Creación (61 page)

Read Creación Online

Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Huan se inclinó en la dirección de la residencia del duque. La expresión «el que mira hacia el sur» designa al emperador por mandato del cielo. No sé por qué. Sin duda, un astrólogo podría hallar la explicación. Muchas veces be pensado que esto puede tener alguna relación con la estrella aria, la estrella del norte. De todos modos, en las festividades públicas, el emperador está siempre al norte de su pueblo.

Cuando ha recibido el mandato, el emperador es un vivo reflejo del cielo, esa fantasmal residencia de una línea de emperadores que se remonta al Antepasado Amarillo. Este último creó todas las cosas cuando abrió una especie de huevo cósmico, cuya mitad superior se convirtió en el cielo, y la inferior en la tierra. Sólo si el hombre conquista el favor del cielo se puede mantener la armonía entre las dos mitades de ese todo dividido. Como es natural, los ritos religiosos poseen en Catay enorme importancia. Como muchos pueblos primitivos, creen que no tendrán cosecha de otoño si, por ejemplo, el festival de primavera no se ha representado bien. Se trata de una ceremonia sumamente intrincada, con numerosos actores, músicos y bailarines, en que actúa también el gobernante, quien tiene el privilegio exclusivo de dirigirse a los antepasados reales; éstos contemplan su vida y sus obras, y pueden sonreír o fruncir el ceño.

—De modo que el duque P'ing ha recibido ya la designación del cielo. —Incliné mucho la cabeza al pronunciar el nombre del duque, y aún más al mencionar el cielo.

—Sí, sí. —Huan sonrió. Pero, naturalmente, el duque P'ing no había recibido el mandato celeste, como tampoco el pretendiente de Loyang. Ésta es la causa de la crisis de Catay. No hay un gobernante catayano que no sueñe con obtener la hegemonía y el mandato del cielo, en ese orden. Y parece muy poco probable que un gobernante logre alguna vez someter a sus vecinos como lo hicieron Ciro y aun Ajatashatru.

Por lo que puedo decir, el Reino Medio es mayor que la llanura del Ganges, pero más pequeño que el imperio persa. Hace cien años, el estado septentrional de Tsin estuvo a punto de conseguir la hegemonía; pero luego el estado de Ch'iu, en el sur, se tornó tan poderoso como Tsin, y por eso ninguno de ambos obtuvo el mandato celeste. Así estaban las cosas cuando yo estuve en Catay, y dudo que haya habido cambios. A pesar de sus protestas, ningún gobernante desea la reunión del Reino Medio, a menos que se haga bajo su imperio. Y así se mantiene allí el equilibrio, o el desequilibrio.

Al comienzo de mi cautiverio logré enviar un mensaje a Fan Ch'in en Lu. Aunque él representaba mi única esperanza de retornar alguna vez a Persia, no sabía si tenía poder para liberarme puesto que jamás se me dijo cuál era mi situación. Si yo era un esclavo, Fan Ch'ih podría comprarme. Pero cuando sugerí a Huan que podía recibir un rescate por mi libertad, respondió:

—Tú eres un huésped de honor.

Inmediatamente, dio una palmada y fui escoltado hasta mi celda, cuya puerta no estaba cerrada porque no había forma de escapar. Yo era tan notorio en Ch'in como un negro en Susa. Todavía más. Hay cientos de negros en Susa, y yo era el único hombre blanco en Ch'in.

Cuando llegué a hablar la lengua local con cierta facilidad, Huan me interrogó detalladamente acerca de la administración de Persia. Aunque nunca demostró interés por el Gran Rey, le encantaba visiblemente que le hablara de la forma de fijar los precios en el mercado, del control de la población por medio de la policía y el servicio secreto, y otros temas similares de la vida en Persia y en los reinos de la India.

