Creación (31 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

La comida india no difiere mucho de la lidia. Se usa mucho el azafrán, y una picante mezcla de especias llamada curry. Para cocinar, los ricos usan ghee, que se conserva largo tiempo en épocas de calor. Terminé por acostumbrarme al ghee. De lo contrario, me hubiera muerto de hambre. Todo lo que no se fríe en ghee, está bañado en él. Yo prefería el aceite que emplean los pobres. Se hace con un grano que se llama sésamo; es más ligero que el ghee y no tiene peor sabor. El aceite de sésamo es para las masas lo que el de oliva para los atenienses.

Pero en las mesas de los reyes y los ricos sólo se servía ghee; yo comía obstinadamente todo lo que me ofrecían, y por primera y única vez en la vida me torné gordo como un eunuco. A propósito: los indios admiran la gordura en ambos sexos. Ninguna mujer les parece lo bastante gruesa, y un príncipe de proporciones esferoidales es considerado felizmente bendito por los dioses.

No obstante, el chambelán comía moderadamente. Bebía en exceso, en cambio, un poderoso licor que se obtiene destilando azúcar de caña. También a mí llegó a agradarme. Pero ambos cuidábamos de no beber demasiado cuando estábamos juntos. Varshakara me miraba con la misma suspicacia con que yo lo miraba a él. Nos halagábamos con extravagancia, al modo indio, mientras esperábamos que el otro hiciera un movimiento imprudente. Ninguno de los dos lo hizo jamás.

Recuerdo una conversación en la tienda. Después de una comida insólitamente abundante, continuamos bebiendo licor de azúcar de caña que una criada servía constantemente en nuestras tazas de cerámica. Yo estaba medio dormido, y él también. Pero recuerdo que le pregunté:

—¿Cuánto tiempo más debe seguir errando el caballo?

—Hasta la primavera. Unos cinco o seis meses más. ¿Tenéis alguna ceremonia similar en Persia?

—No. Pero el caballo es particularmente sagrado para nuestros reyes. Una vez por año, nuestros sacerdotes sacrifican un caballo ante la tumba de Ciro el Grande.

El sacrificio del caballo en la India me causó gran impresión. En primer lugar, me asombró la infinita rareza de la costumbre de desencadenar una guerra simplemente porque un caballo elige para pastar los campos de otro país. Por supuesto, había escuchado esos interminables versos del ciego Homero: afirman que en cierta oportunidad los griegos atacaron Troya (ahora se llama Sigeo y pertenece a nuestro imperio) porque la esposa de un reyezuelo griego se había escapado con un joven troyano. Para cualquiera que conozca Sigeo, y también a los griegos, es evidente que éstos deseaban controlar la entrada al Mar Negro desde siempre, así como las ricas tierras situadas más allá. Y para esto era necesario conquistar primeramente Troya, o Sigeo. Éste es actualmente el sueño de Pericles. Le deseo suerte. La necesitará. Y el que ahora la esposa de Pericles se escapara con el hijo del viejo Hipias, de Sigeo, constituiría un adecuado pretexto griego para una guerra, y tú, Demócrito, podrías celebrar el resultado en verso.

Nosotros, los persas, somos más ingenuos que otros pueblos. Admitimos abiertamente que hemos creado un imperio para ser más ricos y estar más seguros. Además, si no hubiésemos conquistado a nuestros vecinos, ellos nos habrían conquistado. Así es el mundo. Y así son ciertamente las tribus arias a quienes canta Homero, como los brahmanes de la India cantan a los héroes de su pasado ario. A propósito: un relato védico acerca de un joven rey llamado Rama bien puede ser el himno más largo que se ha escrito nunca. Se me dice que un brahmán inteligente necesita por lo menos diez años para aprenderlo de memoria. Después de haber escuchado ese texto uno o dos días, creo poder afirmar con cierta justicia que es aún más aburrido que la historia de Homero. Para mí, lo único interesante en cualquiera de estas narraciones arias es el hecho de que los dioses sean simplemente superhéroes. No se siente en ninguna parte de ambas historias la presencia de una verdadera deidad. Los dioses arios son exactamente como hombres y mujeres ordinarios, excepto porque, en apariencia, viven eternamente. Poseen también apetitos exagerados a los que se entregan desaforadamente, por lo general a expensas de los seres humanos.

Demócrito me dice que los griegos inteligentes jamás han tomado en serio a los dioses homéricos. Quizá sea así. Pero el enorme templo de Atenea que se está construyendo actualmente detrás de esta casa, en la Acrópolis, constituye un costoso homenaje a una diosa a quien no sólo el pueblo, sino también los gobernantes de una ciudad que de ella ha recibido su nombre, toman muy en serio. Y por otra parte, en Atenas es un delito capital burlarse de los dioses homéricos, o negar su existencia, al menos en público.

