Creación (72 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Estos eran los antecedentes del retorno de Confucio a Lu, a sus setenta años. Aunque no era considerado una amenaza personal para el régimen, sus ideas preocupaban a tal punto a los nobles que el barón K´ang decidió poner punto final a las idas y venidas del sabio. Le envió una embajada, en nombre del duque. Le imploraba su retorno, con el cebo de un alto cargo. Confucio mordió el anzuelo. Ahora estaba en camino de Wei a Lu.

—Esperemos —dijo el barón— que nuestra pequeña guerra con Key haya terminado para cuando vuelva.

—Así sea la voluntad del cielo —respondí piadosamente.

—Oirás a Confucio hablar mucho del cielo. —Hubo una larga pausa. Contuve la respiración—. Te alojarás aquí, cerca de mí.

—Es un honor… —No se me permitió terminar.

—Y ya me ocuparé de que puedas volver, de alguna manera, a tu tierra nativa. Mientras tanto… —El barón miró sus manos pequeñas y suaves.

—Te serviré en todas las formas posibles, señor barón.

—Sí.

Y de este modo, sin más palabras, quedó resuelto que durante mi estadía en Lu yo espiaría a Confucio e informaría secretamente al barón, quien temía a Yang Huo y al guardián del castillo, miraba con profunda sospecha a su propio comandante de la guardia, Jan Ch'iu, y veía con profunda desazón la fuerza moral de Confucio y de sus enseñanzas. A veces, conviene más afrontar que evitar lo que se teme. Por eso, el barón llamaba a Confucio. Quería conocer lo peor.

4

La capital de Lu me recordaba Loyang. Por supuesto, todas las ciudades de Catay se parecen un poco. En todas se ven tortuosas callejuelas increíblemente estrechas, ruidosas plazas de mercado, silenciosos parques donde se elevan los altares consagrados al cielo, a la lluvia y a la tierra. La ciudad de Ch'u-fu era más antigua que Loyang, y olía a madera carbonizada, a consecuencia de medio milenio de incendios. Aunque yo lo ignoraba en aquel momento, en los estados florecientes como Key, cuya capital era tan admirada como Sardis por nosotros, se consideraba que Lu era atrasado. Sin embargo, el duque de Lu era el heredero del legendario Tan, cuyo nombre estaba en todos los labios, así como Ulises es constantemente citado por los griegos. Pero mientras Ulises es famoso por su astucia, Tan era noble y sacrificado: el modelo del perfecto gobernante de Catay, o, más exactamente, del perfecto caballero, una categoría inventada o recuperada por Confucio. No todos los caballeros eran perfectos. El ideal confuciano es una conducta correcta o decorosa. Trataré de describir, cuando sea oportuno, qué significa eso.

Siempre que Confucio tenía algo importante que decir, lo atribuía a Tan. Decía invariablemente: «Sólo transmito lo que me han enseñado. Jamás he creado algo por mí mismo». Supongo que lo creía y que, en cierto sentido, podía ser verdad. Todo ha sido dicho antes; y si uno conoce el pasado histórico, siempre puede hallar un venerable pretexto para cualquier acción. Un aforismo.

Dos semanas después de mi instalación en el palacio de Chi, concluyó la guerra entre Lu y Key. Jan Ch'iu y Fan Ch'ih habían logrado una notable —es decir, inesperada— victoria. Habían conquistado incluso la ciudad de Lang, del otro lado de la frontera. Se decía que Yang Huo y el guardián del castillo de Pi habían sido vistos combatiendo con el ejército de Key contra sus propios compatriotas. En este sentido, los catayanos son como los griegos. La lealtad para consigo mismo les atrae más que el patriotismo.

Demócrito se irrita. Trae a colación a los aventureros persas que derrocan a un Gran Rey a quien han jurado lealtad. Pero no es exactamente lo mismo. Es verdad, hemos tenido nuestra proporción de usurpadores. Pero no conozco un solo caso en que un persa de rango, resentido, se haya unido a un ejército enemigo para invadir su país natal.

