Crimen en Holanda (2 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Una librería llena de libros. Numerosas obras sobre la cría de animales y sobre veterinaria. En las paredes, medallas de oro ganadas en exposiciones internacionales y diplomas.

Y, en medio de todo eso, las últimas obras de Claudel, de André Gide, de Valéry.

Beetje sonrió con coquetería.

—¿Quiere ver mi habitación?

Ella espiaba sus reacciones. No había cama, sólo un diván recubierto de terciopelo azul. Las paredes estaban forradas de tela de Jouy. Estanterías oscuras con más libros; una muñeca, comprada en París, de seda crujiente; un tocador, o casi, pero de aspecto pesado, sólido y reflexivo.

—¿No es como en París?

—Me gustaría que me contara lo que ocurrió la semana pasada.

El rostro de Beetje se ensombreció, pero no lo suficiente como para dejar traslucir que se tomaba los acontecimientos de manera trágica.

Y esa sonrisa llena de orgullo al mostrar su habitación lo confirmaba.

—Vayamos a tomar el té.

Y se sentaron uno frente a otro, delante de la tetera recubierta por una funda que impedía que la bebida se enfriara.

A Beetje le fallaban algunas palabras. En vista de eso, fue a buscar un diccionario, y a veces se interrumpía largo rato hasta dar con el término exacto.

Un barco coronado por una gran vela gris se deslizaba por el canal, pero como hacía poco viento, se ayudaba con la pértiga. Avanzaba entre los troncos que obstruían el río.

—¿No ha ido todavía a casa de los Popinga? —le preguntó ella.

—Llegué hace una hora y sólo he tenido tiempo de ayudar a parir a su vaca.

—Claro. En fin, Conrad era un tipo encantador, un hombre realmente simpático. En primer lugar, había viajado por todo el mundo como segundo oficial, y después como primer teniente. ¿Se dice así en francés? Luego, cuando tuvo el título de capitán, se casó y, por agradar a su mujer, aceptó una plaza de profesor en la Escuela Naval. Eso no era tan bonito. Tenía un yate pequeño, pero a la señora Popinga le asusta el agua, y él lo vendió. Desde entonces, sólo tenía un bote en el canal. ¿Ha visto el mío? El suyo es casi idéntico. Luego, de noche, daba clases particulares a estudiantes. Trabajaba mucho.

—¿Cómo era?

Ella no lo entendió de inmediato. Acabó por ir a buscar una foto que representaba a un joven mofletudo, de ojos claro y pelo corto, que tenía un impresionante aspecto de ingenuidad y de salud.

—Es Conrad. No parece que tenga cuarenta años, ¿verdad? Su mujer es mayor, quizá tenga cuarenta y cinco, ¿no la ha visto? Y tiene ideas completamente distintas. Por ejemplo, aquí todo el mundo es protestante, ¿no? Yo soy de la Iglesia moderna. Liesbeth Popinga, por su parte, es de la Iglesia nacional, que es la más severa, la más, ¿cómo dicen ustedes?, ¿conservatoria?

—Conservadora.

—Eso es. Y es presidenta de muchas asociaciones benéficas.

—¿No la aprecia usted?

—Sí, pero no es lo mismo. Ella es hija del director de un instituto, y mi padre sólo es granjero, ¿me entiende? Sin embargo, es muy dulce, muy amable.

—¿Qué ocurrió?

—Aquí suele haber bastantes conferencias. Es una pequeña ciudad, de cinco mil habitantes, pero queremos estar al corriente de las nuevas ideas. El jueves pasado dio una el profesor Duclos, de Nancy, ¿lo conoce?

Se asombró mucho de que Maigret no hubiera oído hablar del profesor Duclos, pues ella lo creía una gloria nacional francesa.

—Es un gran abogado, especialista en cuestiones criminales y, ¿cuál es la palabra?, psicológicas. Habló de la responsabilidad de los criminales. ¿Se dice así? Tiene usted que decirme si me equivoco al hablar, ¿eh? La señora Popinga es presidenta de la sociedad que organiza las conferencias, y los oradores siempre se alojan en su casa. A las diez de la noche había una pequeña reunión privada en casa de los Popinga. Estaban el profesor Jean Duclos, Conrad Popinga y su mujer, también el señor Wienands, con su mujer y sus hijos.

Y yo. La casa está a un kilómetro de aquí, también junto al Amsterdiep, que es el canal que está viendo. Bebimos vino y comimos pasteles. Conrad puso la radio. ¡Ah!, también estaba Any, me olvidaba de ella, la hermana de la señora Popinga, que es abogado. Conrad quiso bailar, y retiramos la alfombra. Los Wienands se fueron antes por los niños, pues el más pequeño lloraba. Viven en la casa de al lado de los Popinga. A medianoche, Any dijo que quería acostarse. Yo había ido en bicicleta. Conrad quiso acompañarme y tomó también su bicicleta. Volví aquí. Mi padre me esperaba. Y hasta la mañana siguiente no nos enteramos del drama. Todo Delfzijl estaba agitado. Pero no creo que fuera culpa mía. Cuando Conrad regresó, fue a guardar su bicicleta en el cobertizo, detrás de la casa. Entonces le dispararon con un revólver. Cayó. Murió al cabo de una media hora. ¡Pobre Conrad, tenía la boca abierta!

