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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (74 page)

—¿Cómo haré para estar a solas con él? —pregunté al barón K'ang.

—Llévalo a pescar —respondió el barón, retornando a la deplorable tarea de intentar salvar de la ruina un estado al borde del derrumbe económico.

Como de costumbre, el barón tenía razón. Confucio sentía verdadera pasión por la pesca. No recuerdo exactamente cómo logré que se reuniera conmigo junto al río que corre a través del bosque de sauces, justo al norte de los altares de la lluvia; pero allí estábamos los dos, solos, una clara mañana al comienzo del verano, ambos equipados con cañas de bambú, sedales, anzuelos de bronce y cestos de mimbre. Confucio jamás pescaba con red.

—¿Qué placer puede proporcionar? —preguntaba—. Sólo tiene sentido si el sustento depende de coger muchos peces.

Con una vieja vestidura acolchada, Confucio estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la ribera verde y húmeda. Yo estaba a su lado, sobre una roca. Recuerdo todavía cómo la superficie plateada de la lenta corriente reflejaba la luz del sol. Y también que en aquel blanco cielo de primavera no sólo brillaba un sol brumoso, sino también una media luna semejante al cráneo de un fantasma.

Todo el río era nuestro. A propósito: fue aquélla la primera vez que pude observar al maestro sin sus discípulos. Me pareció muy agradable, y de ningún modo sacerdotal. En verdad, sólo se mostraba desagradable cuando alguien poderoso obraba de modo incorrecto.

Era, como descubrí, un diestro pescador. Cuando un pez mordía el anzuelo, movía suavemente el sedal de un lado a otro, como si no fuera una mano humana sino la propia corriente la causa del movimiento. Y entonces, en el momento exacto, lo recogía.

Después de un largo silencio, dijo:

—Si tan sólo uno pudiera seguir siempre así, día tras día…

—¿Pescando, maestro?

El anciano sonrió.

—Eso también, huésped de honor. Pero me refería al río, que nunca se detiene y siempre es el río.

—El maestro Li diría que todo es ya una parte del siempre-así.

No hay mejor forma de hacer que un hombre baje la guardia que mencionar a sus rivales. Pero Confucio no se dejó arrastrar por el tema del maestro Li. En cambio, me preguntó acerca del Sabio Señor. Respondí con la extensión que acostumbro. Escuchó sin hacer comentarios. Tuve la impresión de que le interesaba más la vida cotidiana de un buen zoroastriano que la guerra entre la Verdad y la Mentira. También demostró curiosidad por los diversos sistemas de gobierno que había encontrado en mis viajes. Le dije lo que podía.

Confucio me pareció un hombre formidable, a pesar de que no podía apreciar de ningún modo los vastos conocimientos que se le atribuían en el Reino Medio. Como nada sabía de los rituales, las odas, las historias que él guardaba en su memoria, no podía deleitarme por la facilidad con que citaba esas antiguas obras. En realidad, no siempre podía decir cuándo citaba un antiguo texto y cuándo extrapolaba. Hablaba siempre con gran sencillez; no era como tantos griegos, que tornan difíciles las cosas más simples mediante la sintaxis, y luego, triunfalmente, aclaran lo que han logrado oscurecer con una sintaxis aún más compleja.

Me asombró descubrir que aquel sabio tradicionalista chocaba frecuentemente con las opiniones corrientes. Por ejemplo, cuando le pregunté cuál había sido el último oráculo del caparazón de tortuga, respondió:

—El caparazón pidió que lo reunieran con la tortuga.

—¿Es un proverbio, maestro?

—No, huésped de honor; es un chiste. —Confucio mostró, con su sonrisa, toda la longitud de sus dos dientes delanteros. Como muchas personas que sufren deformaciones dentales, padecía también trastornos gástricos, por lo cual era muy admirado. En Catay, las turbulencias en esa región del cuerpo significan que allí actúa constantemente una mente superior.

Confucio habló luego de la pobreza del estado.

—Ayer el duque Ai me preguntó qué debía hacer. Le pregunté si el estado había recibido todos los impuestos y respondió que sí; pero la guerra había costado tanto que no quedaba nada.

—Será preciso aumentar los impuestos —dije, recordando la sombría imagen del barón trabajando en el Largo Tesoro.

—Pero eso sería muy poco inteligente y muy poco justo —repuso Confucio—. Después de todo, si en los buenos tiempos el gobernante se complace en participar de la abundancia, en los malos tiempos debería aceptar el hecho de no poder gastar tanto como desearía.

Transmití al barón este comentario; tal vez, pensé, Confucio pretenda debilitar el estado para el caso de un ataque de Key. El barón lo creía posible, pero poco probable.

—Siempre ha pensado lo mismo —dijo—. Cree que el pueblo debe al estado una parte fija de su ingreso, y nada más; y se irrita cuando el gobierno altera lo que considera un contrato sagrado.

