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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Credo (28 page)

«Pero la verdad es que Feuerbach, por su parte, y con él toda la Modernidad, se interesó muchísimo más por la tierra que por el cielo», apuntará aquí el coetáneo versado en filosofía. «Yo os conjuro, hermanos míos,
permaneced fieles a la tierra
y no creáis a quienes os hablen de esperanzas supraterrenales», advierte, ya en el prólogo, el Zaratustra de Nietzsche
[55]
. Y aun quien no es ateo sino que toma en serio el mensaje bíblico se ve confrontado con la posibilidad de que esta tierra y este cosmos lleguen a su fin. ¿No anunció ya en la Biblia el Deutero-Isaías, durante la cautividad de Babilonia, que pasarían el cielo y la cierra? «Pues los cielos se disiparán como humareda, la tierra como un vestido se gastará y sus moradores como el mosquito morirán» (ls 51,6). Y en el Tercer Isaías, posterior al exilio babilónico, se nos llega a prometer un nuevo cosmos: «He aquí que yo creo nuevos cielos y nueva tierra» (ls 65,17). Si el credo comienza con la creación y termina —según otra fórmula— con la «vida del mundo futuro», ¿qué diremos sobre el fin del mundo?

3. El fin del mundo en sentido físico: obra del hombre

Aún sigue habiendo un reducido número de cosmólogos que opina que el universo existió siempre, que se transforma y evoluciona continuamente y que es, por consiguiente, un universo sin principio ni fin. Ellos creen poder explicarlo a base de gravitación, de fuerzas eléctricas y magnéticas: excepción hecha, por supuesto, del factor básico de que exista algo y no nada, una cuestión que esa corriente de la cosmología trata de soslayar.

Sin embargo, la mayor parte de los cosmólogos acepta hoy el supuesto de que nuestro universo no es ni estable, ni inmutable, ni, menos aún, eterno: un «mundo entre el principio y el fin» (H. Fritzsch)
[56]
. Lo más que sigue discutiéndose es la cuestión de si la expansión del universo, que comenzó con el
Big Bang
, continuará perpetuamente o cesará una vez, para dar paso de nuevo al período de contracción. ¿Continuará eternamente la expansión del cosmos? Ésa es la cuestión, después de haberse descubierto, en abril de 1992, las más antiguas estructuras (fluctuaciones) del universo.

La
primera hipótesis
parte de un universo que «vibra» u «oscila», lo que, por otra parte, no se ha podido comprobar en absoluto hasta ahora: en un momento determinado, se piensa, la expansión se hará más lenta; luego cesará del todo y empezará la contracción, de manera que el universo se irá reduciendo en un proceso que durará miles de millones de años y las galaxias, finalmente, chocarán unas contra otras hasta que., posiblemente —se habla de por lo menos 80.000 millones de años después del
Big Bang
—, desintegrándose los átomos y núcleos atómicos en sus elementos constitutivos, se produzca otra vez una gran explosión, el
Big Crunch
, la explosión final. Entonces podría surgir, quizás, con una nueva explosión, un nuevo universo.

La
segunda hipótesis
, que seguramente suscriben la mayoría de los astrofísicos, es la siguiente: la expansión progresa constantemente sin llegar a la contracción. También evolucionan las estrellas: el sol, tras un pasajero aumento de claridad, se apagará. En un último estadio de la evolución de las estrellas surgirán, según la magnitud de la masa estelar, las «enanas blancas», de escasa luminosidad, o bien, tras una explosiva expulsión de masa, «estrellas de neutrones» o posiblemente «agujeros negros» (
black holes
). Y si se formasen estrellas y generaciones de estrellas a partir de la materia, transformada y expulsada, del interior de las estrellas, también se realizarán en ellas otros procesos nucleares en los que, finalmente, la materia del interior de las estrellas quedará reducida por combustión a «ceniza». En el cosmos se abrirán lentamente camino el frío, la muerte, el silencio, la noche absoluta.

«¡Pero no nos meta usted miedo con una cosa que sucederá, si acaso, dentro de 80.000 millones de años!». Tengo que aceptar la objeción. El problema del hombre medio de hoy no es tanto el final de nuestro universo, cuya inmensa extensión temporal y espacial no podían ni imaginar, como es natural, las generaciones bíblicas. Sino que el problema es el fin del mundo
para nosotros
: el final de nuestra tierra, más exactamente, de la humanidad: fin del mundo en tanto que
final de la humanidad: y por obra del hombre
.

Hay muchos que, en vista de tantas catástrofes como suceden en el mundo, de las guerras, hambres, terremotos y otras catástrofes naturales, citan la terrible y angustiosa visión del Nuevo Testamento, con la que infunden temor también a otras personas: «Oiréis hablar de guerras, y los rumores de guerras os quitarán la calma. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. Pues se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambre y terremotos. Pero todo ello será sólo el comienzo del alumbramiento… Inmediatamente después de los días de la gran tribulación, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas» (Mt 24,6 - 8.29).

