Crimen en Holanda (7 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

—¡A su salud! —dijo Maigret, que seguía las idas y venidas de los cerveceros de cuello de toro.

—Prosigo. Añadiré que, si yo no he cometido ese crimen, y si de todos modos hay que suponer que lo cometió alguien que se hallaba en la casa, puedo deducir que toda la familia es culpable. ¡No se sobresalte! Fíjese en este plano y, sobre todo, intente comprender las consideraciones psicológicas que voy a desarrollar.

Esta vez Maigret no pudo evitar sonreír al ver la actitud condescendiente y despectiva del profesor.

—Usted habrá oído sin duda que la señora Popinga, de soltera Van Elst, pertenece a la rama más severa de la Iglesia protestante. Su padre, en Amsterdam, tiene fama de ser un feroz conservador. Y su hermana Any, a los veinticinco años, ya se mete en política y sostiene las mismas ideas…

»Usted sólo lleva aquí un día, y hay muchas costumbres morales que todavía no conoce. Por ejemplo, ¿sabe que un profesor de la Escuela Naval se ganaría una severa reprimenda de sus superiores si lo vieran entrar en un café como éste? Uno de ellos fue expulsado sólo porque se obstinaba en recibir un diario que tiene fama de avanzado. Yo vi a Popinga una única noche. Y esa noche me bastó, sobre todo después de haber oído hablar de él. Usted lo llamaría un buen chico. E incluso un chico excelente. Cara sonrosada, ojos claros, alegres… El caso es que había viajado como marino y, a su regreso, se puso una especie de uniforme de austeridad. Pero el uniforme estallaba por todas las costuras. ¿Lo entiende? Si, ya sé que a usted eso le hace sonreír. Una sonrisa de francés.

»Hace quince días se celebró la reunión semanal del club al que pertenecía. Los holandeses que no van al café se reúnen, con el pretexto del club, en una sala reservada para ellos, y juegan al billar, o a los bolos. Pues bien, hace quince días Popinga, a las once de la noche, estaba borracho. Aquella misma semana, la asociación benéfica que preside su mujer efectuaba una colecta para comprar ropa a los indígenas de las islas oceánicas. Y se oyó a Popinga afirmar, con las mejillas coloradas y los ojos brillantes: "Qué tontería. ¡Están muy bien completamente desnudos! En lugar de comprarles ropa, mejor haríamos en imitarlos". ¡Naturalmente, usted se sonríe! ¡Y eso no es nada! Sin embargo, el escándalo todavía dura, y si los funerales de Popinga se celebran en Delfzijl, habrá personas que dejarán de acudir a ellos. Sólo le he contado un detalle entre cien, entre mil. ¡Por todas las costuras, como ya le he dicho, estallaba el caparazón de respetabilidad de Popinga! Intente medir la importancia del hecho de emborracharse aquí. Hay alumnos que lo encontraron en ese estado. ¡Tal vez por eso lo adoraban!

»Ahora reconstruya la atmósfera de su casa, a orillas del Amsterdiep. Acuérdese de la señora Popinga, y de Any. Mire por la ventana. Se ve el final de la ciudad por ambas partes. Es pequeña, todo el mundo se conoce. Un escándalo no tarda ni una hora en estar en boca de todos los habitantes. Y se rumorea de cualquier cosa, hasta de las relaciones de Popinga con ése a quien llaman «el Baes» y que, todo hay que decirlo, es una especie de pirata. Fueron a pescar el cazón juntos. El profesor bebía ginebra a bordo del barco de Oosting. No, no le pido que saque conclusiones apresuradas. Sólo le repito, y retenga bien la frase, que si el crimen ha sido cometido por alguien de la casa, toda la casa es culpable.

»Queda esa cabeza loca, Beetje, a la que Popinga siempre acompañaba. ¿Quiere usted otro rasgo de su carácter? Beetje es la única que se baña todos los días no en un traje de baño con falda, como todas las damas de aquí, sino en un ceñido bañador. ¡Y, para colmo, rojo!