Confucio me habló de un sabio a quien había conocido en su juventud. Aparentemente, ese estadista, primer ministro de uno de los ducados menos poderosos, recopiló y ordenó todas las leyes del Reino Medio y las hizo inscribir en bronce. De modo parecido actuó Darío cuando nos dio nuestro código de leyes. Ese sabio, llamado Tzu-Ch'an, elaboró también una serie de disposiciones económicas nuevas, para horror de los conservadores. Pero sus reformas demostraron ser tan eficaces que hoy es uno de los catayanos modernos más admirados. Por cierto, Confucio no escatimó elogios a su mentor.

—Tzu-Ch'an poseía las cuatro virtudes del perfecto caballero. —Un pez tiró del sedal del maestro: delicadamente, él dirigió la caña río abajo, y luego río arriba, de modo más vivo—. Ha mordido el anzuelo —anunció, feliz.

—¿Cuáles son las cuatro virtudes? —pregunté. Todo está numerado al este del río Indo.

Mientras atraía el sedal cautelosamente, enumeró esas preciosas cualidades:

—El perfecto caballero es cortés en la vida privada. Es puntilloso en sus tratos con el príncipe. Da a la gente común no sólo lo que le debe, sino algo más. Y es, por fin, absolutamente justo en sus relaciones con quienes le sirven y con el estado.

—Tzu-Ch'an me parece un divino sabio —respondí amablemente. En realidad, el divino sabio me parecía un maestro del lugar común, de esos que sólo los tontos citan extensamente.

Confucio dejó que el pez se fatigara junto a la orilla.

—Dudo que veamos un divino sabio en nuestro tiempo. Pero siempre podemos tener la esperanza de encontrar a un perfecto caballero.

—Se considera que lo eres, maestro. Y todavía más. —Le hablé como a un gobernante.

Pero Confucio no estaba tan seguro de sí como la mayoría de los hombres eminentes.

—Lo que se considera que soy, y lo que soy, son cosas diferentes. Como el pez, que es una cosa en el agua y otra en la fuente. Soy un maestro porque nadie me permite conducir los asuntos de un estado. Soy como una calabaza amarga: nadie la come, todos la cuelgan de la pared como decoración.

Dijo esto sin visible rencor. Luego alzó el pez —una carpa de buen tamaño— y lo depositó en el suelo. Con gestos rápidos, lo desprendió, lo arrojo al cesto de mimbre, puso un nuevo cebo en el anzuelo y lanzó nuevamente el sedal, todo esto en el tiempo que le llevaría a una persona ordinaria dar a una pregunta una respuesta que conoce.

Cuando felicité a Confucio por su pericia como pescador, rió y dijo:

—No tengo un alto cargo. Por eso tengo tantas habilidades.

—Se dice que el duque de Key te ha ofrecido un puesto de importancia.

—Eso se refiere al viejo duque. Y fue hace muchos años. Posteriormente he hablado con su hijo. El duque Chien es un hombre serio.

Pero no tengo influencia en Key.

—Eso es evidente, maestro. —Empecé a cumplir la misión encomendada por el barón K'ang. Simultáneamente, pesqué un pez.

—¿Por qué es tan evidente, huésped de honor?

Confucio era uno de esos raros sabios que hacen preguntas para saber lo que ignoran. En general, los sabios de este mundo prefieren enredar al oyente con preguntas cuidadosamente construidas, para extraer respuestas que reflejen su visión inmutable. Esto es muy fácil de hacer, Demócrito, como has visto hace unos días, cuando obligué a Sócrates a responder a mis preguntas. Te oigo sonreír en la oscuridad que me rodea perpetuamente. Pues un día verás que tengo razón. La sabiduría no comenzó en el Ática, aunque aquí termine.

—A causa de la reciente guerra, maestro, a la que te hubieras opuesto.

—No estaba en Key cuando empezó la guerra. —Confucio miró mi sedal tenso—. Río abajo, con suavidad —aconsejó. Yo moví la caña, pero no con suavidad, y perdí el pez—. Es una lástima —agregó—. Se requiere gran delicadeza. Pero, después de todo, he pescado en este río toda mi vida. Conozco las corrientes. ¿Cómo puede creer nadie que yo pudiera alentar la guerra? Eso me sorprende.

Confucio sabía exactamente qué estaba pescando yo. No era posible engañarlo en su propio terreno, y no lo intenté.

Fui directamente al grano.

—Se piensa que deseabas restaurar en el poder al duque con el auxilio del guardián de Pi.

Confucio asintió, y dejó de atender su sedal.

—Es verdad que he hablado con el guardián. Es verdad que me ofreció un cargo. Es verdad que respondí «no». Es un aventurero, y un hombre poco serio. —El anciano me miró de repente. Sus ojos eran más claros que los de la mayoría de los catayanos—. También es verdad que nunca habrá un equilibrio adecuado entre el cielo y la tierra si no restauramos las ceremonias, la música, la dinastía y las costumbres antiguas. Vivimos en malos tiempos porque no somos buenos. Dile eso al barón K'ang. —No le molestaba que me hubieran asignado la misión de espiarlo. Es más: me utilizaba como un medio de comunicación con el primer ministro.

—¿Qué es la bondad, maestro?