En efecto: No hace falta hoy leer «historias apocalípticas» , desde Poe hasta Dürrenmatt, ni ver películas de catástrofes para saber que somos, en lo que abarca la memoria humana, la primera generación que es capaz, por la liberación de la fuerza atómica, de poner fin a la humanidad. Y ya el fallo, relativamente insignificante, de Chernobil, hizo ver a los hombres de todo el mundo lo que puede acarrear una guerra atómica de gran estilo: la tierra dejaría de ser habitable. Hoy, sin embargo, cuando el final de la guerra fría ha reducido en gran medida el peligro de una gran guerra atómica, hay aún más gente que teme «pequeñas» guerras atómicas entre los pueblos fanatizados por las ideologías nacionalistas, y que teme sobre todo el colapso del medio ambiente que podría destruir asimismo nuestro planeta: exceso de población, catástrofe en la evacuación de desechos, agujero de ozono, aire contaminado, subsuelos envenenados, lagos insalubres por exceso de abonos, agua no potable… Visiones apocalípticas que, sin lugar a dudas, pueden convertirse en realidad. Y sin embargo diré aquí a los que tienen mentalidad apocalíptica: quien lee lo que cuenta el Nuevo Testamento sobre las calamidades postreras, sobre el oscurecimiento de la tierra y de la luna, sobre la caída de las estrellas y las sacudidas de los cuerpos celestes, y cree tener ante él unos presagios exactos del fin del mundo o, al menos, del fin de nuestro planeta, no ha comprendido esos textos. Esas visiones fantasmagóricas son, sin duda, una enérgica advertencia a la humanidad y a cada individuo humano para que se den cuenta de la seriedad de la situación. Pero si queremos evitar hacer deducciones teológicas poco meditadas acerca del fin del mundo, tenemos que considerar lo siguiente: así como la protología bíblica no puede ser un reportaje sobre lo que pasó al principio, así la escatología bíblica tampoco es un pronóstico de lo que sucederá al final. Y así como los relatos bíblicos sobre la obra creadora de Dios se extrajeron del mundo de entonces, los de la obra final de Dios proceden también de las ideas apocalípticas de aquel tiempo. Por eso, la Biblia no habla tampoco aquí un lenguaje científico, sobre hechos objetivos, sino un lenguaje figurado, metafórico: no revela determinados acontecimientos histórico-universales, sino que los interpreta. Es indudable, por tanto, que se entenderían mal las imágenes y visiones apocalípticas del fin del mundo si se viera en ellas una especie de des-ocultamiento (apo-calipsis) cronológico, o determinadas informaciones sobre las «postrimerías» de la historia del mundo. ¡Cuántas sectas y cuántos grupos fundamentalistas creen poseer en la Biblia un manifiesto tesoro del saber! Y qué peligroso sería que otro presidente americano empezase otra vez a creer en el combate bíblico final, llamado «Armagedón», contra el «reino del mal» . No: todas esas predicciones bíblicas no pueden ser para nosotros un guión del último acto de la tragedia de la humanidad, y no contienen especiales «revelaciones» divinas que puedan satisfacer nuestra curiosidad relativa al fin del mundo. En esos relatos, el hombre no se entera —por así decir, con infalible exactitud— de lo que le espera a él en particular, ni de qué sucederá en concreto. Ni los «inicios» ni «las postrimerías» son accesibles a la experiencia directa. Ni de los «tiempos primeros» ni de los «tiempos finales» existen testigos humanos. Del mismo modo que no se nos ha dado una extrapolación científica, inequívoca, así tampoco se nos ha dado un pronóstico exacto, profético, del futuro definitivo de la humanidad, de la tierra, del cosmos.

Por tanto, tampoco el teólogo tiene un saber privilegiado a este respecto. Pero lo que sí puede es interpretar las metáforas del fin del mundo. Las imágenes y los relatos poéticos del principio y del fin representan lo que no se puede averiguar por medio de la razón, lo que se espera y lo que se teme. Lo que dice la Biblia sobre el fin del mundo es un
testimonio de fe
sobre la
consumación del quehacer de Dios
en cuanto a su creación. El mensaje dirigido a la fe reza: lo mismo que al principio del mundo, al
final
del mundo tampoco estará la nada sino
Dios
. Ese final anunciado en la Biblia no debe ser considerado como una catástrofe cósmica, evidentemente, ni como un cese súbito de la historia de la humanidad. Ese final tiene, según la propia Biblia, dos aspectos:
final
de lo viejo, caduco, imperfecto, malo, y consumación mediante algo nuevo, eterno, perfecto; por eso habla la Biblia de una nueva tierra y de un nuevo cielo. De ello se infiere lo siguiente: los asertos bíblicos sobre el fin del mundo tienen autoridad no como asertos científicos acerca del fin del universo, sino como
testimonio de fe sobre la gran meta del universo
, una meta que está en Dios, una meta que la ciencia no puede ni confirmar ni refutar y que se basa en una confianza razonable. Por tanto podemos prescindir sin más de querer armonizar lo que dice la Biblia con las diferentes teorías científicas sobre el fin del mundo. «Pero, en este contexto, ¿qué sentido puede seguir teniendo hoy esa idea de un gran juicio universal al final de los tiempos? ¿No es, según la célebre fórmula de Hegel, la propia historia universal ese juicio universal? ¿O sigue siendo la fe cristiana, en lo esencial, fe en que Jesús vendrá de nuevo a hacer justicia?».

