Creación (28 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Bajo una fuerte lluvia amarramos en un embarcadero de madera, en lo que parecía el centro de Varanasi. El gobernador de la ciudad había sido informado de nuestra llegada, y fuimos recibidos por una delegación de funcionarios empapados. Nos felicitaron por haber llegado sanos y salvos. Cortésmente, nos dijeron que los dioses nos favorecían.

Me dieron una escalera para subir a un elefante. Como ésa era mi primera experiencia con este animal, el conductor intentó tranquilizarme asegurando que los elefantes son tan inteligentes como los seres humanos. Aunque sospecho que no era el mejor juez de hombres posible, es cierto que los elefantes responden a una variedad de órdenes verbales; son, además, afectuosos y celosos. En realidad, cada elefante considera que su conductor es su propiedad privada; y si éste demostrara el menor interés por otro elefante, cogería una rabieta. Un establo de elefantes se parece, más que a ninguna otra cosa, al harén de Susa.

Me senté en un trono de madera, debajo de una sombrilla. Luego el conductor le habló al animal, y nos pusimos en marcha. Como yo nunca había viajado a tal altura sobre el suelo, pasó largo tiempo antes de que osara mirar la calle fangosa, donde se había reunido una gran muchedumbre para ver al embajador del lejano oeste.

Hasta hace muy poco, el nombre de Persia era desconocido en la llanura del Ganges. Pero como el reino en expansión de Magadha carece de buenas universidades, los jóvenes más capaces son enviados a educarse en Varanasi o en Taxila. Por supuesto, prefieren Taxila, porque está más lejos y a los jóvenes les agrada poner toda la distancia posible entre ellos y su hogar. Por lo tanto, los jóvenes de Magadha no sólo conocen el poder de Persia, sino que conocen personalmente a los persas de la vigésima satrapía.

Fuimos recibidos en su palacio por el virrey de Varanasi. Aunque tan moreno como un dravidiano, pertenecía a la casta aria de los guerreros. Cuando me acerqué, se inclinó profundamente. Mientras yo pronunciaba mi habitual discurso vi que temblaba como un sauce en la tormenta. Estaba a todas luces aterrorizado, y yo me sentí muy gratificado. Que tema a Darío, pensé para mis adentros, y a su embajador.

Una vez concluidas mis amables palabras, el virrey señaló a un hombre alto y pálido con una cenefa de pelo color cobre apenas visible debajo de un turbante bordado en oro.

—Señor embajador, éste es nuestro huésped de honor, Varshakara, chambelán del rey de Magadha.

Varshakara se acercó a mí con la torpeza de un camello. Nos saludamos a la formal manera india. Esta consta de numerosas inclinaciones de cabeza y apretones de manos: de las propias manos. No hay contacto físico entre una persona y otra.

—El rey Bimbisara espera ansiosamente al embajador del rey Darío. —La voz de Varshakara era sorprendentemente fina para un hombre tan grande—. El rey se encuentra en Rajagriha, y espera recibirte antes de que acaben las lluvias.

—El embajador del Gran Rey espera con impaciencia el momento de conocer al rey Bimbisara.

Para entonces, ya era capaz de mantener conversaciones ceremoniales sin intérprete. Al final de mi embajada en la India, le enseñé a Caraka el lenguaje de la corte.

Al principio me refería siempre a Darío como el Gran Rey. Pero cuando los cortesanos de Bimbisara empezaron a llamar así a su monarca, otorgué a Darío el título de rey de reyes. Nunca pudieron superarlo.

—Es la más feliz de las coincidencias —dijo el chambelán, tirando de su barba verde— que ambos nos encontremos en Varanasi al mismo tiempo. Mi mayor deseo y esperanza es que podamos viajar juntos a Rajagriha.

—Eso sería una gran alegría para nosotros.

Me volví hacia el virrey, deseoso de que se uniera a la conversación. Pero miraba despavorido a Varshakara. Obviamente, no era yo sino él quien asustaba al virrey y a su séquito.

Intrigado, dejé de lado el protocolo y pregunté:

—¿Qué ha traído a Varanasi al chambelán?

La sonrisa de Varshakara reveló unos dientes de color rojo brillante: mascaba continuamente hojas de betel.

—He venido a Varanasi para estar cerca del semental —respondió—. En este momento, se encuentra en el parque de los ciervos, fuera de la ciudad. No le agradan las lluvias, así como tampoco a nosotros. Pero ahora debe continuar su sagrado viaje, y entrar en Varanasi…

Varshakara no terminó la frase. Me mostró en cambio sus dientes rojos. El rostro oscuro del virrey tenía el color de las cenizas de un fuego apagado mucho antes.

—¿Qué caballo está en el parque de los ciervos? —pregunté—. ¿Y por qué es sagrado su viaje?

—Por lo menos una vez, durante el reinado de un rey verdaderamente grande, se debe realizar el sacrificio de un caballo.

No me gustó la manera en que el chambelán usaba la palabra «grande», pero nada dije. Ya habría tiempo para ponerlo en su sitio. Con los ojos de la mente, veía el águila de Darío volando muy alto sobre toda la India, con las alas goteando.

