Cronopaisaje (15 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

—Sí, el carbón es el combustible a largo plazo para la vieja Inglaterra —murmuró Peterson, aparentemente más para sí mismo que para Markham—. Resulta muy voluminoso, sin embargo.

—¿Cuándo estudió usted aquí?

—En los años setenta. No he vuelto muy a menudo después.

—¿Han cambiado mucho las cosas?

Peterson sonrió reminiscentemente.

—Me atrevería a decir que mis habitaciones no habrán cambiado demasiado. Una vista pintoresca del río, y todas mis ropas enmoheciendo por la humedad… —Apartó de sí su ensoñación—. Voy a tener que regresar pronto a Londres.

Se abrieron camino a codazos entre los estudiantes que ocupaban el bar, hacia la puerta, y salieron a la calle. El sol de junio era demasiado brillante tras el penumbroso interior del local. Se detuvieron por un momento, parpadeando, en la estrecha acera. Los peatones bajaban a la calzada para pasar por su lado, y los ciclistas los esquivaban haciendo sonar sus timbres. Giraron hacia la izquierda y caminaron en dirección al King's Parade. En la esquina opuesta a la iglesia, hicieron una pausa para mirar el escaparate de la librería Bowes & Bowes.

—¿Le importa si entro un momento? —preguntó Peterson—. Hay algo a lo que quiero echarle un vistazo.

—Por supuesto. Yo entraré también. Soy un animal de librería, nunca paso ante ninguna sin entrar.

La Bowes & Bowes estaba casi tan atestada como el Whim cuando habían entrado en él, pero las voces eran más bajas. Rodearon cuidadosamente los grupos de estudiantes con togas negras y las pirámides de libros exhibidos. Peterson se dirigió hacia una de las mesas más discretas hacia el final de la tienda.

—¿Ha visto usted esto? —preguntó, tomando un libro y tendiéndoselo a Markham.

—¿El libro de Holdren? No, aún no lo he leído, aunque he hablado con su autor. ¿Es bueno? —Markham observó el título, impreso en rojo sobre una portada negra: La geografía de la calamidad: geopolítica del retroceso humano, por John Holdren. En la esquina inferior derecha había una reproducción de un grabado medieval mostrando a un sonriente esqueleto con una guadaña. Lo hojeó, hizo una pausa, empezó a leer—. Mire esto —dijo, tendiéndole el libro a Peterson.

Peterson posó sus ojos en el cuadro y asintió.

PERIODO (LUGAR) >> MUERTES ATRIBUIBLES (ESTIMADAS)

1984-96 (Java, Malawi, Filipinas, Congo, India) >> 8.750.000

1986 (Colombia, Ecuador, Honduras) >> 2.300.000

1987 (República Dominicana) >> 1.600.000

1987-presente (Egipto, Pakistán) >> 3.700.000

1989-presente (Sudeste de Asia en general) >> 68.000.000

1990-presente >> 1.600.000

1991-presente >> 750.000

1991-presente >> 3.800.000

1993-presente >> 113.500.000

Markham silbó suavemente. —¿Son exactas estas cifras?

—Oh, sí. En todo caso subestimadas.

Peterson se dirigió hacia la puerta de atrás de la tienda. Una chica estaba perchada en un taburete alto, añadiendo una columna de cifras a un autocontador. Su largo cabello le caía hacia delante, ocultando su rostro. Peterson la estudió de reojo mientras fingía rebuscar entre los libros que tenía ante él. Unas hermosas piernas. Bien vestida, en ese estilo rizado campesino que él detestaba. Un pañuelo Liberty azul artísticamente anudado en torno a su cuello. Delgada, aunque no por muchos años más, probablemente. Aparentaba unos diecinueve años. Como si se diera cuenta de que la estaban mirando, dirigió la vista directamente hacia él. Él siguió mirándola. Sí, diecinueve años, muy hermosa, y plenamente consciente de ello también. Bajó del taburete y, sujetando defensivamente un fajo de papeles contra su pecho, se dirigió a él.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—No lo sé —dijo él con una ligera sonrisa—. Quizás. En todo caso, se lo haré saber. Ella aceptó aquello como una insinuación directa y respondió con una rutina que probablemente, reflexionó Peterson, era infalible con los muchachos de allí. Se dio la vuelta y se alejó y, mirando por encima de su hombro, le dijo con voz ronca:

—Sí, hágamelo saber. —Le dirigió una larga mirada bajo sus aleteantes pestañas, luego sonrió descaradamente y se dirigió hacia la parte delantera de la tienda.

Se sintió divertido. Al principio, había creído realmente que ella se estaba tomando en serio su rutina de coquetería, lo cual hubiera sido ridículo si ella no fuera tan hermosa. Pero su sonrisa demostraba que estaba representando. Peterson se sintió repentinamente de buen humor, y casi inmediatamente divisó el libro que había estado buscando.

Lo tomó y buscó a Markham. La chica estaba con otras dos compañeras, dándole la espalda. Las otras estaban riendo y mirándole. Evidentemente les habían dicho que estaba mirándolas, porque se volvió para echarle una ojeada. Realmente era muy hermosa. Tomó una repentina decisión. Markham estaba curioseando en el apartado de ciencia ficción.

