Cronopaisaje (18 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

—Sí —dijo ahora, haciendo la esperada observación—. Es una vista magnífica. ¿No le distrae?

La amplia playa de arena fina se extendía hacia La Jolla y luego se curvaba hacia fuera, rota por rocas y caletas, hasta un promontorio rodeado por palmeras. Fuera en el océano, hileras de practicantes de surf en sus trajes de goma mantenían el equilibrio sobre sus tablas como grandes pájaros marinos negros.

Kiefer se echó a reír.

—Cuando descubro que no puedo concentrarme, simplemente me pongo mi traje de goma y salgo a nadar un poco. Aclara la mente. Intento nadar un poco cada día. De hecho, ni siquiera es necesario el traje de goma estos días. El agua está bastante caliente. Pero esos jóvenes de ahí afuera consideran que está fría. —Señalo hacia los que practicaban el surf, la mayoría de los cuales se hallaba ahora de rodillas preparándose para una ola de buen tamaño—. En los viejos tiempos sí solía estar realmente fría. Antes de que instalaran esas centrales nucleares de muchos megavatios en San Onofre, ya sabe. Bueno, estoy seguro de que lo sabe. Este tipo de cosas entra dentro de su campo, ¿no? Sea como fuera, ha hecho aumentar ligeramente la temperatura del agua, a todo lo largo de esta sección de costa. Interesante. Al parecer esto ha estimulado la vida acuática. Estamos estudiando cuidadosamente los efectos, por supuesto. De hecho, éste es uno de nuestros estudios principales. Si la temperatura aumenta más, puede alterar algunos ciclos, pero por todo lo que sabemos, ha alcanzado ya su máximo. No ha habido ningún incremento en los últimos años.

Los movimientos y la forma de hablar de Kiefer se hicieron menos bruscos cuando empezó a referirse a su trabajo. Peterson calculó que debía estar rozando la cincuentena. Había arrugas alrededor de sus ojos, y su recio pelo griseaba en sus sienes, pero su aspecto era delgado y estaba en buena forma física. Poseía el aire de un asceta, pero su oficina lo traicionaba. Peterson había notado ya, con esa mezcla de envidia y desdén que a menudo sentía en América, las ostentaciones de Kiefer: el mullido pelo de la gruesa moqueta color verde oliva, la suntuosidad del sobre de madera de palisandro de su escritorio, los helechos colgantes rezumando humedad, los cuadros japoneses en las paredes, las revistas de lujo en la mesilla de café con el sobre de cerámica, y por supuesto las enormes ventanas de cristal de color con su vista sobre el Pacífico. Tuvo una momentánea visión del atestado cuchitril que era el despacho de Renfrew en Cambridge. Aparte la vista, sin embargo, Kiefer no exhibía ningún orgullo por lo que le rodeaba, ni siquiera parecía ser consciente de ello. Se sentaron, no junto a su escritorio sino en confortables sillones al lado de la mesita de café. Peterson calculó que ya había habido suficiente maniobra de intimidar-al-visitante, y que ahora era necesario un gesto de indiferencia.

—¿Le importa si fumo? —preguntó, sacando un cigarro y un encendedor de oro.

—Oh… yo… no, por supuesto. —Kiefer pareció momentáneamente turbado—. Sí, sí, puede fumar. —Se levantó y entreabrió ligeramente la gran ventana, luego se dirigió a su escritorio y habló por el intercomunicador—: ¿Carrie? ¿Nos traerá un cenicero, por favor?

—Lo siento —dijo Peterson—. Tengo la impresión de haber violado un tabú. Pensé que fumar era algo que estaba permitido en las oficinas privadas.

—Oh, lo está, lo está —le aseguró Kiefer—. Puede hacerlo tranquilamente. Se trata tan sólo de que yo no fumo, e intento desanimar a los demás a hacerlo. —Dirigió a Peterson una repentina sonrisa, torcida y desarmante—. Espero que vea usted pronto la luz. De todos modos, le quedaría agradecido si se situara a contraviento con respecto a mí, si me permite expresarlo de este modo. —Peterson juzgó que lo elaborado de la sintaxis de su frase correspondía al habitual intento americano de hablar un inglés que un británico pudiera aceptar como correcto, un efecto que quedaba anulado en cualquier caso por todo lo dicho anteriormente.

La puerta se abrió y la secretaria de Kiefer entró con un cenicero, que depositó delante de Peterson. Peterson le dio las gracias tabulando abstraídamente sus características físicas y concediéndole un buen 8 sobre 10. Se dio cuenta con un cierto placer de que tan sólo su estatus de miembro del Consejo había hecho que Kiefer le permitiera quebrantar la norma de no fumar en su oficina. Kiefer se inclinó sobre el borde de su sillón, mirándole fijamente.

—Bien… dígame cómo encontró usted la situación en Sudamérica. —Se frotó ansiosamente las manos.

Peterson exhaló una larga bocanada de humo.

—Mala. No desesperada todavía, pero muy seria. Brasil se ha convertido en los últimos años en un país dependiente de la pesca gracias a su política corta de miras de tala-y-quema de hace una o dos décadas… y esta floración afecta seriamente a la pesca.