»Bien, ahora le dejo continuar su investigación. He intentado facilitarle algunos detalles que la policía suele descuidar. En cuanto a Cornelius Barens, para mí forma parte de la familia, del bando de las mujeres. Por una parte, si le parece, están la señora Popinga, su hermana Any y Cornelius. Por la otra, Beetje, Oosting y Popinga. Si ha comprendido bien lo que le he dicho, es posible que llegue a resolver el caso.

—¡Una pregunta! —dijo gravemente Maigret.

—Lo escucho.

—¿Usted también es protestante?

—Pertenezco a la Iglesia reformada, sin pertenecer a la misma Iglesia.

—¿En qué bando se coloca usted?

—¡A mí no me gustaba Popinga!

—¿Hasta el punto de…?

—¡Repruebo el crimen, sea cual sea!

—¿No lo vio escuchar jazz y bailar mientras usted hablaba con las señoras?

—Un rasgo de su carácter que todavía no había pensado comunicarle.

Maigret, magnífico en su actitud seria, casi solemne, se levantó.

—En suma, ¿a quién me aconseja usted que haga arrestar?

El profesor Duclos se sobresaltó.

—No he hablado de arrestos. Le he dado algunas directrices generales en el terreno de la idea pura, por llamarlo de algún modo.

—¡Evidentemente! Pero ¿y si estuviera en mi lugar?

—¡No pertenezco a la policía! Persigo la verdad por la verdad, y el hecho de que yo mismo sea sospechoso no me influirá a la hora de juzgar.

—¿Hasta el punto de que tal vez no haya que detener a nadie?

—Yo no he dicho eso. Yo…

—¡Muchas gracias! —concluyó Maigret tendiéndole la mano.

E hizo sonar una moneda contra el cristal de su vaso para avisar a la dueña. Duclos lo miró de reojo.

—Aquí debe evitar hacer eso —murmuró—. Al menos si quiere pasar por un caballero.

Cerraban la trampilla por donde habían bajado los barriles de cerveza a la bodega. El comisario pagó y dirigió una última mirada a los planos.

—Así pues, o usted, o toda la familia.

—Yo no he dicho eso. Escuche…

Pero Maigret ya estaba en la puerta. De espaldas, dejó que sus facciones se relajaran y, si bien no reía a carcajadas, al menos mostraba una sonrisa satisfecha.

En el exterior, el sol, un suave calor y la quietud bañaban la atmósfera. El hojalatero estaba en el umbral de su puerta. El pequeño judío que vendía material para barcos contaba sus anclas y las marcaba con un trazo de pintura roja.

La grúa seguía descargando carbón. Los schippers izaban cada uno su vela, no para zarpar, sino para que se secara la lona. Y éstas, en la maraña de mástiles, eran como grandes colgaduras, blancas u oscuras, balanceándose suavemente.

Oosting fumaba su corta pipa de barro en la popa de su barco. Algunas Ratas del Muelle discutían con calma.

Pero si uno se volvía hacia la ciudad, veía las casas de los burgueses, bien pintadas, con los cristales limpios, las cortinas inmaculadas y plantas carnosas en todas las ventanas. Más allá de esas ventanas, una sombra impenetrable.

A la luz de la conversación con Jean Duclos, ¿no adquiría ese espectáculo un sentido nuevo?

De un lado, el puerto, los hombres en zuecos, los barcos, las velas, el olor a alquitrán y agua salada.

Del otro, esas casas bien cerradas, con muebles encerados y tapicerías oscuras, en las que se hablaba durante quince días acerca de un profesor de la Escuela Naval que había bebido una o dos copas de más.

Un mismo cielo, de una limpidez de ensueño. Pero ¡qué frontera entre ambos mundos!

Entonces Maigret se imaginó a Popinga, al que jamás había visto, ni siquiera muerto, pero que tenía una cara muy simpática, sonrosada, que delataba sus grandes apetitos.

