Creación (76 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

—Lo peor —había dicho Confucio— es que, cuando el estado toma tanto para sí, se reduce la capacidad de crear riqueza de la gente. Los bandidos del bosque nunca cogen más de los dos tercios de la caravana del mercader. Después de todo, el interés del bandido es que los mercaderes prosperen. Sólo de ese modo tendrá siempre algo que robar.

Pregunté a Fan Ch'ih si Confucio había sido consultado.

—No. El barón K'ang no quiere otra conferencia. Jan Ch'iu colocará la proclama en la pared del Largo Tesoro. Después, con sus soldados, irá casa por casa tratando de recoger lo que pueda.

—Espero que el barón sepa lo que hace.

—Sabe lo que debe hacer.

Fan Ch'ih no estaba nada satisfecho. Además del descontento público que crearían los nuevos impuestos, todo el gobierno estaba preocupado por la reacción de Confucio. Siempre me ha maravillado el temor que inspiraba ese hombre anciano y sin poder alguno. Aunque ningún gobernante estaba dispuesto a darle el cargo que ansiaba, ni a escuchar sus consejos políticos o religiosos, todos los funcionarios deseaban su bendición. No comprendo todavía cómo un sabio aislado, sin riqueza ni poder político, había logrado crearse aquella posición. Sin duda, el cielo le había entregado un mandato cuando nadie miraba.

El día en que los nuevos impuestos entraron en vigencia, yo estaba en casa de Confucio. Una docena de discípulos formaba un semicírculo en torno del maestro, quien estaba sentado con la espalda apoyada contra la columna de madera que sostenía el cielo raso de la habitación interior. El anciano parecía sentir dolor de espaldas, porque apoyaba primero el lado izquierdo y luego el derecho, contra la dura superficie de madera. Nadie mencionó el nuevo impuesto. Era demasiado conocido el punto de vista de Confucio al respecto. En cambio, todos hablamos —lo que no era inoportuno— de funerales y de duelos, de los muertos y de lo que se les debía. Tzu-lu estaba a la izquierda del maestro, Yen Hui a su derecha. En otra parte de la casa, el hijo de Confucio se moría. La muerte estaba en el aire.

—Ciertamente —dijo Confucio—, no se es nunca demasiado estricto cuando se trata del duelo. Es una deuda con nuestra memoria de los muertos. Yo me adheriría incluso a la vieja norma por la cual el hombre que ha llorado en un funeral por la mañana, no debe elevar su voz en el canto durante la misma noche.

Si bien todos concordaban en la puntual observación de los ritos fúnebres —en que, por ejemplo, no se debía ofrecer sacrificio a los muertos después de haber bebido vino o comido ajo—, había algunas diferencias en lo tocante a la duración del duelo en el caso de un padre, un hijo, un amigo, una esposa.

Un joven discípulo dijo:

—Estoy convencido de que un año de duelo es lo correcto por la muerte del padre. Sin embargo, el maestro insiste en que deben ser tres años.

—Yo no insisto en nada, pequeño. Simplemente me ajusto a la costumbre.

Confucio tenía el aire humilde que le era habitual, pero no pude dejar de observar las miradas algo ansiosas que dirigía al enfermizo Yen Hui.

—¿No se acostumbra suspender todos los asuntos cotidianos durante el duelo por el padre?

—Esa es la costumbre —respondió Confucio.

—Pero, maestro, si un caballero no practica todos los ritos religiosos durante tres años, los ritos decaerán. Si no toca música, olvidará el arte. Si no siembra sus campos, no habrá cosecha. Si no hace girar el hacha en el bosque, no habrá nuevo fuego cuando se apague el viejo. Sin duda, es más que suficiente pasar un año sin hacer estas cosas necesarias.

Confucio pasó la mirada de Yen Hui a su discípulo más joven.

—Después de un solo año de duelo, ¿te sentirías bien comiendo el mejor arroz y vistiendo el brocado más fino?

—Sí, maestro.

—Hazlo así, entonces. Por supuesto. Pero recuerda —la voz suave se elevó ligeramente— que si es un verdadero caballero quien escucha música durante el duelo, la melodía sonará ásperamente en sus oídos. Una buena comida no tendrá sabor. La cama cómoda parecerá de piedras. Por eso encuentra fácil, además de correcto, privarse de esos lujos. Pero si te sientes verdaderamente en paz cuando te los permites, sigue adelante.

—Sabía que lo comprenderías, maestro. —Con gran alivio, el discípulo se retiró.

Confucio movió la cabeza.

—¡Qué inhumanidad! El padre de ese joven ha muerto hace sólo un año y él quiere concluir el duelo ahora. Sin embargo, cuando era niño, pasó sus primeros tres años en brazos de sus padres. Uno pensaría que lo menos que podría hacer es llevar luto durante el mismo tiempo.

