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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (34 page)

—Ambos —respondí sinceramente—. Encuentro algo desapacible el punto de vista de Gosala. Si no hay modo de alterar el destino propio por medio de las buenas acciones, ¿por qué no conducirse lo peor posible?

—Le he dicho lo mismo. Pero él parecía creer que observar los votos era una cosa buena en sí; si puedes hacerlo, eso significa que te acercas a la salida. Piensa también que la vida del hombre se parece mucho a una laguna: si no agregas nuevas aguas, la laguna terminará por evaporarse. Pero rechaza la teoría de que el destino, el karma, sea alterado por las buenas o malas acciones. Todo está predeterminado. Llegas a la salida cuando es tu turno, no antes. Según él, los dioses y los reyes de este mundo no están de ningún modo cerca de ese momento —Bimbisara parecía entristecido. Estoy convencido de que realmente creía en lo que afirmaba—. Temo un retroceso en mi próxima vida. Hay signos de que me convertiré en Mara, el dios de todos los males, y de este mundo. Ruego que no sea así. Trato de observar todos los votos. Sigo las cuatro nobles verdades de Buda. Pero el destino es el destino. Ser un dios es peor que ser un rey como yo.

Por supuesto, yo no podía disentir. Pero la idea de ser un dios me resultaba muy tentadora y embarazosa. Si los dioses no pueden morir o terminar hasta que concluya este ciclo de la creación, ¿cómo es posible que alguien se transforme en un dios que ya existe? Cuando le pregunté esto a un brahmán, le llevó medio día responder. Hace largo tiempo que he olvidado las dos mitades de ese día.

—Me asombra, señor, el sentido del tiempo que tienen vuestros santones. Miden las existencias por miles.

—Más que eso —respondió Bimbisara—. Ciertos brahmanes aseguran que un karma particularmente malvado sólo puede ser eliminado por medio de treinta millones de millones de millones de reencarnaciones, multiplicadas por todos los granos de arena que contiene el lecho del Ganges.

—Es un largo tiempo.

—Es un largo tiempo —replicó gravemente Bimbisara. No podía saber si el rey creía todo esto. Solía repetir la última frase que se le decía, y luego cambiaba de tema—. ¿Quién es el rey actual de Babilonia?

—Darío, señor.

—No lo sabía. Hace mucho tiempo comerciábamos con Babilonia. Pero luego se perdieron muchos barcos en el mar. No valía la pena.

—Hay una ruta terrestre, señor.

—Sí, y mi más profundo deseo es que avancemos velozmente por esa ruta que se interpone entre nosotros. ¿Querrías una esposa?

Yo estaba demasiado sorprendido para responder. El rey repitió sus palabras, y luego agregó:

—Como esperamos que te sientas en Rajagriha como en tu ciudad natal, nos agradaría que desposaras a una de nuestras damas. Así, también, desposaré a una hija de tu rey, y él a una de las mías.

—Es un honor inmerecido —dije—. Pero lo acepto con gran alegría, señor.

—Está bien. Arreglaremos todo. ¿Tienes otras esposas?

—No, señor.

—Mejor. Algunos brahmanes son tontamente rígidos respecto de la cantidad de esposas que puede tener un hombre, aunque nuestra religión es flexible en ese sentido.

Bimbisara se puso de pie. La audiencia había terminado.

Mientras regresábamos a la galería por en medio del aire plateado y fragante, sentí por un instante que Rajagriha era mi ciudad natal.

6

Me casé al concluir la semana del sacrificio del caballo. Ambas ceremonias se cumplieron a finales del invierno, una estación breve y encantadora que corresponde al comienzo del verano en Ecbatana.

El sacrificio del caballo, al contrario que mi matrimonio, no fue precisamente un éxito. En todo un año de vagabundeo, el animal había logrado evitar Koshala y también la federación de repúblicas. Corría el rumor de que, en cierto instante, el desesperado Varshakara había intentado espantar al caballo hacia una barca que lo hubiese trasladado, a través del Ganges, a la república de Licchavi. Pero en el último momento el caballo se resistió y no cruzó el Ganges.

Con una perversidad casi humana, el semental no salió jamás del reino de Magadha durante su año de libertad. Esto era un mal augurio para Bimbisara. Por otra parte, tampoco había sido capturado por un enemigo, y esto era un buen augurio. Al concluir el año, el caballo fue conducido de regreso a Rajagriha para ser sacrificado tras un festival de tres días.

El sacrificio del caballo es de lo más extraño que he visto nunca. El origen del rito es oscuro. Todos los brahmanes concuerdan en que el origen es ario, por la sencilla razón de que el caballo era desconocido en esta parte del mundo antes de que llegaran del norte los hombres de piel blanca de los clanes. Pero no concuerdan en nada más. Gran parte de la ceremonia se desarrolla en una lengua tan antigua que ni siquiera los sacerdotes que recitan los himnos sagrados tienen la más remota idea de lo que significan las palabras canturreadas. En esto se parecen a los Magos seguidores de la Mentira. Sin embargo, los Brahmanes principales de la corte me interrogaron a fondo acerca de los sacrificios persas que se parecen a los de ellos; y pude contestar que, en Persia, los seguidores de la Mentira todavía sacrifican un caballo al dios del sol. Aparte de eso, sé tan poco del origen de nuestros sacrificios, como ellos de los propios.

