Persépolis, las tres casas están tan llenas que el harén se ha expandido y ocupa todos los viejos edificios administrativos del palacio de invierno. Mi hijo… —Atosa se interrumpió.

—Ha sido siempre muy sensible. —Lo dije tan cuidadosamente como pude.

—Amestris es fuerte. Me felicito por haberla elegido. Comprende a las mujeres, a los eunucos y al Gran Rey. Pero no tiene el don de la administración. Yo he sido bien instruida. Ella no. ¿Te das cuenta de que soy la única persona en el mundo que recuerda a mi padre, Ciro? —Hacia el fin de su vida, Atosa tendía a apartarse del tema y decir en alta voz lo que normalmente se hubiera limitado a pensar—. Y casi nadie recuerda a mi hermano Cambises. Yo sí. Y recuerdo también quién lo mató. —Me dirigió una sonrisa confidencial. Había olvidado, si alguna vez lo había sabido, que Jerjes me había narrado la verdadera historia del sangriento acceso al trono de su padre. Luego Atosa recuperó el presente—. Cuento contigo para ayudar a mi hijo. Tú y yo somos lo único que queda de los viejos tiempos. Y yo pronto me iré. Amestris se ocupa solamente de sus tres hijos, lo cual es normal. Pero además está celosa, lo cual es un peligroso error. A mí jamás me importó quién compartía el lecho de Darío. Que tampoco tenía tanto interés en las mujeres. Y yo, por supuesto, era un caso especial. No sólo una esposa: la socia del Gran Rey, la reina. Amestris es distinta. Muy distinta. Ha hecho matar, secreta y a veces no tan secretamente, a por lo menos veinte favoritas de mi hijo…

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