Kiefer se inclinó aún más hacia delante, tan ansioso de detalles como cualquier charlatana ama de casa, y a partir de aquel momento Peterson se puso en automático. Reveló lo que tenía que revelar, y extrajo de Kiefer unos cuantos detalles técnicos que valía la pena recordar. Sabía más biología que física, así que hizo un mejor trabajo que con Renfrew y Markham. Kiefer se centró en la situación financiera —escasez de subvenciones, por supuesto; uno nunca oía otra cosa—, y Peterson lo guió de nuevo a asuntos más prácticos.

—Creemos que toda la cadena alimentaria puede estar amenazada —dijo Kiefer—. El fitoplancton está sucumbiendo a los hidrocarburos clorados… el tipo utilizado en fertilizantes. —Kiefer hojeó los informes—. Específicamente la manodrina.

—¿La manodrina?

—La manodrina es un hidrocarburo clorado utilizando en insecticidas. Ha abierto un nuevo nicho de vida entre las algas microscópicas. Una nueva variedad de diatomeas ha evolucionado. Utiliza una enzima que descompone la manodrina. El sílice de la diatomea excreta también un producto residual que interrumpe la transmisión de los impulsos nerviosos en los animales. Las conexiones dendríticas fallan. Pero supongo que ya habrán hablado de todo esto en la conferencia.

—Casi todo a nivel político, qué pasos deben darse para enfrentarnos a la crisis inmediata y todo eso.

—¿Qué es lo que se va a hacer al respecto?

—Van a intentar desviar recursos de los experimentos del océano índico para contener la floración, pero no sé si funcionará. Todavía no han completado sus pruebas.

Kiefer tamborileó sus dedos sobre los azulejos de la mesita de café. Bruscamente preguntó:

—¿Ha visto usted personalmente la floración?

—Volé sobre ella —respondió Peterson—. Es horrible como el pecado. El color aterra a los pueblos pesqueros.

—Creo que yo también iré a verla —murmuró Kiefer, más para sí mismo que para Peterson. Se puso en pie y empezó a caminar por la habitación—. De todos modos, ¿sabe?, no dejo de tener la sensación de que hay algo más…

—¿Sí?

—Uno de los tipos de mi laboratorio cree que está ocurriendo algo especial allí, como si en cierta forma el proceso pudiera alterarse por sí mismo. —Kiefer agitó una mano como apartando todo aquello—. Pura hipótesis, por supuesto. Le mantendré informado si algo de eso resulta.

—¿Resulta?

—Funciona, quiero decir.

—Oh. Sí, hágalo.

Peterson abandonó el Scrips más tarde de lo que había planeado. Aceptó una invitación a almorzar por parte de Kiefer a fin de mantener las cosas a un nivel amistoso, lo cual siempre era una sabia idea. A un estúpido siempre le resulta más difícil engañarte cuando ha bebido un poco y te ha contado un chiste y ha devorado un guiso en tu compañía, por muy aburrida que haya podido ser su conversación.

El coche de Peterson y su escolta de seguridad lo llevaron al centro de La Jolla para su cita en el San Diego Firts Federal Savings. Era un edificio voluminoso y cuadrado, plantado en medio de un conjunto de aburridas tiendas formando unas galerías comerciales. Pensó en comprar algo como souvenir-de-un-viaje-a-un-país-lejano, algo que había hecho bastante a menudo cuando era más joven, pero desechó la idea después de tres segundos de deliberación. Las tiendas eran del tipo lujoso semiuniversal y, pese a la caída del dólar, la libra aún estaba en peor situación. Todo aquello hubiera tenido de todos modos una importancia relativa si las tiendas hubieran sido interesantes, pero en vez de ello no ofrecían más que baratijas y lámparas adornadas y ceniceros chillones. Hizo una mueca y penetró en la entidad bancaria. El director del banco lo recibió en la misma puerta, impresionado por la visión de la escolta de seguridad. Sí, había sido avisado de la llegada del señor Peterson. Sí, habían buscado en los archivos del banco. Una vez en el interior de la oficina del director, Peterson preguntó bruscamente:

—¿Y bien?

—Oh, señor, fue una sorpresa para nosotros, déjeme decírselo —dijo seriamente el delgado hombrecillo—. Una caja de seguridad depositada hace décadas, con el alquiler pagado por anticipado para mucho tiempo. No es una situación típica.

—Por supuesto que no.

—Yo… ¿Me han dicho que usted no tenía la llave? —El hombre esperaba obviamente que Peterson la tuviera, sin embargo, evitándole así un montón de explicaciones posteriores con sus superiores.

—Correcto, no la tengo. ¿Pero no ha comprobado usted que la caja estaba registrada a mi nombre?

—Sí, lo comprobamos. Pero no comprendo…

—Digamos simplemente que se trata de un asunto de… esto… seguridad nacional.

—Sin embargo, aunque se trate del propietario, sin una llave…

—Seguridad nacional. El tiempo es importante en este asunto. Supongo que me comprende usted. —Peterson le ofreció al hombre su sonrisa más distante.