Para un gobernante indio el sacrificio del caballo tiene inmensa importancia. Representa, para comenzar, la renovación de su reinado. Si el rey logra, además, aumentar el reino que ha heredado, recibe el nombre de maharajá, titulo que, según pretenden ciertos indios ambiciosos, equivale al de Gran Rey. Con tacto, sugerí que un maharajá se parecía más al rey de Babel o al faraón de Egipto, títulos que Darío poseía.

El sacrificio del caballo se realizó en un parque destinado a los festejos, junto a la muralla y del lado interior. Se había construido en el centro una torre dorada de cuatro pisos. Trescientos mástiles formaban un cuadrado alrededor de la torre. Como ese día no había viento, las banderas de vivos colores pendían serenamente de los mástiles.

Mientras, el semental, dócil, drogado, era atado a uno de los mástiles, los brahmanes ataban otras aves y animales a todos los demás. Aquel día debían sacrificarse caballos, vacas, gansos, monos y hasta delfines de fauces abiertas. Mientras tanto, los músicos tocaban, los juglares y los acróbatas actuaban. Aparentemente, todo Rajagriha estaba allí.

Yo me encontraba en la puerta de la torre, rodeado por la corte. La familia real estaba en el interior, preparándose para el ritual.

Exactamente a mediodía, el rey y sus cinco esposas salieron. Todos vestían de blanco. No se oía un solo ruido, aparte de las voces de los animales y aves, y el estertor casi humano de los delfines.

El sumo sacerdote condujo personalmente al caballo desde su poste hasta el rey. Bimbisara y las esposas caminaron en torno al animal. Una de ellas ungió sus flancos y otra arrojó una guirnalda sobre su cuello. Cerca, un grupo de brahmanes representaba una especie de comedia, o pantomima del matrimonio, con abundantes gestos obscenos. Yo no alcanzaba a comprender las palabras.

El carácter de la reunión era curiosamente solemne. En general, las muchedumbres indias son alegres y ruidosas. Pero en aquella ocasión percibían, supongo, la magia de un acontecimiento que raramente se produce más de una vez durante el reinado de un monarca, pese a la antigua tradición de que el primer rey de este mundo que celebre cien sacrificios del caballo derrocará al dios Indra y ocupará su lugar en el cielo.

No pienso que pueda haber nada tan aburrido como una larguísima ceremonia en una lengua extranjera, y dedicada a uno o varios dioses en que no se cree.

Pero hacia el final de la parodia, la ceremonia se tornó interesantísima. El caballo fue conducido nuevamente hasta su poste. El sumo sacerdote cubrió su cabeza con un paño. Lentamente, sofocó a la bestia. El animal cayó al polvo con estrépito, y durante cierto tiempo sus patas se revolvieron agónicamente. Luego se acercó la anciana reina. La multitud estaba en gran silencio. Cuidadosamente, la reina se acostó junto al cuerpo muerto. El sacerdote cubrió al caballo y a la reina con una sábana de seda.

Una vez que quedaron ocultos dijo en voz alta y clara:

—Ambos estáis ahora cubiertos en el cielo. Que el fértil semental, el dador de la simiente, la ponga en su sitio.

Me llevó un momento comprender lo que ocurría. Después de los ritos de Ishtar en Babilonia, creía que ya nada podía asombrarme o escandalizarme. Pero esto lo consiguió. Esperaban que la vieja reina, debajo de la sábana, introdujera en su cuerpo la verga del caballo muerto.

El diálogo ritual era oscuro y obsceno. Se inició con un grito de la reina, capaz de helar la sangre.

—¡Oh, madre, madre, madre! ¡Nadie me toma! El pobre animal duerme. Soy una bella y maravillosa criatura, vestida con las hojas y cortezas del árbol pampila.

El gran sacerdote exclamó:

—Incitaré al procreador. También tú debes incitarlo.

La vieja reina se dirigió al caballo muerto:

—Ven, deposita tu simiente en lo más hondo del vientre de la que ha abierto los muslos para ti. ¡Oh, símbolo de la virilidad, pon en movimiento el miembro que para las mujeres es el hacedor de la vida, que entra y sale de ellas velozmente en la oscuridad, el amante secreto!

Hubo gran agitación bajo la sábana.

—¡Oh, madre, madre, madre! ¡Nadie me toma! —aulló la vieja reina.

A esto siguió un obsceno diálogo entre el sumo sacerdote y otra de las esposas del rey. Él señaló el sexo de ella.

—Esa pobre gallinita está agitada y hambrienta —dijo—. Mirad cómo pide comida.

La mujer señaló el sexo del sacerdote.

—Es casi tan largo como tu lengua, y se agita. Calla, sacerdote.