Recuerdo una reunión en que verdaderamente fui tratado como un huésped de honor por Huan, a quien le gustaba presentarme ante sus amigos nobles. En aquella ocasión estaba presente la mayor parte del consejo de estado. Estábamos arrodillados en alfombrillas; los criados trajeron taburetes, que colocaron delante de cada invitado. Habría querido sentarme en el mío, pero eso es precisamente lo que no se puede hacer en una cena formal catayana. El taburete se usa solamente para apoyarse. Como hasta los catayanos se fatigan de permanecer arrodillados varias horas, emplean el taburete para reclinarse y desplazar su peso.

Frente a cada comensal hay varios platos y tazas. A un ministro le corresponden ocho platillos; yo tenía seis. A la izquierda había un plato de carne cocida con el hueso, y un bol de arroz. A la derecha había un plato de carne en rodajas y un tazón de sopa. Este orden no varía nunca. En torno de estos platos se disponen otros con carne picada y asada, cebollas al vapor y encurtidos. En invierno se sirve pescado hervido, con el vientre hacia la derecha del convidado; en verano, hacia la izquierda. La carne desecada se coloca a la izquierda. El pico de las jarras apunta al invitado. Y así todo.

El ritual de una cena en Catay es casi tan complicado como una ceremonia religiosa. Por ejemplo, si se posee un rango inferior al del dueño de casa, como ellos consideraban que era el mío, hay que coger un plato que contenga arroz, mijo u otro grano. Entonces uno se inclina ante el dueño de casa y rechaza el plato, fingiendo que se va a marchar. El anfitrión se pone de pie e implora al invitado que se quede, lo que éste hace. No he sabido de un invitado que se retirase realmente. Pero como todo lo que puede ocurrir en el mundo ha ocurrido alguna vez, también eso habrá acontecido.

Había otras sutilezas que se debían respetar, pero las he olvidado.

Por otra parte, no creo posible olvidar la espléndida cocina de las casas nobles catayanas. Aun los alimentos cocidos que se compran en el mercado tienen gran calidad, y no hay placer comparable al de cenar a bordo de una barca amarrada a los sauces del río Wei durante la luna de verano.

Una vez cumplidas las diversas ceremonias, una cena catayana puede llegar a desarrollarse tan al modo de los sofistas como en Atenas. Aunque, por supuesto, las maneras catayanas son más formales que las atenienses, ¿Cuáles no lo son? Con todo, las conversaciones en casa de Huan eran a veces concretas y precisas. Hasta se podía oír alguna discusión cuando se había bebido demasiado vino de mijo.

Recuerdo la primera ocasión en que probé el famoso cochinillo asado, nombre que describe de manera bastante inadecuada un plato muy complejo. Primeramente, el cochinillo, relleno de dátiles, se envuelve en barro y paja. Una vez asado, se rompe la capa de barro y la carne, en rodajas, se fríe en grasa fundida; después, las rodajas se hierven con hierbas durante tres días y tres noches y se sirven con vinagre y escabeche de carne. No hay nada tan delicioso en toda Lidia. Creo que me atraqué en la mesa de Huan; se supone que no se debe hacer eso en una cena catayana, pero todo el mundo lo hace.

Huan me explicó cómo estaba preparado el cochinillo, y yo alabé, con absoluta sinceridad, el resultado.

—Pero en tu país los alimentos se deben preparar de modo parecido. —Movió la cabeza enérgicamente— alentándome.

También yo moví la cabeza.

—No, no —dije—. Habéis logrado una perfección que nosotros aún estamos buscando.

—Oh, no. —Huan se volvió a los demás invitados y agregó—: A pesar de su curioso nombre y su característica palidez, Ciro Espitama es un arma muy aguda.

«Arma aguda» es la expresión que se emplea en Catay para designar a una persona inteligente.

Los demás me miraron con algo más que mera cortesía. No creo que hubieran visto nunca a un blanco. Se sorprendieron visiblemente cuando hablé en su lengua. Por ser un extranjero, se esperaba que gruñera como un cerdo.