—Bueno, el subsecretario me explicó parte de ello por teléfono, y he consultado con mi inmediato superior, pero…

—Bueno, entonces permítame decirle que me alegro de que las cosas hayan ido tan rápido. Le felicito por su eficiencia. Siempre es bueno comprobar que queda aún gente eficaz.

—Bueno, nosotros…

—Ahora me gustaría echarle una rápida mirada —dijo Peterson, con un asomo de firmeza en su voz.

—Bueno, esto, sí… Por aquí, por favor…

Se dedicaron a un absurdo ritual de firmas y de hacer constar la hora exacta y de cruzar zumbantes puertas. La enorme bóveda acorazada fue abierta para revelar una resplandeciente pared llena de hileras de cajas. El director rebuscó las llaves apropiadas en el bolsillo de su chaleco. Encontró la caja que buscaban y la sacó de su alojamiento. Hubo un momento de vacilación antes de entregarla.

—Gracias, sí —murmuró educadamente Peterson, y se dirigió directamente a la pequeña habitación adjunta en busca de intimidad.

Había tenido él esta idea, y le gustaba. Si lo que Markham decía era cierto, resultaba posible entrar en contacto con alguien en el pasado y cambiar el presente. Pero la forma exacta en que esta acción afectaría al presente era algo que no estaba claro. Puesto que el pasado visto desde el hoy podía muy bien ser el que Renfrew había creado, de modo que ¿cómo era posible distinguirlo de algún otro pasado que nunca llegó a producirse? La misma forma de considerar el asunto era un error, decía Markham, puesto que una vez pasabas un haz de taquiones entre dos tiempos estos dos tiempos quedaban enlazados para siempre, un lazo cerrado. Pero para Peterson lo esencial era saber si de hecho este lazo se había producido. En los experimentos idealizados de Markham, con oscilantes interruptores de la luz y palancas yendo hacia delante y hacia atrás entre dos posiciones y todo lo demás, el asunto en su totalidad parecía confuso. De modo que Peterson había propuesto una comprobación. De acuerdo, había que enviar antes que nada los datos preliminares acerca de los océanos y todo eso. Pero al mismo tiempo uno podía pedirle al pasado que dejara constancia de alguna señal, como un mojón en la carretera del tiempo. Un comprobante inconfundible de que las señales habían sido recibidas… eso bastaría para convencer a Peterson de que esas ideas no eran tonterías. Así que dos días antes de abandonar Londres llamó a Renfrew y le dijo que enviara un mensaje científico. Markham tenía una lista de los grupos experimentales que podían recibir concebiblemente un mensaje de taquiones en sus aparatos de resonancia magnética nuclear. Fue enviado un mensaje a cada uno de esos sitios: Nueva York, La Jolla, Moscú. A cada uno de ellos se le pidió que contrataran una caja de seguridad claramente etiquetada a nombre de Peterson con una nota en su interior. Eso debería ser suficiente.

Peterson no podía alcanzar Moscú sin explicarle a sir Martin por qué deseaba ir allí. Nueva York estaba fuera de cuestión temporalmente, debido a los terroristas. Esto dejaba La Jolla.

Peterson sintió que su pulso se aceleraba mientras tomaba la caja de segundad y soltaba su cierre con un clic. Cuando la tapa de la caja se corrió hacia atrás, vio solamente una hoja de papel doblada en tres. La tomó y alisó cuidadosamente los dobleces. Crujieron debido al tiempo.

MENSAJE RECIBIDO LA JOLLA.

Eso era todo. Era suficiente. Instantáneamente Peterson sintió dos emociones conflictivas: exaltación, y una repentina decepción por no haber pedido más. ¿Quién había escrito la nota? ¿Qué más habían recibido? Se dio cuenta desconsoladamente de que había supuesto que el tipo que recibiera la señal obedecería las instrucciones pero al mismo tiempo contaría cómo la había recibido, qué creía que significaba, o al menos quién demonios era él.

Pero no, pensó, sentándose. Aquello era suficiente. Aquello probaba que todo el colosal asunto era cierto. Increíble, pero cierto. Las implicaciones más allá de aquello no quedaban claras, por supuesto… pero al menos existía aquella certeza.

Y, pensó con un asomo de orgullo, había sido él quien había pensado en ello. Por un momento se preguntó si era aquello lo que significaba ser un científico, hacer un descubrimiento, ver el mundo abriéndose ante uno aunque fuera tan sólo por un instante.

Luego el director del banco llamó vacilante a la puerta, el momento mágico se rompió, y Peterson se metió en el bolsillo la amarillenta hoja de papel.

En el Valencia Hotel tomó una suite que dominaba la ensenada. El parque de abajo estaba siendo corroído por las avanzantes olas, como demostraban algunos senderos que terminaban bruscamente en el agua. A todo lo largo de la costa las olas habían ido comiéndose el terreno. Porciones de tierra colgaban por encima de las olas, a punto de desmoronarse. A nadie parecía importarle.

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