Se secó una lágrima que hacía un extraño efecto sobre su mejilla, lisa y rosada como una manzana madura.

—¿Eso es todo?

—Sí. Vino la policía de Groninga para ayudar a la gendarmería. Dijeron que habían disparado desde la casa. Al parecer, el profesor, inmediatamente después del disparo, bajó la escalera con un revólver en la mano. Y resultó ser el revólver con el que habían disparado.

—¿El profesor Jean Duclos?

—Sí. Y no lo dejaron irse.

—En suma, en ese momento estaban en la casa la señora Popinga, su hermana Any y el profesor Duclos.


Ja
!

—Y, durante la velada, estaban además los Wienands, usted y Conrad.

—¡Y también Cor! Me había olvidado.

—¿Cor?

—Bueno, se llama Cornelius, es un estudiante de la Escuela Naval que iba a menudo a casa de los Popinga para que Conrad le diera clases particulares.

—¿Cuándo se fue?

—Al mismo tiempo que Conrad y yo. Se subió a su bicicleta y giró a la izquierda para volver al barco-escuela que está en el Ems-Canal. ¿Quiere azúcar?

El té humeaba en las tazas. Un coche acababa de detenerse al pie de la escalinata de tres peldaños. Poco después entró un hombre alto, ancho de hombros, entrecano, de rostro grave y una pesadez acentuada por su calma.

El granjero Liewens esperó a que su hija le presentara al visitante.

Estrechó vigorosamente la mano de Maigret, pero no dijo nada.

—Mi padre no habla francés.

Ella le sirvió una taza de té, y él bebió de pie, a pequeños sorbos. Después, en holandés, la joven le puso al corriente del nacimiento del ternero.

Debió de referirse al papel desempeñado por el comisario en el acontecimiento, porque el señor Liewens lo miró con asombro no exento de ironía, y a continuación, después de un saludo bastante rígido, se dirigió al establo.

—¿Han metido al profesor Duclos en la cárcel? —preguntó entonces Maigret.

—No, no. Está en el Hotel Van Hasselt, vigilado por un gendarme.

—¿Y Conrad?

—Transportaron su cuerpo a Groninga, a treinta kilómetros de aquí. Es una gran ciudad de cien mil habitantes, con una universidad, donde Jean Duclos se había alojado la víspera. Es terrible, ¿verdad? No se entiende.

Tal vez fuera terrible, pero no se notaba. Ello se debía a la límpida atmósfera, al decorado suave y confortable, al té que humeaba, y a todo Delfzijl, esa pequeña ciudad que parecía un juguete colocado al borde del mar.

Desde la ventana, dominando la ciudad de ladrillo rojo, se veía la chimenea y la pasarela de un gran barco mercante que estaban descargando. Y los barcos, sobre el Ems, se deslizaban hasta llegar al mar.

—¿Conrad la acompañaba a usted a menudo?

—Siempre que yo iba a su casa. Era un amigo.

—¿No se ponía celosa la señora Popinga?

Maigret lo decía por si acaso, porque su mirada acababa de caer sobre el atractivo pecho de la joven, y quizá también porque había recibido la bocanada cálida de su aliento en las mejillas.

—¿Por qué iba a sentir celos?

—No lo sé. De noche, los dos solos…

Ella rió, mostrando sus dientes sanos.

—En Holanda siempre es así. Cor también me acompañaba.

—¿Estaba Conrad enamorado de usted?

Ello no dijo ni sí ni no. Cloqueó. Esa es la palabra exacta. Un pequeño cloqueo de coquetería satisfecha.

Por la ventana vieron cómo su padre sacaba el ternero del establo, sosteniéndolo como un bebé, y lo dejaba sobre la hierba del prado, a pleno sol.

El animal se tambaleó sobre sus cuatro patas demasiado delgadas, estuvo a punto de caerse y, de repente, pareció trotar cuatro o cinco metros antes de inmovilizarse.

—¿Conrad no la besó nunca?

Nueva risa, pero acompañada de cierto rubor.

—Sí.

—¿Y Cor?

Guardó más las formas y desvió a medias la cabeza.

—También. ¿Por qué me lo pregunta?

Tenía una extraña mirada. ¿Acaso esperaba que Maigret también la besara?

Su padre, desde fuera, la llamaba. Ella abrió la ventana. Él le habló en holandés. Cuando se volvió, dijo:

—Disculpe, tengo que ir a la ciudad, a buscar al alcalde para el pedigrí del ternero. Es muy importante. ¿No va usted a Delfzijl?

Salieron juntos. Ella tomó su bicicleta por el manillar y caminó al lado del comisario, balanceando un poco las caderas, tan sólidas como las de una mujer.

—Hermoso país, ¿no es cierto? ¡Pobre Conrad, que ya no podrá verlo! ¡Mañana comienzan los baños! Los años anteriores, él iba todos los días y se pasaba una hora en el agua.