Aunque Confucio me alentaba a hacer preguntas, yo rara vez las hacía cuando había otras personas presentes. Prefería estar a solas con él. Había descubierto, por otra parte, que era más comunicativo cuando tenía el anzuelo en la mano. A veces, él mismo me hacía preguntas, y escuchaba atentamente las respuestas. Por lo tanto, me sorprendí a mí mismo cuando formulé una pregunta en presencia de los discípulos. Supongo que me sentía afectado por la tensión general. El hijo de Confucio agonizaba; Yen Hui estaba enfermo; el maestro estaba tan indignado por los nuevos impuestos que era evidentemente posible un cisma entre sus discípulos. Me oí preguntar entonces, procurando una distracción, pero también con el deseo de aprender:

—He visto que, en algunas partes del Reino Medio, se matan hombres y mujeres cuando muere un gran señor. ¿Es esto justo, maestro, a los ojos del cielo?

Todos los ojos se volvieron hacia mí. Como no existe en la tierra una sociedad que no perpetúe usos antiguos que avergüencen profundamente a los contemporáneos reflexivos, la pregunta era evidentemente inoportuna.

Confucio movió la cabeza, como para condenar con un ademán una práctica que estaba obligado a explicar, si no a justificar.

—Desde los tiempos del Emperador Amarillo ha sido costumbre que los grandes, cuando mueren, lleven consigo a sus fieles esclavos. En el oeste, esta costumbre aún se mantiene, como has visto en Ch'in. Aquí en el este, somos menos tradicionalistas. Pero esto se debe al duque de Chou, cuyas palabras ponen este asunto a una luz diferente.

Siempre que Confucio mencionaba al duque de Chou se podía tener la seguridad de que se proponía subvertir las costumbres en el nombre del legendario fundador de Lu, cuyas afirmaciones jamás contradecían, en apariencia, los puntos de vista de Confucio.

—Como nuestros gobernantes desean ser atendidos en sus tumbas como lo fueron en sus palacios, deseo correcto y absolutamente tradicional, la costumbre ha sido matar hombres y mujeres útiles, caballos y perros. Esto es conveniente hasta cierto punto: ese punto ha sido aclarado por el duque de Chou con la misma belleza con que hacía todas las cosas. Observó que los cuerpos humanos se deterioran rápidamente y que muy pronto su carne se convierte en polvo. En poquísimo tiempo, la concubina más hermosa pierde sus formas y se transforma en arcilla. Dijo entonces el duque de Chou: «Cuando esos hombres y mujeres muertos se conviertan en arcilla, perderán su forma y su función original. Sustituyamos entonces la carne momentánea por figuras de arcilla cocidas al fuego que duren eternamente. En cualquiera de ambos casos, el gran señor estará rodeado por arcilla. Pero si las imágenes que lo rodean están hechas de una arcilla que conserva su forma, su espíritu podrá contemplar eternamente a sus leales esclavos».

Los discípulos quedaron satisfechos. No importaba que el duque de Chou hubiese dicho eso o no. Confucio había dicho que así era, y era suficiente. Por cierto, los catayanos inteligentes coincidían en que los sacrificios humanos en gran escala eran un inútil desperdicio. Además, según Confucio, la dinastía Chou los condenaba.

—Desde luego —observó Tzu-lu— los nativos de Ch'in tienen escasa consideración por la vida humana.

—Es verdad —dije—. Cuando le pregunté al dictador de Ch'in por qué se sentía obligado a condenar a muerte a tantas personas por delitos sin importancia, respondió: «Si te lavas la cabeza como es debido, perderás algunos pelos; si no te la lavas, perderás todo el cabello».

Percibí, para mi sorpresa, que la mayoría de los presentes estaba de acuerdo con Huan. Sin embargo, no se debe olvidar que los habitantes del Reino Medio tienden a aplicar la pena de muerte por delitos que nosotros castigaríamos con una simple mutilación o aun con unos latigazos.

El tema de los funerales, el duelo y lo que se debe a los muertos fascina a los catayanos aún más que a nosotros. Nunca comprendí por qué, hasta que Tzu-lu preguntó bruscamente al maestro:

—¿Saben los muertos que oramos por ellos?

Yo sabía —¿quién no?— que Confucio sentía profundo disgusto por esa pregunta imposible de responder.

—¿No te parece suficiente —respondió— que nosotros sepamos lo que hacemos cuando honramos a los muertos?

—No. Por ser el discípulo más antiguo y osado de Confucio, Tzu-lu no temía desafiar al maestro. —Si no existen espíritus ni fantasmas, no veo por qué debemos preocuparnos por servirlos o conquistar su buena voluntad.

—¿Y si existen? —Confucio sonreía—. Entonces, ¿qué?

—Habría que honrarlos, por supuesto, pero…

—Como no lo sabemos con seguridad, ¿no es mejor obrar como nuestros antepasados?

—Tal vez. Pero el coste de un funeral puede arruinar a una familia.

—Tzu-lu era obstinado. —Debe de haber otra forma, más razonable, de servir a la vez a los espíritus y a los seres vivientes.