Fui tratado como un huésped de la familia Chi, y hasta recibí el título de huésped de honor. También fui invitado a la corte ducal. Aunque el duque Ai carecía de poder, el barón K'ang no sólo respetaba su preeminencia en las ceremonias, sino que además consultaba con él los asuntos de estado. Si bien no se recuerda un caso en que el barón siguiera el consejo del duque, sus relaciones eran, en lo superficial, correctas.

Cuando el ejército de la familia Chi retornó victorioso a la capital, asistí a una recepción en honor de los héroes en el Largo Tesoro, un edificio situado justamente frente al palacio ducal. Como miembro de la comitiva del primer ministro, usé por vez primera el delantal de la corte, una curiosa prenda semicircular de seda que se lleva debajo de un ancho cinto de cuero del que cuelgan las diversas insignias del rango, de oro, plata, jade y marfil. No es necesario decir que mi cinto sólo llevaba una perillita de plata, que me identificaba como huésped de honor.

Unos cincuenta cortesanos seguimos al barón K'ang al salón principal del Largo Tesoro. Este edificio había sido antes no sólo el tesoro, sino también la fortaleza de los duques. Cuando el duque Chao intentó recobrar su legitimo poder, se refugió en el Largo Tesoro. Pero las tropas de las tres familias dominaron a sus guardias e incendiaron el edificio. Chao escapó al fuego, pero no el edificio. Se discutió bastante si se reconstruiría o no ese símbolo del poder ducal. Finalmente, el barón K'ang dio su permiso, y el Largo Tesoro resurgió de sus cenizas el año anterior a mi llegada a Lu.

En el norte del salón se encontraba el duque Ai. Era un hombre delgado y bien parecido, con las piernas típicas de los cazadores, es decir, esas piernas acostumbradas a curvarse a los lados del caballo. Vestía una sorprendente túnica azul y oro, que había pertenecido al legendario Tan.

Ya estaban allí los miembros de las familias Meng y Shu, así como la comitiva del duque. En ella vi al irritado duque de Sheh. Al menos a mí, me miró con irritación.

El barón K'ang se inclinó ante el duque Ai, le deseó larga vida y lo felicitó por su victoria sobre Key. Luego el barón le presentó a Jan Ch´iu; el duque respondió con un discurso tan arcaico y celestial que comprendí muy poco.

Mientras el duque Ai hablaba, examiné el salón, largo y alto, réplica exacta del que había sido destruido por el fuego. Frente al duque había una gran estatua, más bien burda, del duque Tan. Y no había otro mobiliario, a excepción de los cortesanos. Con sus brillantes trajes constituían un espectáculo hermoso; el salón parecía un jardín en primavera, y no una reunión de hombres torvos y ambiciosos.

Después de las palabras desde el norte, hubo música y danzas rituales. Y abundante vino de mijo, del que todo el mundo bebió en demasía. En cierto momento, el duque desapareció; una triste señal del poder perdido: el protocolo universal requiere que nadie abandone una habitación antes que el gobernante. Pero en Lu gobernaba el barón K'ang, no el duque Ai.

Apenas se marchó el duque, los concurrentes empezaron a moverse por el salón, con muchas inclinaciones, agachadas y trotes. La etiqueta catayana siempre me pareció a la vez ridícula y angustiosa. Por otra parte, a Fan Ch'ih tampoco le atraía mucho la forma en que actuábamos nosotros en Babilonia.

Finalmente, como debía suceder, el duque de Sheh me encontró. Había bebido demasiado.

—Si vivo diez mil años…

—Elevo mi plegaria porque así sea —respondí rápidamente, mientras me agachaba y retrocedía como si él fuera un verdadero duque.

—… no encontraré jamás tanta ingratitud.

—No podía hacer otra cosa, señor duque. Caí prisionero.