Maigret caminaba mirando al suelo.

La gorra del «Baes»

En contra de su costumbre, Maigret anotó algunos detalles materiales, sobre todo topográficos, y puede decirse que tuvo buen olfato, porque a la postre la solución del caso dependería de minutos y de metros.

Entre la granja de los Liewens y la casa de los Popinga había más o menos mil doscientos metros. Las dos viviendas estaban al borde del mismo canal, el Amsterdiep, y, para ir de una a otra, había que tomar el camino de sirga.

El canal, por otra parte, estaba casi abandonado, pues habían construido un canal mucho más ancho y profundo, el Ems-Canal, que unía Delfzijl con Groninga.

El Amsterdiep, enfangado, tortuoso, sombreado por hermosos árboles, servía casi exclusivamente para el paso de convoyes de troncos y de algunos barcos de escaso tonelaje.

De vez en cuando, alguna granja. Un astillero de reparación de barcos.

Si se salía de la casa de los Popinga para dirigirse a la granja, se encontraba primero, muy próxima, a treinta metros, la casa de los Wienands. Después, una casa en construcción. Luego, un vasto terreno desierto y el astillero lleno de troncos amontonados.

Pasado este astillero, tras un recodo del canal y del camino se abría un nuevo terreno baldío. Desde ahí se distinguían claramente las ventanas de los Popinga y, justo a la izquierda, un faro blanco situado al otro lado de la ciudad.

—¿Es un faro de luz giratoria? —preguntó Maigret.

—Sí.

—De modo que, por la noche, debe de iluminar un trecho de camino.

—Sí —repitió ella con una risita, como si eso le hubiera recordado algo divertido.

—¡Poco propicio para los enamorados! —concluyó él.

Ella lo abandonó antes de llegar a la casa de los Popinga con el pretexto de que iba a tomar un camino más corto, pero probablemente lo hizo para que no la vieran con él.

Maigret no se paró. La casa era moderna, de ladrillo, con un pequeño jardín delantero, un huerto detrás, una avenida a la derecha y terreno libre a la izquierda.

Prefirió alcanzar la ciudad, que quedaba a unos quinientos metros. Llegó así a la esclusa que separaba el canal del puerto. En la dársena había barcos de cien a trescientas toneladas, amarrados uno junto a otro, con los mástiles erguidos y formando todo un mundo flotante.

A la izquierda vio el Hotel Van Hasselt y entró.

Una sala oscura, con revestimiento de madera barnizada, en la que flotaba un olor a cerveza, ginebra y cera. Un gran billar. Una mesa con barras de cobre cubiertas de periódicos.

En un rincón, un hombre se levantó en cuanto Maigret apareció y se dirigió hacia él.

—¿Usted es el hombre que ha enviado la policía francesa?

Era alto, delgado, huesudo, con una cara alargada de rasgos muy perfilados, con gafas de concha y cabello cortado a cepillo.

—Y usted debe de ser el profesor Duclos —contestó Maigret.

No se lo había imaginado tan joven. Duclos podía tener de treinta y cinco a treinta y ocho años. Pero algo en él sorprendió a Maigret.

—¿Es usted de Nancy?

—El caso es que en la Universidad de Nancy ocupo una cátedra de sociología.

—¡Pero usted no ha nacido en Francia!

El encuentro se iniciaba con una escaramuza.

—En la Suiza francesa. Estoy nacionalizado francés. He hecho todos mis estudios en París y en Montpellier.

—¿Y es usted protestante?

—¿En qué lo ve usted?

¡En nada y en todo! Duclos pertenecía a una clase de hombres que el comisario conocía bien: hombres de ciencia. El estudio por el estudio. La idea por la idea. Cierta austeridad en las actitudes y en el comportamiento, al tiempo que una propensión a las relaciones internacionales. La pasión por las conferencias, por los congresos y por el carteo con corresponsales extranjeros.

Era bastante nervioso, si esta palabra puede aplicarse a un hombre cuyos rasgos no debían de alterarse jamás. En su mesa había una botella de agua mineral, dos gruesos libros y papeles esparcidos.

—No veo al agente encargado de vigilarlo.

—Le di mi palabra de honor de que no me movería de aquí. Tenga en cuenta que me esperan las sociedades literarias y científicas de Emden, de Hamburgo y de Bremen. Debía dar mi conferencia en esas tres ciudades antes de…

Apareció una mujer rubia y gorda, la dueña del hotel, y Jean Duclos le explicó en holandés quién era el visitante.

—Sólo pedí que me mandaran un policía por si acaso. En realidad, confío en aclarar yo mismo el misterio.

—¿Quiere usted decirme lo que sabe? —Y Maigret, dejándose caer en una silla, pidió—: ¡Un Bols! En vaso grande.

—Aquí tiene, en primer lugar, los planos hechos a escala. Puedo entregarle una copia. El primero representa la planta baja de la casa de los Popinga: un pasillo a la izquierda; a la derecha, el salón, y después el comedor; al fondo, la cocina; detrás, el cobertizo donde Popinga solía guardar su bote y las bicicletas.

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