La anciana reina gritaba sin cesar:

—Madre, madre, madre, ¡nadie me toma!

El sacerdote intercambió crípticas obscenidades con cada una de las esposas del rey. Éste no decía una palabra. Finalmente, lo que debía hacerse se hizo. Es posible que la vieja reina haya metido de algún modo en su vagina la verga del caballo. Luego la sábana fue retirada. Las esposas del rey cantaron al unísono un himno en honor de un caballo que volaba por el cielo. Les trajeron lebrillos, lavaron ritualmente sus caras y sus manos, y cantaron un himno al agua. Luego, todos los animales, aves y peces fueron sacrificados, y se encendieron las hogueras.

La vieja reina se sentó en una silla junto al caballo muerto y contempló cómo cuatro brahmanes lo descuartizaban con destreza. El sumo sacerdote puso personalmente al fuego los huesos. Cuando la médula empezó a sisear, el rey Bimbisara inhaló el vapor. Así quedaba libre de pecados. Dieciséis sacerdotes acercaron entonces al fuego cada uno un trozo del animal, y una vez hecho esto, se oyó un gran grito de la multitud. Bimbisara era monarca universal.

He oído hablar de toda clase de cultos a la fertilidad en las regiones salvajes de Lidia y de Tracia, pero el sacrificio del caballo es el más extraño y, según los brahmanes, el más antiguo. Se cree que la ceremonia nació como un medio para asegurar la fertilidad del rey y de sus esposas. Pero nadie lo sabrá nunca con certeza, porque ninguna persona viviente comprende totalmente los himnos que los brahmanes guardan en la memoria y cantan desde hace dos mil años. Sé que la contemplación de esta ceremonia es terrible. Fue como si todos nosotros hubiésemos retornado instantáneamente a un tiempo anterior al tiempo.

La fiesta y las danzas prosiguieron toda la noche. A la madrugada, la familia real se retiró a su torre dorada. Como la mayoría de los concurrentes al sacrificio, dormí echado en el campo.

Al día siguiente me dijeron que debía casarme con la hija del príncipe Ajatashatru. Era un gran honor, como me recordaban sin cesar. En primer lugar, como vicario del Gran Rey, me aceptaban como miembro de la casta de los guerreros. Pero dado que no era el Gran Rey mismo, no podía aspirar a una hija del rey Bimbisara, aunque si era lo bastante digno como para desposar a una de las veintitrés hijas de Ajatashatru.

Al principio, temí que alguna antigua ley védica me obligase a comprar a la novia. Pero la antigua ley védica, como se vio, imponía exactamente lo contrario. Recibí una generosa dote por aceptar como esposa a Ambalika, quien aún no había menstruado, como me mintió su amante padre. Este es para los indios un detalle importante, y por un excelente motivo: no es probable que una muchacha núbil se conserve virgen largo tiempo en ese clima y esa corte, dada la libertad que se otorga a las mujeres.

Aunque las primeras negociaciones fueron formalmente realizadas por Varshakara, en nombre de la familia real, y por Caraka, en el mío. Ajatashatru y yo llegamos al acuerdo final en forma amistosa y casi encantadora, en la sala de juegos de las Cinco Colinas, el mayor de los numerosos establecimientos de juego de la capital.

Los indios juegan con pasión. Y también despiadadamente. Se pierden fortunas a los dados, o al juego de adivinar los números. En el reinado de Bimbisara, todas las salas de juego eran estrictamente supervisadas por el estado. Se destinaba un cinco por ciento de las apuestas al mantenimiento del establecimiento. Como ningún jugador podía utilizar sus propios dados, el estado obtenía una buena ganancia del alquiler de dados. Como el establecimiento jamás perdía demasiado (¿los dados estaban cargados? ¿los números estaban secretamente marcados? ¿operaba en favor del local la ley de los promedios?) los beneficios percibidos por el rey eran tan enormes que su monto era uno de los secretos mejor guardados de Magadha. Ciertamente, mí embajada jamás logró conocerlo.

Aunque el rey Bimbisara detestaba personalmente jugar, y trataba de desalentar este hábito en la corte, su heredero frecuentaba constantemente la sala de las Cinco Colinas, la más elegante de la capital. Se rumoreaba que Ajatashatru era el dueño y que engañaba alegremente al gobierno con respecto a su padre de las ganancias.

Mi futuro suegro era apenas unos años mayor que yo. Desde el comienzo nos llevamos bien; y cuando se proponía mostrarse encantador, nadie podía compararse con él. Aquella noche en la sala de juegos Ajatashatru resplandecía. Incluso había pintado sus tetillas de rojo, algo que los elegantes de la corte sólo hacían en las grandes festividades.

Cogidos del brazo entramos al salón principal, una larga habitación estrecha con mesas de juego a los lados. En el extremo, en una alcoba escondida por las cortinas, había divanes cubiertos con telas de Catay. Allí el príncipe podía descansar, sin ser visto, pero observando lo que ocurría a través de varios agujeros abiertos en las polvorientas cortinas.

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