—Todavía tengo un par de cosas que hacer —le dijo Peterson—. ¿Por qué no se adelanta y le dice a Renfrew que estaré allí dentro de media hora?

—Oh, de acuerdo —dijo Markham.

Peterson lo observó mientras se dirigía a la puerta, caminando atléticamente, y desaparecía en el callejón de la parte de atrás del edificio conocido como Las Escuelas.

Peterson buscó de nuevo a la chica. Estaba atendiendo a alguien, un estudiante. Observó mientras se dedicaba a otra rutina, inclinándose hacia delante más de lo necesario para redactar la nota, lo suficiente como para permitirle al estudiante mirar por el escote de su blusa. Luego se irguió y le tendió de la forma más natural del mundo su libro envuelto en una bolsa blanca de papel. El estudiante salió de la tienda, con una expresión desconcertada en su rostro. Peterson llamó la atención de la chica alzando el libro en su mano. Ella cerró de un golpe la caja registradora y acudió hacia él.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Ha hecho ya su elección?

—Creo que sí. Me llevaré este libro. Y quizá pueda ayudarme en algo más. Vive usted en Cambridge, ¿verdad?

—Si ¿Usted no?

—No, soy de Londres. Formo parte del Consejo. —Se despreció inmediatamente a sí mismo. Era como dispararle a un conejo con un cañón. No era en absoluto artístico. De todos modos, había conseguido despertar toda su atención, así que lo mejor era sacar ventaja de ello—. Me preguntaba si podría recomendarme usted algún buen restaurante por los alrededores.

—Bueno, está el Blue Boar. Y hay uno francés en Grantchester que se supone que es bueno, Le Marquis. Y uno italiano nuevo, Il Pavone.

—¿Ha comido usted en alguno de ellos?

—Bueno, no… —Enrojeció ligeramente, y él se dio cuenta de que lamentaba mostrarse en inferioridad de condiciones. Se dio cuenta de que había mencionado los tres restaurantes más caros. Su propio favorito no había sido mencionado; era menos lujoso y menos caro, pero su comida era excelente.

—Si tuviera usted que elegir, ¿a cuál iría?

—Oh, a Le Marquis. Parece un lugar encantador.

—La próxima vez que venga de Londres, si no tiene usted ningún compromiso, me encantaría que accediera usted a comer allí conmigo. —Le dirigió una sonrisa íntima—. Es terriblemente aburrido viajar solo, comer solo.

—¿De veras? —exclamó ella—. Oh, quiero decir… —Luchó furiosamente por contener la excitación de su triunfo—. Sí, realmente me encantaría.

—Estupendo. Si dispusiera de su número de teléfono… —Ella vaciló, y Peterson supuso que no tenía teléfono—. O, si lo prefiere, puedo simplemente pasar por aquí un poco antes a recogerla.

—Oh, sí, eso será lo mejor —dijo ella, aferrándose a aquella solución.

—Está bien. Vendré a buscarla.

Caminaron juntos hasta la caja, donde pagó su libro. Cuando salió de Bowes & Bowes, dobló la esquina hacia la Market Square. A través del escaparate lateral de la librería pudo ver a la chica en consulta con sus dos compañeras. Bueno, había sido fácil, pensó.

«Buen Dios, ni siquiera sé cuál es su nombre».

Cruzó la plaza y caminó cruzando Petty Cury con su apresurada multitud de gente que iba de compras, hasta salir al lado opuesto del Christ's. A través de su abierta puerta era visible el verde cuadro de su césped y, tras él, los vividos colores de unos macizos herbáceos contra la gris pared del Pabellón del Director. En la puerta, el portero estaba sentado leyendo el periódico. Un grupo de estudiantes comprobaba, unas listas en el tablón de anuncios. Peterson siguió caminando y giró en el Hobson's Alley. Finalmente encontró el lugar que estaba buscando: Foster y Jagg, comerciantes de carbón.

10

John Renfrew pasó la mañana del sábado colocando una nueva estantería en la pared más larga de su cocina. Marjorie llevaba meses tras él para que lo hiciera. Sus ligeras insinuaciones acerca de que colocara las tiras de madera «cuando tuviera un poco de tiempo libre» se habían ido acrecentando lentamente hasta adquirir peso, convirtiendo el trabajo en una tarea inevitable libremente aceptada. Los mercados estaban abiertos tan sólo unos cuantos días a la semana —«para evitar las fluctuaciones en el aprovisionamiento», era la explicación habitual, dada por las noticias de la noche—, y con los cortes de energía, la refrigeración era imposible. Marjorie había empezado a poner las verduras en conserva, y estaba reuniendo una cantidad importante de frascos herméticos. Aguardaban por el momento en cajas de cartón las prometidas estanterías.

