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Llevaba días lloviendo sin parar, la bruma se posaba por la noche sobre los tejados de las casas bajas, e incluso el ganado parecía haberse vuelto desabrido. Los lugareños discutían sobre el caso y dejaron de saludar a Nordeck cuando se cruzaban con él.
A los cinco días de la detención de Philipp, el portavoz de la fiscalía ordenó la difusión de una foto de Sabine y la publicación en los periódicos de un anuncio de búsqueda. Al día siguiente, alguien pintarrajeó en rojo la palabra ASESINO en la puerta de la casa solariega.
Philipp estaba en la cárcel. Los tres primeros días apenas habló, y lo poco que decía era incomprensible. Al cuarto día volvió en sí. Los policías lo interrogaron; Philipp colaboró y respondió a todas las preguntas. Sólo cuando sacaron a colación el tema de las ovejas agachó la cabeza y guardó silencio. Los agentes, por supuesto, estaban más interesados en Sabine, pero Philipp sostenía una y otra vez que la había dejado en la estación. Antes de eso, dijo, habían ido a la choza del malecón y habían hablado.
—Como amigos —añadió.
Dijo que quizá fue entonces cuando ella perdió el teléfono y la diadema. Que él no le había hecho nada. No lograron sacarle nada más. Se negó a hablar con el psiquiatra.
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El fiscal Krauther llevaba las diligencias. Por aquellos días dormía tan mal que, durante el desayuno, su mujer le dijo que por las noches le rechinaban los dientes. Su problema era que, en realidad, hasta ese momento no había ocurrido nada. Philipp von Nordeck había matado algunas ovejas, pero eso no era más que daños materiales y una violación de la Ley de Protección de Animales. No había perjuicios económicos, su padre se había encargado de pagar las ovejas y ningún granjero había presentado una denuncia. Cierto que Sabine no había llegado a casa de su amiga en Múnich.
—Pero es una chica joven, y que no haya dado señales de vida puede obedecer a cientos de razones sin importancia —le dijo Krauther a su mujer.
La caja de puros no bastaba para concluir que Philipp había matado a la chica, aun cuando el juez de instrucción hubiera accedido a su petición de prisión provisional y la mantuviera hasta entonces. Krauther se sentía incómodo.
Como en el campo no había muchos casos que suscitaran esa clase de cuestiones, el reconocimiento médico de Philipp fue al menos rápido. No se encontraron malformaciones cerebrales, ninguna enfermedad del sistema nervioso central, tampoco ninguna alteración cromosómica. «Pero es evidente que está como una cabra», pensaba Krauther.
Habían transcurrido seis días desde la detención cuando me reuní por primera vez con el fiscal; la vista para la revisión de la orden de prisión provisional estaba programada para el día siguiente. Krauther tenía aspecto cansado, pero parecía contento de poder compartir sus quebraderos de cabeza con alguien.
—Según Rasch —dijo—, las perversiones tienden a ir a más. Si hasta el momento sus víctimas eran sólo ovejas, ¿no podría ser que ahora fueran también personas?
Hasta el final de sus días, Wilfried Rasch fue considerado el decano de la psiquiatría forense. La idea de que las perversiones se agudizan con el tiempo es una de sus teorías científicas. Sin embargo, después de todo lo que hasta ese momento sabíamos de los actos de Philipp, me parecía improbable que se tratara de una perversión.
Antes de la conversación con Krauther, había hablado con el veterinario que, por orden de Nordeck, se había encargado de destruir los cadáveres de los animales. La policía tenía cosas mejores que hacer que interrogar a ese hombre, o quizá es que a nadie se le había ocurrido. El veterinario era un observador atento, y los episodios le habían parecido tan singulares que había redactado un breve informe sobre cada una de las ovejas muertas. Hice llegar esas anotaciones a la fiscalía, que les echó una ojeada. Cada oveja presentaba dieciocho puñaladas. Krauther me miró. También la agente de policía había mencionado que Philipp no hacía más que pronunciar la palabra «dieciocho». Podía ser, pues, que la cosa tuviera que ver con ese número.
Dije que no creía que Philipp sufriera un trastorno de la sexualidad. El médico forense había analizado la última oveja y no había encontrado indicio alguno de que a Philipp le excitara matar animales. No se halló esperma, ni indicios de que hubiera penetrado a la oveja.
—No creo que Philipp sea un pervertido —dije.
—Entonces, ¿qué es?
—Probablemente sea esquizofrénico.
—¿Esquizofrénico?
—Sí, tiene miedo de algo.
—Es posible. Pero no quiere hablar con el psiquiatra.
—No está obligado —repliqué—. Es muy sencillo, señor Krauther. No tiene usted nada. No tiene ningún cadáver, no tiene prueba de delito alguno. Por no tener, ni siquiera tiene indicios. Usted ha mandado encerrar a Philipp von Nordeck por haber matado unas ovejas. Pero la orden de prisión se ha dictado por el asesinato de Sabine Gericke. Es absurdo. Si está en la cárcel es sólo porque usted tiene un mal presentimiento.