Y se lo imaginaba a este lado de la frontera, contemplando el barco de Oosting; el «cinco palos» cuya tripulación había pirateado en todos los puertos de Sudamérica; los paquebotes holandeses al encuentro de los cuales, en China, llegaban unos juncos llenos de mujeres menudas y bonitas como muñecas.

Tenía que resignarse a navegar en un bote inglés perfectamente barnizado, adornado con cobres relucientes, sobre las aguas lisas del Amsterdiep, donde había que deslizarse entre los troncos de árboles venidos del norte y de los bosques ecuatoriales.

A Maigret le pareció que «el Baes» lo miraba de una manera especial, como si quisiera acercarse a él y hablarle. Pero era imposible. ¡No podían intercambiar dos palabras!

Oosting lo sabía; permanecía inmóvil y se limitaba a fumar un poquito más aprisa, a la vez que sus párpados se entornaban a causa del sol.

Cornelius Barens, a esa misma hora, estaba sentado en los bancos de la escuela y asistía a alguna clase de trigonometría o de astronomía. Aún debía de estar muy pálido.

El comisario se disponía a sentarse sobre una bita de amarre de bronce cuando descubrió al inspector Pijpekamp, que se le acercaba con la mano tendida.

—¿Ha descubierto algo esta mañana, a bordo del barco?

—Todavía no. Era una formalidad.

—¿Sospecha de Oosting?

—Bueno, su gorra apareció en casa de Popinga.

—¡Y el cigarro!

—No. «El Baes» fuma solamente Brasil, y aquél era un Manila.

—¿Hasta el punto de…?

Pijpekamp lo llevó un poco más lejos, para no permanecer bajo la mirada del dueño de la isla de Workum.

—La brújula perteneció a un barco de Helsingfors. Los salvavidas proceden de un carbonero inglés, y el resto, igual.

—¿Robados?

—No. ¡Siempre lo mismo! Cuando un buque de carga llega a un puerto, siempre hay alguien, un mecánico, un tercer oficial, un marinero, a veces el capitán, que quiere revender algo, ¿me entiende? Luego le cuentan a la compañía que los salvavidas fueron arrancados por un golpe de mar, que la brújula ya no funcionaba… Hasta las luces de posición. Todo, ¡a veces hasta un bote!

—Entonces, eso no demuestra nada.

—¡Nada! El judío, cuya tienda ve ahí, vive exclusivamente de ese tráfico.

—Entonces, ¿su investigación…?

El inspector desvió la cabeza con preocupación.

—Ya le he dicho que Beetje Liewens no regresó inmediatamente. Volvió sobre sus pasos… ¿Es correcto? ¿Se dice así en francés?

—¡Claro que sí! ¡Siga!

—Puede que ella no disparara.

—¡Ah!

Decididamente, el inspector no se sentía tranquilo. Sintió la necesidad de bajar la voz, de llevar a Maigret a una parte del muelle completamente desierta para continuar.

—Está lo del montón de madera. ¿Lo ha visto en el astillero? El
timmerman
… ustedes lo llaman el carpintero de ribera, sí. El carpintero pretende que vio allí de noche a Beetje y al señor Popinga. Como lo oye. A los dos.

—¡Instalados a la sombra del montón de madera!

—Sí. Y pienso…

—¿Usted piensa…?

—Podría haber dos personas más implicadas. Por ejemplo, el joven de la Escuela Naval, Cornelius Barens. Quería casarse con Beetje. Y encontraron una fotografía de la chica en su baúl.

—¿De veras?

—La segunda podría ser el señor Liewens, el padre de Beetje. Es un hombre muy importante, cría vacas para la exportación. Las envía incluso a Australia. Es viudo y no tiene más hijos.

—¿Habría podido matar a Popinga?

El inspector se sentía tan violento que a Maigret casi le dio lástima. Se notaba lo penoso que le resultaba acusar a un hombre importante, que criaba vacas para exportarlas luego a Australia.