Renfrew reunió sistemáticamente sus herramientas, con el mismo cuidado que en el laboratorio. Su casa era vieja y ligeramente inclinada hacia un lado, como si estuviera dominada por algún invisible viento. Renfrew descubrió que su plomada, colocada en la parte superior de la pared, se desplazaba sus buenos ocho centímetros de ella al llegar a la parte inferior. El suelo estaba ondulado por una leve fatiga, como un colchón muy usado. Se apartó de las ladeadas paredes, cerró un ojo, y vio que las líneas de su casa se burlaban de los ángulos rectos. Invertías algo de dinero en un lugar, reflexionó, y todo lo que obtenías era un laberinto de jambas y vigas y cornisas, todo ello ligeramente fuera de sitio a causa del peso de la historia. Un ángulo fuera de lugar en aquel rincón, una diagonal falseada por aquel otro lado. Tuvo un repentino recuerdo de cuando era chico, mirando desde el embaldosado de piedra a su padre, que alzaba la vista hacia el enyesado del techo como preguntándose cuándo iba a caerse sobre sus cabezas.

Mientras estudiaba el problema, sus propios chicos iban de un lado para otro por la casa.

Sus pies resonaban en los arrimaderos de madera barnizada que enmarcaban las moquetas. Llegaron a la puerta delantera y salieron al exterior, jugando al escondite. Se dio cuenta de que para ellos debía exhibir la misma expresión preocupada de su padre, el rostro concentradamente fruncido.

Preparó sus herramientas y empezó a trabajar. El montón de planchas de madera en el porche trasero fue disminuyendo gradualmente a medida que iba cortándolas, formando el tramado necesario. Para encajarlas al techo tuvo que cortarlas oblicuamente con una sierra. La madera se astillaba bajo los dientes de la sierra, pero mantuvo la línea del corte. Johnny apareció, cansado de jugar al escondite con su hermana mayor. Renfrew lo puso a trabajar dándole las herramientas a medida que las necesitaba. A través de la ventana, una pequeña radio anunció que Argentina se había unido al club nuclear.

—¿Qué es un club nuclear, papi? —preguntó Johnny, con los ojos muy abiertos.

—Gente que puede arrojar bombas —respondió.

Johnny jugaba pasándose una lima por la yema del dedo pulgar, frunciendo el ceño ante las finas líneas blancas que quedaban en la piel.

—¿Yo puedo unirme también?

Renfrew hizo una pausa, se humedeció los labios, miró hacia un cielo de un color azul profundo.

—Sólo los estúpidos se unen a él —dijo, y siguió con su trabajo.

La radio detalló el rechazo de Brasil a una serie de acuerdos comerciales preferenciales que hubieran establecido una Gran Zona Americana con Estados Unidos. Había informes acerca de que los americanos habían votado a favor de un trato preferencial en las importaciones como parte de su programa de ayuda al problema de la floración en el Atlántico sur.

—¿Una floración, papi? ¿Cómo puede haber en el océano algo parecido a una flor?

—Se trata de otro tipo de floración —dijo Renfrew ásperamente. Tomó unas cuantas maderas bajo el brazo, y las llevó al interior.

Estaba lijando los ásperos bordes cuando Marjorie entró procedente del jardín para su inspección. Se había llevado consigo la radio accionada a pilas.

—¿Por qué la estantería sale más de abajo que de arriba? —preguntó a modo de saludo. Últimamente se llevaba la radio consigo a todas partes, observó Renfrew, como si no pudiera soportar estar a solas sin oír ningún ruido.

—La estantería está a plomo. Son las paredes las que están inclinadas.

—Da una impresión extraña. ¿Estás seguro…?

—Compruébalo tú misma. —Le tendió su nivel de carpintero. Ella lo colocó sobre unos de los bordes de la madera aún por lijar. La burbuja de aire se inmovilizó exactamente entre las dos líneas señaladas—. ¿Ves? Exactamente a nivel.

—Bueno, supongo que sí —concedió Marjorie, reluctante.

—No te preocupes, tus frascos no van a caerse. —Colocó varios de los frascos en uno de los estantes. Aquel acto ritual completaba el trabajo. El cuadriculado de madera destacaba en la cocina, pino funcional contra viejos paneles de roble. Johnny palpó tentativamente las hojas de madera, como si se maravillara de haber participado en aquella construcción.

—Creo que voy a dar una vuelta por el laboratorio —dijo Renfrew, recogiendo la sierra y el escoplo.

—Espera, todavía tienes que cumplir con tus deberes de padre. Tienes que llevar a Johnny a la caza del mercurio.

—Oh, infiernos. Lo había olvidado. Mira, creí que…

—Que ibas a pasarte la tarde haciendo bricolaje —terminó Marjorie por él, con un ligero tono de reproche—. Me temo que no.

—Bueno, mira, sólo voy a pasar un momento por allí a recoger unas notas, algo relativo al trabajo de Markham.

—Entonces mejor ve con Johnny. De todos modos, ¿no puedes dejar el laboratorio ni siquiera por un fin de semana? Creí que lo habías dejado todo arreglado ayer.

—Elaboramos un mensaje con Peterson. Acerca de los problemas oceánicos, en su mayor parte. Dejamos a un lado todo lo referido a la fermentación en masa de la caña de azúcar para la obtención de combustible.

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