Un noble me preguntó educadamente por Persia. ¿Dónde estaba? ¿A qué distancia? Cuando respondí que estaba mil millas al oeste de Champa, puerto que todos conocían, una docena de cabezas se movieron con incredulidad.

—Me ha dicho —agregó Huan con una sonrisa casi por completo exenta de dientes— que en su país todos los hombres están subordinados al estado, y que sólo éste mide lo bueno y lo malo.

Los nobles asintieron sonriendo, y yo los imité. Naturalmente, jamás le había dicho a Huan nada semejante.

—Pero sin duda —dijo un anciano—, aun en un país bárbaro los decretos del cielo deben privar sobre los del estado.

Huan miró las vigas del cielo raso como si fueran el cielo.

—Cuando el gobernante ha recibido el mandato, su poder es absoluto. ¿No es así que ocurre en esa bendita nación? —Huan sonreía.

—Sí, señor Huan. —No pensaba contradecir a mi captor.

—Pero habrá seguramente —el anciano se volvió hacia mí, feliz de poder decirme lo que hubiera querido decir al primer ministro— ciertas leyes del cielo que vuestro gobernante debe cumplir.

Huan respondió en mi lugar.

—No. No las hay, puesto que posee el mandato. Estos bárbaros occidentales creen, como nosotros, que el estado es una cadena: se inicia con el individuo, que está sujeto a la familia, la cual está sujeta a la ciudad, que se somete al estado. Cada uno de sus eslabones debe ser suficientemente resistente. Y cada uno contribuye al todo, que es el estado. En la bendita nación de nuestro huésped de honor —inclinó la cabeza hacia mí— los hombres ya no viven como al comienzo, cuando cada hombre vivía para sí. En ese tiempo, si se reunían dos hombres, había dos ideas diferentes acerca de lo bueno y de lo malo; esto era lamentable, porque nadie puede negar que el sufrimiento en el mundo ha comenzado con el desacuerdo entre los hombres acerca del bien y del mal. Pues bien: los bárbaros de Persia son más sabios que nosotros. Sí, sí. Creen que si se permite a cada hombre pensar y actuar a su antojo, no puede haber orden, armonía ni estado. Y por esto, el sabio gobernante que recibe el mandato del cielo debe decir a su pueblo que lo que él considera bueno, es bueno para todos los hombres, así como lo que considera malo es malo para todos. Desde luego, siempre hay quien desobedece; entonces el rey persa ha dicho: «Si se alza alguna voz contra el bien oficial, quien escuche esa voz deberá dar aviso a su superior». ¡Qué gran sabiduría contiene esta norma! Todo el mundo está obligado a informar al gobernante, o a sus funcionarios, de todo mal que se cometa, o que se piense cometer. ¿El resultado? ¡La felicidad perfecta! Los bárbaros occidentales han eliminado todo desorden o falta de armonía. Y cada ciudadano sirve a un estado fundado sobre… ¿cómo era esa frase maravillosa, Ciro Espitama? Ah, sí: el principio de acuerdo con el superior.

Huan se inclinó hacia mí, como si yo fuera el imaginario monarca persa que había inventado ese insensato sistema de gobierno. Pocos años más tarde supe que aquella cena ofrecida por Huan había tenido una importancia histórica. Durante más de una generación los nobles de Ch'in habían discutido apasionadamente cómo se debía gobernar el estado. Huan creía que la única forma de gobernar Ch'in consistía en esclavizar al pueblo en una medida jamás intentada antes en Catay ni en ninguna otra parte, ni siquiera en Esparta. Todo el mundo era alentado a espiar a los demás. Las familias eran divididas para poder desplazar a los hombres capaces al ejército, a la agricultura, a la construcción de caminos o a lo que fuera. Como los mercaderes y artesanos tendían a ir y venir a su gusto, Huan propuso la proscripción de estas actividades. Y para establecer la absoluta primacía del estado se esforzó, secretamente, por destruir su propia clase, la aristocracia.