—¿Prisionero? —Señaló la perillita de plata—. ¡Huésped de honor! Tú, a quien yo he salvado de una muerte segura… Eres un esclavo. Mi esclavo. Yo te he alimentado. Te he tratado como un ser humano. ¡Y ahora has olvidado a tu benefactor, a tu salvador!

—De ningún modo. Mi gratitud será eterna. Pero el barón K'ang…

—… ha sido víctima de algún hechizo. Puedo reconocer los síntomas. Pues bien: he puesto sobre aviso a mi sobrino el duque. Te vigilará. Un paso en falso y…

Nunca sabré a dónde me habría llevado ese paso en falso, porque Fan Ch'ih se interpuso entre nosotros.

—Querido amigo —me dijo—. Señor duque —dijo a mi antiguo amo.

—Congratulaciones por este día de triunfo —murmuró el duque, en respuesta a Fan Ch'ih, y se alejó. No volví a verlo. Sin embargo, fui sincero cuando dije que siempre le agradecería el haberme salvado de los hombres lobos de Ch'in.

Fan Ch'ih quería saber en detalle lo que me había ocurrido. Le conté todo lo mejor que podía. Movía constantemente la cabeza.

—No es posible, no es posible —repetía, mientras yo narraba mis vicisitudes en el Reino Medio. Cuando quedé sin aliento, dijo:

—Gracias a ti he podido regresar. Me ocuparé de que regreses a Persia. Es una promesa.

—También el barón K'ang me ha prometido ayuda.

Fan Ch'ih parecía preocupado. Era una expresión poco habitual en su cara alegre.

—No será fácil, por supuesto. Ni inmediato.

—Quizá sea posible encontrar un barco que se dirija a Champa y…

—Pocos barcos salen para Champa. Y los que salen, rara vez llegan. Los que llegan… suelen llegar sin pasajeros.

—¿Barcos piratas?

Fan Ch'ih asintió.

—Te robarían y te arrojarían por encima de la borda la primera noche. No. Debe ser tu propio barco, o un barco del gobierno, con su carga. Infortunadamente, el estado no tiene dinero. —Fan Ch'ih abrió las manos, con las palmas hacia arriba: luego las volvió hacia abajo. Ese gesto, en Catay, expresa el vacío, la nada, la pobreza—. En primer lugar, Yang Huo robó la mayor parte del tesoro. Luego, hubo que reconstruir esto. —Señaló con un gesto el salón, de donde empezaban a retirarse los cortesanos, como grandes flores—. Y después, otras dificultades; y ahora esta guerra con Key que hemos logrado no perder. —Los catayanos se complacen en el sobreentendido y las frases enigmáticas.

—Habéis logrado una magnífica victoria. Habéis agregado nuevo territorio a Lu.

—Lo que hemos ganado no es igual a lo que hemos perdido. El barón K'ang deberá ordenar nuevos impuestos. Eso significa que tendrás que esperar hasta que haya dinero. Quizá, el año próximo.

Hice lo posible por mostrarme alegre. En verdad, me sentía desolado. Habían pasado casi cinco años desde que partiera de Persia.

—Por motivos egoístas, estoy encantado de que hayas venido. —Fan Ch'ih sonrió. Su cara parecía la luna de otoño—. Ahora podré devolver cuanto has hecho por mí en Babilonia.

Le respondí que nada había hecho, y otras cosas por el estilo. Y luego pregunté:

—¿Hay en Lu una casa de banca como Egibi e hijos?

—No. Pero sí tenemos toda clase de comerciantes, capitanes de mar y personas codiciosas.

De alguna manera surgió en la conversación el nombre de Confucio. No recuerdo exactamente el contexto. Pero sí que de repente los ojos de Fan Ch'ih se iluminaron de placer.

—¿Recuerdas lo que te he contado del maestro K'ung?

—Oh, sí. ¿Cómo podía olvidarlo? —Mi entusiasmo no era fingido: tenía una tarea que cumplir.