—Con una escoba se empuja al semental hacia el agua. Y luego el hijo de una prostituta mata a palos a un perro de cuatro ojos. Como sacerdote ario, comprenderás el sentido de esto.

Mi expresión era solemne. No comprendía nada.

—El cadáver del perro pasa por debajo del vientre del caballo, hacia el sur, donde residen los muertos. Y luego el caballo queda libre de dirigirse a donde quiera. Si penetra en otro país, el pueblo de ese país debe optar entre aceptar el dominio de nuestro rey, o luchar por su libertad. Y, naturalmente, si capturan al caballo, el destino del rey se ve gravemente… ensombrecido. Como puedes advertir, el sacrificio del caballo no sólo es uno de nuestros rituales más antiguos, sino, potencialmente, el más glorioso.

Comprendí entonces la inquietud del virrey de Varanasi. Si el caballo entraba en la ciudad, los habitantes se verían obligados a reconocer como rey a Bimbisara, o a pelear. Pero ¿contra quién?

El chambelán me lo explicó con satisfacción. Gozaba con el espanto de nuestros huéspedes.

—Naturalmente, no podemos correr riesgos cuando se trata del destino de nuestro rey. Siempre siguen al caballo trescientos de nuestros mejores guerreros. Todos están montados, aunque no en yeguas. El semental no puede tener intercambio sexual durante un año, y tampoco el rey. Por la noche, el rey debe dormir castamente entre las piernas de su más bella esposa. Ahora, hemos llegado hasta aquí. Y si el corcel entrara en Varanasi, estas excelentes personas —con un gesto airoso, el chambelán indicó al virrey y a sus acompañantes— se convertirían en súbditos del rey Bimbisara. Estoy seguro de que no les importaría. Después de todo, nuestro rey está casado con la hermana de su actual gobernante, el rey de Koshala.

—Todos somos… todos… criaturas del destino —suspiró el virrey.

—Por eso he venido a hablar con nuestros amigos, vecinos y primos. Ya consideramos al pueblo de Varanasi como parte de la familia de Magadha. Y queremos convencerles de que no resistan si nuestro semental decide entrar en la ciudad, y beber largamente el agua del Ganges.

Bien mirado, fue un comienzo poco auspicioso para una embajada, como pensé mientras nos mostraban nuestras habitaciones en el palacio del virrey. Sin duda, una guerra entre Magadha y Koshala perturbaría el comercio del hierro. Por otra parte, a veces se puede resolver una guerra entre dos estados poderosos mediante la intervención de un tercero. Años antes, un rey de la India se había ofrecido como mediador entre Ciro y el rey de los medos; naturalmente, fue rechazado por ambos lados. ¡Los occidentales pueden dirigirse hacia el este, pero nunca se debe alentar a los orientales a avanzar hacia el oeste!

Por el futuro del comercio del hierro, yo esperaba que el caballo se quedara en el parque de los ciervos. Para la gloria del imperio persa, esperaba que sintiese sed y abrevara en el Ganges.

Dos días más tarde, el semental se dirigió al sur y Varanasi quedó a salvo. Aunque estaba furioso, Varshakara hizo lo posible por mostrarse sereno.

—Debes venir conmigo al templo de Agni —dijo al día siguiente al de la partida del animal—. Es como vuestro dios del fuego, y estoy seguro de que desearás adorarlo en un lugar de la India.

No hablé, con el chambelán, del Sabio Señor. Ya había resuelto que únicamente hablaría de religión con los brahmanes, los santones y los reyes. Sin embargo, me interesaba descubrir si la influencia de mi abuelo había llegado más allá de Persia.

Fuimos llevados en literas doradas, a través de lo que parecían millas y millas de callejuelas estrechas, retorcidas e increíblemente atestadas, hasta el templo de Agni, un feo y pequeño edificio de madera y ladrillo. Fuimos recibidos respetuosamente por el sacerdote principal en la puerta. Tenía la cabeza enteramente afeitada, excepto por una larga coleta. Llevaba vestiduras rojas y blandía una antorcha.

Junto a la puerta del templo había un altar circular de piedra protegido de la lluvia por un dosel. Con un gesto casual, el sacerdote encendió un poco de ghee con su antorcha. Debo decir que me escandalizó el sacrilegio.
El fuego sagrado sólo debe encenderse en un lugar sin sol
. Pero supongo que el hecho de que el sol no hubiese brillado una sola vez en varios meses debía convertir a toda la India en un lugar sin sol.

Varshakara y yo entramos entonces en el templo, donde había una estatua de madera de Agni, resplandeciente de manteca rancia. El dios estaba sentado sobre un macho cabrio. En uno de sus cuatro brazos sostenía una jabalina, que representaba el fuego, y llevaba en la cabeza una primorosa corona de madera que simbolizaba el humo. En otras imágenes del templo, Agni tenía siete lenguas. Como la mayoría de los dioses indo-arios, asumía varias personificaciones. En el altar, Agni es el fuego. En el cielo, el relámpago. Siempre, el intermediario entre el hombre y lo divino; porque es el fuego quien transporta el sacrificio al cielo. En este sentido, y sólo en él, Agni se parece al fuego de Zoroastro.