Krauther sabía que yo tenía razón. Y yo sabía que lo sabía. A veces es más fácil ser abogado defensor que fiscal. Mi cometido era actuar con parcialidad y ponerme del lado de mi cliente. Krauther debía obrar con neutralidad. Pero no podía.
—Ojalá aparezca la chica —dijo.
Krauther estaba sentado de espaldas a la ventana. La lluvia azotaba los cristales y resbalaba por ellos formando anchos regueros. Se volvió en su silla giratoria y siguió mi mirada hacia fuera, hacia el cielo gris. Estuvimos cerca de cinco minutos así, viendo caer la lluvia; ninguno de los dos abrió la boca.
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Pasé la noche en casa de los Nordeck; habían transcurrido diecinueve años desde la última vez que había dormido allí, cuando el bautizo de Philipp. Mientras cenábamos, rompieron una ventana de una pedrada. Nordeck dijo que era la quinta vez en lo que iba de semana, que no tenía sentido llamar a la policía. Pero que era mejor que metiera el coche en uno de los graneros del patio, que si no a la mañana siguiente me encontraría con los neumáticos rajados.
Hacia medianoche, cuando ya me había acostado, entró en mi habitación Viktoria, la hermana de Philipp. Tenía cinco años y llevaba un pijama muy colorido.
—¿Puedes hacer que Philipp vuelva a casa? —preguntó.
Me levanté, me la subí a hombros y la llevé de nuevo a su cama. Las puertas eran suficientemente altas como para que no chocara la cabeza, una de las pocas ventajas de una casa antigua. Me senté en su cama y la arrebujé.
—¿Has tenido alguna vez un resfriado? —le pregunté.
—Sí.
—Bien, pues Philipp tiene una especie de resfriado en la cabeza. Está enfermito y tiene que curarse.
—¿Y cómo estornuda en la cabeza?
Estaba claro que la comparación no era particularmente afortunada.
—No se puede estornudar en la cabeza. Lo que pasa es que Philipp está confuso. Quizá un poco como tú cuando tienes pesadillas.
—Pero cuando me despierto todo vuelve a estar bien.
—Exacto. Philipp tiene que despertarse por completo.
—¿Lo traerás de nuevo a casa?
—No lo sé —dije—. Voy a intentarlo.
—Nadine ha dicho que Philipp hizo algo malo.
—¿Quién es Nadine?
—Nadine es mi mejor amiga.
—Philipp no es malo, Viktoria. Y ahora a dormir.
Viktoria no quería dormir. No le convencía que yo supiera tan poco. Se preocupaba por su hermano. Luego me pidió que le contara un cuento. Tuve que inventar uno en que no aparecieran ni ovejas ni enfermedades. Cuando se hubo dormido, fui a buscar el sumario y el portátil, y trabajé en su habitación hasta la madrugada. Se despertó dos veces más, se incorporó en la cama y luego siguió durmiendo. Sobre las seis, cogí un par de botas de goma que había en el vestíbulo y salí al patio a fumar un cigarrillo. Hacía frío y el ambiente estaba húmedo; había pasado la noche en blanco y sólo faltaban ocho horas para la revisión de la orden de prisión.
Tampoco aquel día hubo noticias de Sabine. Ya llevaba una semana desaparecida. El fiscal Krauther solicitó una prórroga de la prisión provisional.
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Las audiencias de revisión de las medidas cautelares suelen ser desagradables. La ley exige que se acrediten motivos fundados suficientes para atribuir razonablemente la responsabilidad penal del delito a la persona contra quien se haya de dictar el auto de prisión. Suena claro e inequívoco, pero en la realidad es muy difícil lidiar con ello. A menudo, a estas alturas acaban de iniciarse las investigaciones, el procedimiento no ha hecho más que empezar y la mayor parte de los hechos siguen sin aclarar. El juez no puede actuar a la ligera, debe pronunciarse sobre la privación de libertad de una persona que quizá es inocente. Este tipo de vistas son mucho menos formales que un juicio oral, no son públicas; jueces, fiscales y abogados no llevan toga, y en la práctica consiste en una conversación seria sobre la prórroga de la prisión provisional.
El juez instructor de la causa contra Philipp von Nordeck era un hombre joven que acababa de superar el período de prueba. Estaba nervioso, no quería cometer errores. A la media hora dijo que ya había oído todos los argumentos y que emitiría su dictamen una vez hubiera consultado en el departamento administrativo competente. Eso significaba que quería agotar el plazo de catorce días para esperar nuevas diligencias. Fue insatisfactorio para ambas partes.
Cuando salí del juzgado, seguía lloviendo a cántaros.