4. ¿La historia universal como juicio universal?

En un gran número de casos es posible interpretar así la historia: pueblos y Estados, así como individuos aislados, son «castigados» —muchas veces al cabo de largo tiempo, y muchas veces también durante largo tiempo— por sus malas obras. ¿Cuántas naciones han de seguir pagando hoy lo que hicieron a otros —por ejemplo, a los negros de África o de América— en la época del colonialismo y del imperialismo, o en la época del nacionalsocialismo y ahora del comunismo? Y sin embargo caeríamos en el idealismo histórico de Hegel si creyésemos que en la historia siempre salen las cuentas y que al final se impone'-en el juicio o del modo que sea— el divino espíritu universal.

No es así: como demuestra la experiencia, en este mundo no existe la justicia total, ni en la historia de los pueblos ni en la vida de los individuos. La justicia total se limita a ser meta de fundadas esperanzas, de concretos anhelos. Por eso se comprende que la creencia antiquísima, ya difundida en Egipto, del juicio de los muertos, estuviera unida en el judaísmo temprano y en la religión persa a una esperanza final: o sea, un juicio no sólo para el individuo, inmediatamente después de la muerte, no: un juicio para toda la humanidad, al final de los tiempos. Jesús y sus discípulos también participaban de aquellas esperanzas apocalípticas del judaísmo temprano. También esperaban que llegase en vida de ellos la plenitud del reino de Dios. Pero la historia de la Iglesia, desde el siglo I al siglo XX, demuestra que la historia de la fe en la parusía (la venida inmediata de Jesús) es la historia de un continuo y repetido desengaño, y muy especialmente en los tiempos «apocalípticos». Esto vale también para ideas como la que ofrece la segunda carta a los Tesalonicenses (sólo de atribución a Pablo): habrá una última intensificación del mal, una gran apostasía antes del final, y las fuerzas opuestas a Dios y a Cristo estarán encarnadas en un apocalíptico «adversario de la ley». Y esto vale también para la idea, que conocemos a través de los escritos de Juan (cartas y Apocalipsis), de la existencia de uno o varios «anticristos» (¿individuo o colectivo?). Tales ideas no son, como se ha creído tantas veces, específicas revelaciones divinas sobre el fin del mundo. Son imágenes tomadas de la literatura apocalíptica judía que, en parte, emplean motivos mitológicos más antiguos, mezclándolos con experiencias históricas más modernas.

Por lo que respecta a tantos grupos de visionarios, a tantas sectas apocalípticas de nuestros días, nunca se les repetirá lo bastante que la forma literaria característica de la joven Iglesia no fueron los
apocalipsis
sino los
evangelios
. Como es sabido, junto al gran Apocalipsis de Juan hay en el Nuevo Testamento otros apocalipsis más breves, lo que muestra que los escritos apocalípticos estaban muy difundidos entre las primeras comunidades cristianas. Pero lo importante es el hecho de que fuesen incorporados a los evangelios (cf. Mc 13) y de ese modo, por así decir, domesticados. Lo que, teológicamente, tuvo como efecto un considerable desplazamiento del centro de interés: desde entonces se interpretó la literatura apocalíptica a partir del evangelio y no al revés: los apocalipsis ofrecían un encuadre para una situación precisa, un encuadre que ayudaba a comprenderla, a representársela, pero que se distinguía muy bien de la cosa en sí, del mensaje como tal.

¿Qué interés tiene todo esto para nosotros, los cristianos? Los apocalipsis de los evangelios están centrados todos ellos en
la venida de Jesús
, quien es ya claramente idéntico al apocalíptico Hijo del hombre, esperado para el juicio. La «cosa» es, pues, la siguiente:
el juez no es otro que Jesús
, y esto es, para todos los que han creído en él,
el gran signo de esperanza
. ¿Por qué esperanza? Porque él, que en el Sermón del Monte proclamó las nuevas medidas y los nuevos valores, también será el que al final nos pida cuentas conforme a esas mismas medidas. Al final de nosotros, pero también al final de la humanidad, ¿más o menos como en el impresionante fresco de Miguel Ángel?

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