Fan Ch'ih me cogió el brazo y me llevó a través del salón. Aunque las maneras de los restantes cortesanos eran tan precisas y exquisitas como siempre, sus voces eran un poco demasiado altas. Todo recordaba la corte persa, con una excepción: el gobernante de Catay —o, en este caso, los gobernantes— se marcha a la primera señal de ebriedad, en tanto que el Gran Rey se queda hasta el fin. Debido a esta antigua costumbre persa, Herodoto dice ahora que el Gran Rey sólo determina la política cuando está ebrio. La verdad es lo contrario. Un escriba recoge todo lo que se dice en una reunión real donde se bebe; y toda orden dictada por el soberano cuando está ebrio es cuidadosamente examinada a la luz neutral del día siguiente. Si la decisión no es del todo coherente, es cuidadosamente olvidada.

Seguí a Fan Ch'ih. Vi cómo el barón K'ang se deslizaba por una puerta lateral. Había recibido la victoria de sus tropas con la misma ecuanimidad con que tomaba todo. Era, en muchos sentidos, un gobernante modelo. Siempre lo admiraré, aunque me pareciera extraño, como todo su mundo.

Bajo la estatua del duque Tan estaba Jan Ch´iu, rodeado por una docena de amigos. Una rápida mirada me dijo que todos pertenecían a la clase de los caballeros, incluido el mismo general. Fan Ch'ih me presentó a su jefe. Cambiamos las formalidades habituales. Luego, con gran parsimonia, Fan Ch'ih me condujo hacia un hombre anciano, alto y delgado, de cara pálida, grandes orejas, frente prominente, barba rala y una boca más adecuada para los requisitos nutritivos de una liebre herbívora que para los de un hombre comedor de carne. Los dos dientes frontales eran tan largos que, aun con la boca cerrada, se veían las puntas amarillentas apoyadas sobre el labio inferior.

—Maestro K'ung, si me lo permites, te presentaré a mi amigo de Persia, yerno de dos reyes…

—… huésped de honor —agregó, con precisión, Confucio: había visto el símbolo de mi ambiguo rango.

—Primer caballero —respondí. Yo también había llegado a ser un competente lector de cintos. Intercambiamos las formalidades habituales. Aunque Confucio era meticulosamente fiel a la etiqueta en cuanto decía, daba la impresión de una gran sinceridad. Hay que conocer el lenguaje de Catay para comprender lo difícil que es esto.

Fui presentado luego a media docena de discípulos del maestro, que habían compartido su exilio. Se encontraban nuevamente en su hogar. Parecían muy satisfechos de sí, en particular un pequeño anciano de espaldas agobiadas que, como supe, era el hijo de Confucio, aunque parecía tener la edad de su padre. No recuerdo que se haya dicho nada importante. La conversación se refirió solamente a la victoria de Jan Ch'iu, que él atribuyó modestamente a las enseñanzas de Confucio. Creo que lo decía convencido.

Algunos días más tarde, Fan Ch'ih me llevó a la casa de su amo, un edificio impersonal junto al altar de la lluvia. Como la esposa de Confucio había muerto mucho antes, se ocupaba de su cuidado una hija viuda.

Por las mañanas, Confucio hablaba con cualquier persona que lo visitara. El resultado era que, en un instante, el patio interior de la casa se llenaba de jóvenes y no tan jóvenes, y el maestro se veía con frecuencia obligado a llevarse a todos al bosquecillo situado junto al altar de la lluvia.

Por las tardes, recibía a sus amigos o discípulos. Eran la misma cosa, porque él no dejaba nunca de ser un maestro, ni sus amigos, discípulos. Le hacían constantemente preguntas sobre política y religión, el bien y el mal, la vida y la muerte, la música y el ritual. Solía responder con citas, muchas veces del duque Tan. Y si se le exigía, adaptaba la cita a la pregunta precisa.

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