—Toda persona que se somete al ritual es buena. —Una nube de mosquitos nos rodeó—. No te muevas —dijo—. Se irán. —Nos quedamos muy quietos. No se fueron. Me vi respirando mosquitos. El maestro parecía indiferente a ellos—. Un caballero o un gobernante —la sonrisa mostró nuevamente sus dientes delanteros—, y una misma persona puede ser las dos cosas, como sabes… no debe hacer nada que se oponga al ritual. Debe tratar a todas las personas del mismo modo cortés. No debe hacer a nadie lo que no quisiera que le hiciesen a él.

—Pero si un gobernante condena a muerte a un hombre por un crimen, sin duda hace una cosa que no querría que nadie le hiciera a él.

—Es presumible que el condenado a muerte haya desafiado el ritual, haciendo el mal a los ojos del cielo.

—¿Y si estaba sirviendo a su país en una guerra?

Confucio y yo luchábamos ahora contra los mosquitos. Él con su abanico; yo con mi sombrero de paja de ala ancha. Finalmente, los mosquitos empezaron a retirarse en grupos, como unidades militares.

—La guerra implica una serie distinta de rituales. El buen gobernante debe estar en guardia y evitar cuatro cosas feas cuando su nación está en paz.

Nuevamente los números. Como se esperaba que preguntara cuáles eran esas cosas, lo hice. Mientras tanto, el último de los repulsivos insectos desapareció.

—Primeramente, condenar a muerte a un hombre sin enseñarle lo que es justo. Eso es salvajismo. En segundo lugar, esperar que una tarea esté concluida en cierta fecha sin advertir al obrero. Eso es opresión. En tercer lugar, dar órdenes imprecisas cuando se quiere un cumplimiento perfecto. Eso es atormentar. Finalmente, dar a alguien de mala gana lo que se le debe. Eso es odioso y mezquino.

Como era imposible negar la fealdad de esas cosas, no hice comentarios. Confucio no los esperaba.

—¿A qué llamas un ritual, exactamente, maestro?

En Catay se usa constantemente la palabra ritual, y significa mucho más que la observancia religiosa.

—Los antiguos ritos de Chou nos purifican, y el sacrificio a los antepasados une con perfecta armonía el cielo y la tierra, siempre y cuando el gobernante sea bueno y los ritos se cumplan adecuadamente.

—Vi las ceremonias de los antepasados en Loyang. Temo haberlas encontrado desconcertantes.

Confucio había cogido otro pez. La caña de bambú se curvó como un arco. El pez era pesado, pero la mano del pescador era ligera.

—Cualquiera que comprenda en su totalidad los sacrificios ancestrales puede ocuparse de todo asunto terreno con tanta facilidad como yo —con un enérgico movimiento, Confucio tiró de la caña hacia arriba, y una gran brema voló sobre nuestras cabezas. Ambos reímos de placer. Siempre es agradable ver algo maravillosamente bien hecho—… cojo este pez. —Cuando Confucio completó la frase, el pez cayó sobre un arbusto de lilas. Lo fui a buscar, y el maestro dijo—: Las ceremonias de los antepasados se parecen un poco a la pesca. Con un tirón demasiado violento, rompes el sedal o la caña. Si tiras con poca fuerza, pierdes el pez y quizá también la caña.

—De modo que ser bueno es obrar de acuerdo con la voluntad del cielo.

—Por supuesto. —El anciano guardó su última presa.

—¿Qué —pregunté— es el cielo?

Confucio se demoró bastante más que de costumbre en poner el cebo en su anzuelo. No respondió hasta que hubo vuelto a lanzar su sedal. Observé que la luna diurna había desaparecido. El sol brillaba oblicuamente en el cielo blanco.

—El cielo da la vida y la muerte, la buena y la mala fortuna. —No ignoraba que no había respondido a mi pregunta. Nada dije. Él continuó—: El cielo es el lugar donde mora el primer antepasado. Cuando sacrificamos al cielo, es a él a quien dedicamos el sacrificio.

Cogí una anguila. Pensé que la anguila ondulante daba una excelente imagen de Confucio hablando del cielo. No contestaba específicamente, por la excelente razón de que no creía en el cielo, ni tampoco en el supuesto primer antepasado.

Confucio era ateo. Yo estaba seguro. Pero creía en el poder del ritual y la ceremonia, tal como los concebía la dinastía Chou, desaparecida mucho antes, porque era un verdadero devoto del orden, el equilibrio y la armonía en los asuntos humanos. Como la gente común cree en toda clase de dioses estelares, y como la clase gobernante cree que desciende directamente de una serie de antepasados celestiales que vigilan atentamente desde lo alto, Confucio procuraba utilizar esas antiguas creencias para obtener una sociedad armoniosa. Ponía el acento sobre la dinastía Chou porque, aparte del encanto de las admoniciones del duque Tan, el último hijo del cielo era un Chou. Por lo tanto, para crear un Reino Medio unido, era necesario hallar un nuevo hijo del cielo, preferiblemente de esa familia. Como Confucio temía, con razón, que apareciera un gobernante inconveniente, siempre destacaba la importancia de las supuestas virtudes de la vieja dinastía. Aunque estoy seguro de que había creado buena parte de lo que decía, Fan Ch'ih me juró que Confucio sólo se limitaba a interpretar textos antiguos.

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