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Sabine estaba sentada en un banco de madera en la entrecubierta del transbordador que unía Kollund y Flensburg. Venía de pasar una semana feliz y lluviosa en compañía de Lars, en esa localidad costera danesa que, aparte de tiendas de muebles y una pequeña playa, no tiene mucho que ofrecer. Lars era un joven obrero de la construcción que llevaba tatuado en la espalda el nombre de su equipo de fútbol. Sabine había ocultado a sus padres que iba a pasar la semana con él; a su padre no le gustaba el tal Lars. En casa confiaban en ella, y ella estaba convencida de que, si de ellos dependía, no iban a llamarla.
Lars la había acompañado al ferry y ahora Sabine tenía miedo. Desde el mismo momento en que había embarcado, el hombre de la chaqueta deshilachada no le quitaba el ojo de encima. Seguía mirándola a la cara, y ahora incluso se acercaba a ella. Sabine se disponía a levantarse para alejarse de allí cuando el hombre dijo:
—¿Eres Sabine Gerike?
—Pues… sí.
—Por el amor de Dios, hija, llama a tu casa. Te están buscando por todas partes. Mira aquí, en el periódico.
Poco después sonaba el teléfono en casa de los padres de Sabine, y media hora más tarde yo recibía una llamada del fiscal Krauther. Me dijo que Sabine se había escapado con su novio, que eso era todo, y que la esperaban después de mediodía. Philipp fue puesto en libertad, pero debía seguir sin falta un tratamiento psiquiátrico. De todos modos, ya lo habíamos convenido con el propio Philipp y su padre. Krauther me hizo prometer que me ocuparía de ello.
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Fui a buscar a Philipp al centro penitenciario, que parecía uno de esos castillos que los niños levantan con sus juegos de construcción. Philipp, por supuesto, estaba contento de quedar en libertad y de que Sabine estuviera sana y salva. De vuelta a casa de sus padres, le pregunté si le apetecía dar un paseo. Nos detuvimos junto a un camino vecinal. Sobre nosotros se abovedaba uno de esos cielos de los cuadros de Emil Nolde; había dejado de llover y se oía chillar a las gaviotas. Hablamos de su internado, de su afición por las motos y de la música que escuchaba por entonces. De repente, sin que viniera a cuento, me contó lo que no había querido decirle al psiquiatra:
—Veo las personas y los animales como números.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando veo un animal, tiene un número. Esa vaca, por ejemplo, es un treinta y seis. La gaviota, un veintidós. El juez era un cincuenta y uno; el fiscal, un veintitrés.
—¿Lo calculas?
—No; lo veo. Lo veo enseguida. Igual que otros ven una cara. No tengo que calcularlo, simplemente está ahí.
—¿Yo también tengo un número?
—Sí, el cinco. Un buen número.
No pudimos evitar reírnos. Era la primera vez desde que lo habían detenido. Seguimos caminando un rato más, en silencio.
—Philipp, ¿qué me dices del dieciocho?
Me miró aterrorizado.
—¿Cómo que el dieciocho?
—Es el número que mencionaste a la policía, y mataste a las ovejas con dieciocho puñaladas.
—No, eso no es verdad. Primero las maté y luego les asesté seis puñaladas en cada costado y otras seis en el lomo. También tuve que sacarles los ojos. Fue muy complicado, las primeras veces se me rompieron. —Se estremeció y luego balbució—: Tengo miedo del dieciocho. Es el diablo. Tres por seis, dieciocho. ¿Lo entiendes?
Lo miré con aire inquisitivo.
—El Apocalipsis, el Anticristo. Es el número de la bestia y del diablo —dijo poco menos que gritando.
En efecto, el 666 es un número que aparece en la Biblia, en el Apocalipsis de san Juan. Allí se lee: «En esto consiste la sabiduría. El que tenga entendimiento, calcule el número de la bestia, pues es número de un ser humano: seiscientos sesenta y seis.» La creencia popular decía que el evangelista se refería con ello al diablo.
—Si no mato a las ovejas, sus ojos quemarán la tierra. Los globos oculares son los pecados, las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal, que lo destruirán todo.
Philipp se echó a llorar como un niño, a moco tendido; le temblaba todo el cuerpo.
—Philipp, por favor, escúchame. Tienes miedo de las ovejas y de sus ojos horribles. Eso puedo entenderlo. Pero toda esta historia con el Apocalipsis de san Juan no tiene ni pies ni cabeza. Con el 666, san Juan no se refería al diablo, sino que era una alusión velada a Nerón, el emperador romano.
—¿Cómo?
—Si sumamos el valor numérico de las letras hebreas que se usan para escribir «emperador Nerón», obtenemos el 666. Eso es todo. San Juan no podía escribir el nombre del emperador, debía cifrarlo. No tiene nada que ver con el Anticristo.
Philipp seguía llorando. No serviría de nada decirle que en la Biblia no hay ningún pasaje que hable de un manzano. Philipp habitaba su propio mundo. Al cabo se tranquilizó y regresamos al coche. El aire, que la lluvia había aclarado, sabía a sal.
—Tengo otra pregunta —dije pasado un rato.