Los indios de mi época, y quizá también los actuales, eran más sagaces que los griegos. Para ellos los dioses simplemente están o no están, según uno los perciba o no. La noción de impiedad es absolutamente ajena a la mente india. Los reyes arios se complacen en hablar con ateos que abiertamente se mofan de los dioses principales de las tribus arias; y ningún jefe ario soñaría en desterrar los dioses locales pre-arios del campesinado.

El intento de mi abuelo de convertir a los dioses arios en demonios impresionaba a los arios de la India no tanto como una muestra de impiedad como de inutilidad. Bajo los nombres de Brahma o Varuna el Sabio Señor prevalece en todas partes. Entonces, me preguntaban, ¿por qué negar a los dioses menores? Yo repetía los mandamientos de Zoroastro: purificarse; expulsar a los demonios; convertir a todos los hombres a la Verdad. No logré ni una sola conversión. Pero, en definitiva, yo tenía una misión política.

Varshakara no sabía cómo ni cuándo ni por qué había comenzado el sacrificio del caballo.

—Es una práctica muy antigua. Muy sagrada. En realidad, después de la ceremonia de la coronación, es la más importante en la vida de un rey.

—¿Porque añade territorio al reino?

Varshakara asintió.

—¿Qué mejor señal del favor divino? Si el caballo hubiese entrado en Varanasi, nuestro rey habría tenido verdadera gloria. Pero… —Varshakara suspiró.

—No querría mostrarme poco religioso, señor chambelán. —El licor había soltado un poco mi lengua—. Pero esos guerreros que siguen al caballo, ¿pueden determinar su dirección?

Cuando Varshakara sonrió, sus dientes manchados de betel parecían cubiertos de sangre.

—La más mínima sospecha que el caballo sea guiado por otra cosa que el destino es intolerable, impía… y en parte justificada. El caballo puede ser sutilmente guiado, pero sólo hasta cierto punto. Como en general las ciudades aterran a los caballos, tratamos de que el nuestro se mueva alrededor de una ciudad. Eso es excelente para nosotros. Si dominas el perímetro de una ciudad, la plaza es tuya. Naturalmente, nuestros soldados deben derrotar a los defensores. Pero esa parte es sencilla para nosotros. Koshala se está desintegrando y habría sido muy fácil… pero el caballo se dirigió al sur. Ahora, nuestra única esperanza es que vuelva hacia el noreste, hacia el Ganges, hacia las repúblicas que están más allá. Es donde se encuentra el verdadero peligro.

—¿Las repúblicas?

Varshakara volvió a mostrar sus dientes rojos. Ahora no era una sonrisa.

—Hay nueve repúblicas. Desde la república de Sakya, en las montañas del norte, hasta la de Licchavi, frente a Magadha. Las nueve están unidas por su odio feroz a Magadha.

—¿Cómo nueve pequeñas repúblicas pueden ser una amenaza para un gran reino?

—Porque en este preciso momento están formando una federación, que será tan poderosa como Magadha. El año pasado eligieron un sangha general.

Pienso que «asamblea» es la mejor traducción de esta palabra. Pero mientras la asamblea ateniense está abierta tanto a los comunes como a los nobles, el sangha de las repúblicas indias estaba formado por representantes de cada uno de los nueve estados. Como supe luego, sólo cinco repúblicas se habían adherido a la federación: eran las más próximas a Magadha y, por lo tanto, las más temibles para el rey Bimbisara y su chambelán Varshakara. Tenían motivos para su temor. Esas repúblicas mantenían con Magadha una relación similar a las de las ciudades griegas de Jonia con Persia. La única diferencia era que, en los días de Darío, las ciudades griegas de Asia Menor no eran repúblicas sino tiranías.

Aun así, la analogía me parecía válida. Lo dije.

—Según nuestra experiencia, ninguna república puede oponerse a una monarquía popular. Piensa en los griegos. —Hubiera sido igual hablar de los habitantes de la luna. Varshakara tenía cierta noción de qué era Persia, y sabía algo acerca de Egipto y Babilonia; pero el oeste no existía para él.

Traté de explicarle que dos griegos eran incapaces de ponerse de acuerdo durante cierto tiempo en una política común. Como consecuencia, eran derrotados por ejércitos disciplinados del exterior, o desgarrados por las facciones democráticas internas.

Varshakara comprendió esto bastante bien y definió la palabra república en la India.

—Estos países no son gobernados por asambleas populares. Eso se acabó mucho antes de que llegáramos. No: las repúblicas están gobernadas por asambleas o consejos integrados por las cabezas de las familias nobles. Lo que llamamos república es, en realidad, una… utilizó la palabra india equivalente a oligarquía.

Más tarde supe que las antiguas asambleas tribales a que se había referido no eran pre-arias; eran, por el contrario, una parte importante del sistema tribal original ario. En una asamblea abierta se elegía a los líderes. Pero las asambleas desaparecieron gradualmente, como tiende a ocurrir en todas partes, y la monarquía hereditaria las reemplazó, como también tiende a ocurrir en todas partes.

—Es verdad que no tenemos por qué temer a ninguna de esas repúblicas. Pero una federación sería un peligro real. Después de todo, sólo el Ganges nos separa de ellas.