Como es obvio, los nobles no estaban del todo satisfechos con las teorías de Huan, para no hablar de sus prácticas. Había, en aquella cena, bastante disidencia cortés. Algunos años más tarde, la disidencia se tornó menos cortés y Huan fue asesinado por un grupo rival. Pero había hecho bien su trabajo. Aunque los mercaderes y artesanos continuaron prosperando, y la aristocracia retuvo su poder, los hombres y mujeres comunes fueron obligados a residir en barracones y a vivir una vida totalmente reglamentada por el estado. Todo aquel que objetaba las leyes celestiales de Huan era cortado en dos a hachazos. Sus restos se exponían a ambos lados de la puerta de la ciudad.

Mientras devorábamos el cochinillo asado, el anciano siguió hablando con Huan por mi intermedio.

—En los tiempos de nuestros antepasados, cada hombre vivía según los dictados de su naturaleza íntima, y había en el mundo mucha solidaridad y pocas peleas. Sin duda, tu rey persa quiere que sus súbditos vivan como nuestros antepasados, en armonía con el cielo y consigo mismos.

Huan batió palmas con alegría.

—Cuando le pregunté esto mismo a este sabio bárbaro, me dijo, y espero recordarlo bien…

—Así será, así será, señor Huan —dije, como una de esas aves de la India a las que se enseña a hablar.

—Me dijo que los hombres eran buenos en los tiempos primitivos porque había pocos, y las cosas abundaban. Pero hoy hay muchos hombres y las cosas son escasas. Aun en el remoto tiempo del emperador Yu la vida era tan dura que el mismo Yu trabajaba en los campos, y así perdió, según se cuenta, todo el vello de las pantorrillas. Pero existen hoy diez mil veces más hombres que en la época de Yu. Así, para el bien común, debemos gobernarlos, de modo que no se molesten unos a otros. ¿Cómo se puede hacer esto? Confieso que ni siquiera yo mismo era lo bastante perspicaz para imaginar una solución, hasta que tu sabio rey persa me dio la respuesta. —Huan se inclinó hacia mí, obligándome a una reverencia tan profunda que mi vientre produjo un gorgoteo. Los catayanos atribuyen gran importancia a estos ruidos, y rogué que el producido por mi estómago repleto no fuera sedicioso en modo alguno—. «Aprovecha la naturaleza humana —ha dicho el rey persa—. Como los hombres tienen preferencias y rechazos, puedes gobernarlos por medio de la recompensa y el castigo, las dos asas que emplea el gobernante para conservar su dominio.»

—Pero si esas… asas… no son suficientes, ¿qué prescribe el sabio rey persa? —El anciano me miraba. Sus ojos estaban enrojecidos, y las venas de sus sienes latían con fuerza. Era evidente que odiaba a Huan.

—La palabra empleada por el sabio persa es «fuerza» —respondió Huan con amabilidad—. La fuerza es el material que mantiene sujetas a las masas.

A pesar de la maravillosa comida, no recuerdo una cena más alarmante. A través de mí, Huan desafiaba a los demás nobles. Afortunadamente para los habitantes de Ch'in, no todos los nobles estaban de acuerdo con los rígidos preceptos de Huan; y él mismo no era sino el primero entre sus iguales. Sin embargo, por su obra, las vidas de las personas comunes fueron tan modificadas que sólo el colapso del estado podría librarlas de la esclavitud a que habían sido condenadas. Al menos, los espartanos son adiestrados para amar su estado, y por eso se resignan a aceptar sus vidas embrutecidas. Pero los habitantes de Ch'in no aman a sus gobernantes.

Other books

Turn to Stone by Freeman, Brian
What Angels Fear by C.S. Harris
Ransom by Frank Roderus
Not Your Average Happy Ending by Chantele Sedgwick
Whispers of Heaven by Candice Proctor
The Blue Castle by Montgomery, Lucy Maud
Bind the Soul by Annette Marie