—Todo eso en el caso de que los hubiera visto, ¿verdad?

Maigret era despiadado.

—Hubiera visto ¿qué?

—Al lado del montón de madera, a Beetje y al profesor.

—¡Ah, sí!

—Eso es completamente confidencial.

—¡Pues claro! Pero ¿y Barens?

—Quizá también los vio. Quizá se sintió celoso. Sin embargo, llegó a la escuela cinco minutos después del crimen. No se entiende muy bien.

—En resumen —dijo el comisario con la misma seriedad que cuando hablaba con Jean Duclos—, usted sospecha del padre de Beetje y de su enamorado, Cornelius.

Incómodo silencio.

—Sospecha también de Oosting, porque su gorra fue encontrada en la bañera.

Pijpekamp tuvo un gesto de desánimo.

—Y finalmente, claro está, del hombre que dejó en el comedor un cigarro de tabaco de Manila. ¿Cuántos vendedores de tabaco hay en Delfzijl?

—Quince.

—Eso no facilita las cosas. Finalmente, sospecha del profesor Duclos.

—Llevaba el revólver en su mano. No puedo permitir que se vaya, ¿me entiende?

—¡Sí, le entiendo!

Recorrieron unos cincuenta metros sin decir palabra.

—¿Qué piensa usted? —murmuró finalmente el policía de Groninga.

—¡Ahí está la cuestión! ¡Y también la diferencia entre nosotros dos! ¡Usted, usted piensa algo! ¡Piensa incluso montones de cosas! Mientras que yo, en fin, creo que todavía no pienso nada. —Y de repente le preguntó—: ¿Beetje Liewens conocía al «Baes»?

—No lo sé. Creo que no.

—¿Cornelius lo conocía?

Pijpekamp se pasó la mano por la frente.

—Puede que sí, puede que no. ¡Más bien no! Pero trataré de averiguarlo.

—¡Eso es! Procure saber si tenían algún tipo de relaciones antes del crimen.

—¿Usted cree…?

—¡Yo no creo nada en absoluto! Una pregunta más: ¿hay una radio en la isla de Workum?

—Lo ignoro.

—Hay que averiguarlo.

Resultaba imposible decir cómo había ocurrido, pero existía ahora una especie de jerarquía entre Maigret y su compañero, y éste lo miraba prácticamente como miraría a un superior.

—¡Estudie esos dos puntos! Yo tengo que hacer una visita.

Pijpekamp era demasiado educado para preguntar nada con respecto a esa visita, pero sus ojos estaban llenos de interrogantes.

—¡A la señorita Beetje Liewens! —concluyó Maigret—. ¿Cuál es el camino más corto?

—El que va paralelo al Amsterdiep.

El barco del práctico de Delfzijl, un hermoso vapor de quinientas toneladas, describió una curva en el Ems antes de entrar en el puerto. Y «el Baes» recorría a pasos lentos, pero pesados y contenidos, la cubierta de su barco, a cien metros de las Ratas del Muelle, amodorrados por el sol.

Las cartas

Fue una casualidad que Maigret no siguiera el curso del Amsterdiep, sino que tomara el camino que cruzaba las tierras.

La granja, bajo el sol de las once de la mañana, le recordó sus primeros pasos por suelo holandés, a la joven con las botas relucientes en el establo moderno, el salón burgués y la tetera con su funda.

Reinaba la misma calma. Muy lejos, casi en el límite del infinito horizonte, una gran vela colorada que flotaba encima de los prados hacía pensar en algún buque fantasma bogando en un océano de césped.

Al igual que la primera vez, apareció el perro, en esta ocasión ladrando. Pasaron cinco largos minutos antes de que la puerta de la casa se entreabriera, pero apenas unos pocos centímetros, los justos para dejar adivinar el rostro con manchas coloradas y el delantal a cuadros de la sirvienta.

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