—Mi viejo amigo, si no has aprendido a servir correctamente a los hombres mientras están vivos, ¿cómo puedes esperar servirles cuando están muertos? —Confucio miró, casualmente, al parecer, a Yen Hui, que sonrió. De pronto se veían, debajo de su piel fláccida, todas las características de su cráneo—. Además —prosiguió Confucio—, el mundo que importa es este mundo, el mundo de los vivos. Sin embargo, como amamos y respetamos a los que nos precedieron, observamos los ritos que nos recuerdan nuestra unidad con los antepasados. No es fácil comprender la verdadera significación de estos ritos, ni siquiera para el sabio. Para las personas comunes, todo el asunto es un misterio. Consideran que esas ceremonias están destinadas a apaciguar horrendos fantasmas. Y no se trata de eso. El cielo está lejos. El hombre está cerca. Honramos a los muertos para bien de los vivos.

Las evasiones de Confucio cuando hablaba del cielo siempre me fascinaban. Hubiera querido interrogarlo más profundamente, pero nos interrumpió la llegada de Jan Ch'iu y Fan Ch'ih, que permanecieron en el fondo de la habitación, en cuclillas, como escolares que han llegado tarde a la escuela.

Confucio miró largamente a Jan Ch'iu. Luego preguntó:

—¿Por qué has llegado tarde?

—Asuntos de estado, maestro —respondió Jan Ch'iu en voz baja.

Confucio movió la cabeza.

—No tengo ningún cargo; pero si esta noche hubiese habido reuniones de estado, lo habría sabido. —Se abrió un silencio embarazoso. Luego Confucio preguntó—: ¿Apruebas los nuevos impuestos?

—Esta mañana he colocado las nuevas órdenes en los muros del Largo Tesoro, por orden del barón K'ang.

—Eso es bien sabido. —Las puntas de los dientes delanteros no eran visibles. El anciano tenía tan apretada su boca de conejo que parecía extrañamente severo, como un dios-demonio del rayo—. No te he preguntado si habías colocado el anuncio de los impuestos. Te he preguntado si los aprobabas.

Jan Ch'iu parecía desolado y nervioso.

—Como mayordomo de la familia Chi, estoy obligado a obedecer las órdenes del primer ministro.

Confucio estaba tan cerca de la furia como era posible para un hombre como él.

—¿En todas las cosas? —pregunto.

—Tengo obligaciones, maestro. Y tu norma ha sido siempre que se debe servir al señor legitimo.

—¿Aun cuando ello suponga cometer sacrilegio?

Jan Ch'iu parecía desconcertado.

—¿Sacrilegio, maestro?

—Sí, sacrilegio. La pasada primavera, el barón K'ang fue al monte T'ai, a ofrendar jade al espíritu de la montaña. Como sólo el soberano puede hacer esto, cometió sacrilegio. ¿Acompañaste al barón en esa ocasión?

—Sí, maestro.

—Entonces, también tú has cometido sacrilegio. —Confucio cerró de un golpe su abanico oficial—. ¿Has empezado a recoger los nuevos tributos?

Jan Ch'iu asintió, la vista clavada en el suelo.

—Lo que haces es injusto. Los impuestos son excesivos. El pueblo padecerá. Deberías haber tratado de detener al barón K'ang. Deberías haberle advertido de las consecuencias de su acción.

—Le dije que los impuestos… crearían resentimiento.

—Cuando el gobernante se niega a proceder justamente con su pueblo, su servidor está obligado a renunciar. Tu obligación era evidente. Deberías haber renunciado a tu cargo como mayordomo de la familia Chi.

Se oyó en la habitación el ruido sibilante del aire aspirado bruscamente. Estaba contemplando una escena que jamás había ocurrido anteriormente. Confucio acusaba a un discípulo, que era, además, uno de los hombres más poderosos del estado. Jan Ch'iu se puso de pie. Hizo una profunda reverenda a su maestro y se marchó. Fan Ch'ih se quedó. Sonriendo cordialmente, Confucio cambió de tema.

Durante cierto tiempo, Lu pareció estar al borde de la rebelión. Recordé la respuesta egipcia a los impuestos de guerra de Darío. No se puede llevar a la gente más allá de cierto punto: una vez que se alcanza ese punto, el gobernante debe esclavizar a su pueblo, o encontrar una excusa inteligente para retractarse de su posición.

Confucio pasó a ser el centro de los caballeros anti-Chi que servían al duque, y también a las familias Shu y Meng. Aunque los barones objetaban a los impuestos, no se atrevieron a enfrentarse al barón K'ang.

Como el duque Ai, pronunciaban frases crípticas. Como el duque Ai, nada hicieron. El ejército de la familia Chi no sólo era poderoso: era también leal al dictador. Y el día anterior al del anuncio de los nuevos impuestos, el barón K'ang había aumentado el salario de todos sus soldados. En tiempos difíciles, la lealtad es cara.

Durante ese período de tensión, pasé los días en la fundición. Como el barón K'ang no me llamó, no asistí a la corte Chi. Es innecesario decir que tampoco visité a Confucio. Y evité la corte ducal, permanente centro de la disidencia. En verdad, no vi a nadie, con excepción de Fan Ch'ih, que me visitaba con frecuencia. Era mi único nexo con el peligroso mundo de la corte.

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