Hubo un largo ritual, en su mayor parte muy confuso para quien no fuera un brahmán. Por ejemplo, los sacerdotes empleaban una lengua arcaica que ni Caraka ni yo comprendíamos.

—Hasta dudo que ellos la comprendan —me dijo más tarde.

Los padres de Caraka eran jain, pero él se proclamaba adorador de Naga, el dios serpiente dravidiano sobre cuyas ondulaciones descansa el mundo. Pero, en realidad, Caraka no era religioso.

Al cabo de una hora de ininteligible canturreo, nos ofrecieron a cada uno un líquido de mal sabor en una copa común. Respetuosamente, probé un sorbo. El efecto, muy rápido, era infinitamente más poderoso que el del haoma. Pero como yo no aceptaba a los dioses védicos, mis ensueños no tenían relación con la ceremonia que se desarrollaba. Aun así, en un momento dado los cuatro brazos de Agni parecieron moverse y la jabalina, por algún truco, dio la impresión de estar en llamas.

Murmuré una plegaria al fuego, por ser mensajero de Ahura Mazda, el Sabio Señor. Descubrí más tarde que uno de los nombres del principal dios ario, Varuna, es Ashura. Esto significa que es la misma deidad que nuestro Ahura, el Sabio Señor. Y comprendí entonces que cuando mi abuelo reconoció al dios central de los arios como el único creador, redujo a todos los demás dioses a la categoría de demonios irrelevantes. Pero aparte de Ashura-Varuna, o Ahura Mazda, no compartimos con los adoradores de los dioses védicos otra cosa que la creencia de que se debe mantener la armonía entre lo que crea y lo que es creado mediante los rituales y sacrificios adecuados. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que esa lunática confusión hecha por los indo-arios con sus dioses es la señal de que avanzan hacia el concepto zoroastriano de una unidad que contiene todas las cosas. ¿Acaso no está la infinita pluralidad de los dioses —como en Babilonia— muy cerca de la idea de que sólo hay Uno?

En suma, los sacrificios ofrecidos a uno u otro demonio deben ser interpretados por el Sabio Señor como sacrificios en su honor. De otro modo, no los permitiría. Y mientras tanto, envía hombres santos para decirnos cómo, cuándo y qué sacrificar. El más santo de todos fue Zoroastro.

En la India hay toda clase de santones o maestros, y muchos de ellos resultan fascinantes y turbadores. En su mayoría, rechazan los dioses védicos y la noción de una vida posterior. Según la religión védica, los malvados acaban en un infierno denominado la casa de arcilla, y los buenos ascienden a algo que se llama el mundo de los padres; y eso es todo. En general, el rebaño de santones cree en la transmigración de las almas, un concepto pre-ario. Algunos santones, los arhats, creen que este proceso puede detenerse. Otros no. Muchos son enteramente indiferentes, y se integrarían sin dificultad a las cenas de Aspasia.

Pero como los adoradores de demonios indo-arios piensan que el fuego es parte del bien porque aleja la oscuridad, no tuve ningún inconveniente en participar en la ceremonia de Varanasi. Los indios llaman a la bebida que induce imágenes, y que yo bebí, soma. Es evidentemente una variación de nuestro haoma. Por desgracia, los brahmanes gozan de sus pequeños secretos tanto como nuestros magos, de modo que no pude averiguar cómo se hace, ni a base de qué. Sé que en un momento vi —es decir, imaginé— que Agni lanzaba su llameante jabalina hacia lo alto.

También oí claramente al sacerdote principal cuando hablaba del origen de todas las cosas. Para mi sorpresa, no se refería a un huevo cósmico, a un hombre gigantesco, ni a unos hermanos gemelos. Hablaba de un momento en que no existía ni siquiera la nada.

Me sorprendió vivamente esa imagen. Nunca he podido imaginar la nada, quizá, supongo, porque es imposible para una cosa —un hombre— comprender algo que no es ninguna cosa.

—No había existencia ni inexistencia; ni aire ni cielo. —Cuando el gran sacerdote concluía cada línea del llamado himno de la creación, golpeaba un pequeño tambor que tenía en la mano.

—¿Qué cubría todo? ¿Y dónde estaba?

Luego el himno mencionaba un tiempo que era anterior al tiempo, donde «no había muerte ni inmortalidad, día ni noche». Y entonces, a causa del calor —me pregunté de dónde podía venir ese calor— apareció una entidad llamada el Uno. «Y luego surgió el deseo, la semilla primigenia y el germen del espíritu». Del Uno brotaron los dioses y los hombres, este mundo, el cielo y el infierno. Y luego el himno seguía un curso muy extraño.

—¿Quién sabe —canturreó el gran sacerdote— de dónde vino todo? ¿Cómo se produjo la creación? Los dioses, el mismo Agni, no lo saben porque aparecieron más tarde. Entonces, ¿quién lo sabe? El mayor de todos los dioses del cielo, ¿lo sabe, o también lo ignora?

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