—¿Y Koshala?

Aunque mi conocimiento de la geografía india nunca sería completamente preciso, ya en aquel momento tenía una imagen mental, no del todo inexacta, de esa parte del mundo. Podía ver con la imaginación las altas montañas del norte. Se dice que son las más altas del mundo, como si alguien las hubiese medido, o visto todas las montañas de este vasto mundo. Pero el Himalaya es ciertamente impresionante, sobre todo cuando se ve desde la baja y chata llanura del Ganges. Al pie del Himalaya se encuentran las nueve pequeñas repúblicas, en un valle fértil entre el río Rapti, al oeste, y las boscosas estribaciones de la cordillera, al este. El río Gandak corre aproximadamente por el centro de este territorio, hasta que se une con el Ganges, que forma la frontera norte de Magadha. Las rutas de comercio más importantes de la India comienzan en el este, en el puerto de Tamralipta, y atraviesan las repúblicas en camino a Taxila y, más allá, a Persia. Magadha siempre ha codiciado esa ruta comercial.

Al oeste de las repúblicas se encuentra Koshala, una nación populosa, increíblemente rica. Infortunadamente, el rey Pasenadi era un rey débil. No podía mantener el orden. No podía percibir tributo de muchas de sus propias ciudades, porque los señores se rebelaban con frecuencia. Y sin embargo, en aquel tiempo, arios y dravidianos concordaban en que no existía en el mundo una ciudad comparable a Shravasti, la capital de Koshala. Merced a la riqueza acumulada en el pasado, y al carácter muy cultivado de Pasenadi, Shravasti era un lugar encantador, como había de descubrir posteriormente. Fue mi hogar durante un tiempo; si mis hijos viven aún, se encuentran allí.

Koshala es un peligro para nosotros. —Todo el mundo era un lugar peligroso para el peligroso Varshakara—. Naturalmente, nuestra política consiste en apoyar al reino contra la federación. Pero, en última instancia, el arte del estadista consiste en el dominio del círculo concéntrico. —Los indios han desarrollado intrincadas normas para las relaciones entre estados soberanos—. El vecino es siempre el enemigo. Ésa es la naturaleza de las cosas. Por lo tanto, es preciso buscar alianzas con el país que está más allá del vecino, con el siguiente circulo concéntrico. Por eso miramos hacia Gandhara…

—Y hacia Persia.

—Y hacia Persia. —Fui obsequiado con una rápida vislumbre de los dientes rojos—. En todas partes tenemos agentes o amigos. Pero la federación es mucho más astuta que nosotros. No hay un rincón de Magadha que no esté infiltrado.

—¿Espías?

—Peor. Mucho peor. Pero tú sabes. Has estado con nuestros enemigos.

Mi corazón latió algo desacompasadamente.

—Todavía, señor chambelán, no he tenido oportunidad de tratar, conscientemente, con un enemigo de Magadha.

—Oh, estoy seguro de que no lo sabías. Pero igualmente has estado con nuestros enemigos. Y son mucho peores que los espías porque se proponen debilitarnos con ideas ajenas, así como han debilitado a Koshala.

Comprendí.

—¿Te refieres a los jain?

—Y a los budistas. Y a los seguidores de Gosala. Debes haber advertido que el así llamado Mahavira y el así llamado Buda no son arios.

—Pensé que tu rey era protector de Buda…

Con el índice y el pulgar, Varshakara se sonó la nariz. En general, las maneras indias son tan delicadas como las nuestras; sin embargo, se suenan la nariz y orinan en público.

—Sí, nuestra política ha consistido en permitir que esa gente vaya y venga a su antojo. Pero los vigilamos de cerca y sospecho que, muy pronto, nuestro rey los considerará enemigos de Magadha, como lo son.

Pensé en Gosala y su ovillo de hilo; en Mahavira y su perfecto desapego al mundo que lo rodeaba.

—No puedo creer que esos… ascetas… tengan el menor interés en el nacimiento o la caída de los reinos.

—Eso pretenden. Pero si no hubiera sido por los jain, Varanasi, hoy, seria nuestra.

La masticación de betel altera los sentidos de un modo bastante similar al del haoma. Si se bebe con excesiva frecuencia, el haoma destruye la barrera entre el sueño y la vigilia. Por esto, Zoroastro estableció reglas tan precisas para su uso. A la larga, masticar betel tiene el mismo efecto; y esa noche pensé que la mente de Varshakara había sufrido trastornos muy peligrosos. Y digo peligrosos porque, aunque su visión de las cosas reales estuviese distorsionada, siempre era capaz de expresarse del modo más plausible.

—Cuando el caballo entró en el parque de los ciervos, se dirigió, con tremenda lentitud, hacia la puerta que lleva a la ciudad. Lo sé. Allí estaban mis agentes. De repente, dos jain vestidos de cielo salieron por la puerta, velozmente. El animal se asustó. Y corrió en dirección opuesta.

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