Cronopaisaje (10 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

—¿Que opináis de la victoria de Liston sobre Patterson?

Miradas inexpresivas.

—Lo derribó a los dos minutos del primer asalto.

—Lo siento, pero no sigo ese tipo de cosas —dijo Boyle—. Supongo que los espectadores se sintieron en cierto modo estafados, puesto que habían pagado su buen dinero por sus localidades.

—Cien dólares por una silla de pista —dijo Gordon.

—Casi un dólar por segundo —rió Bernard, y aquello les condujo a una estadística de tiempo por dólar en todos los acontecimientos humanos, clasificándolos por ello. Boyle intentó delimitar cuál era el más caro de todos, y Penny propuso el sexo: cinco minutos de placer y, si uno no era cuidadoso, un costoso niño que mantener toda la vida. Boyle parpadeó varias veces y dijo:

—¿Cinco minutos? Esto no es muy halagador para usted, Gordon.

En el rápido estallido de risas, nadie se dio cuenta de que los músculos de la mandíbula de Gordon se encajaban. Se sentía ligeramente sorprendido de que Boyle supusiera que dormían juntos, y que luego hiciera un chiste casual sobre ello. Era algo más que irritante. Pero la conversación derivó a otros temas, y la tensión se relajó rápidamente.

Llegó la comida, y Penny siguió proponiendo temas, ante el regocijo de Boyle. Gordon la admiró en silencio, maravillándose de que pudiera desenvolverse tan fácilmente en aguas tan profundas. Él, por su parte, encontraba mentalmente algo original que decir un minuto o dos después de que la conversación se hubiera trasladado a otro tema. Penny se dio cuenta de aquello y le tendió un cable, volviendo sobre el tema abandonado cada vez que se daba cuenta de que él tenía alguna respuesta ingeniosa que decir. El Limehouse estaba lleno del ámbito de conversaciones y del aroma de las salsas.

Cuando Boyle sacó del bolsillo de su chaqueta un bloc de notas y anotó algo en él, Gordon describió como un físico en Princeses y Einstein, sentado cerca de él, le preguntó por qué. «Siempre que tengo una buena idea, me aseguro de no olvidarla —dijo el hombre—. Quizá debería intentarlo usted también… es práctico». Einstein agitó tristemente su cabeza y dijo: «Lo dudo. Sólo he tenido dos o tres ideas realmente buenas en mi vida».

Aquello provocó una carcajada general. Gordon miró radiante a Penny. Ella había tirado de él, y ahora estaba plenamente integrado en el círculo.

Tras la cena, los cinco hablaron de ir juntos al cine. Penny deseaba ir a ver
El año pasado en Mariembad
, y Boyle se inclinaba por
Lawrence de Arabia
, pretextando que, puesto que solamente veía una película al año, tenía que elegir la mejor. Votaron a favor de Lawrence, cuatro a uno. Cuando abandonaron el restaurante, Gordon abrazó a Penny en el aparcamiento, pensando, mientras se inclinaba para besarla, en el olor que ella desprendía en la cama.

—Te quiero —dijo.

—Aceptadas —respondió ella, sonriendo.

Más tarde, mientras permanecía tendido en la cama al lado de ella, tuvo la impresión de haberla moldeado a la luz que entraba por la ventana, de haberla transformado en una imagen que era nueva y distinta cada vez. La había moldeado con sus manos y con su lengua. Ella, a su vez, lo había guiado y lo había moldeado a él. Creyó poder captar en ella sus movimientos y sus vacilaciones, primero de esta forma y luego de esa otra, huellas pasadas de los amantes que había conocido antes. Extrañamente, pensó que aquello no le importaba, aunque tenía la impresión de que en alguna forma sí hubiera debido importarle. A través de ella le llegaban ecos de otros nombres. Pero todos habían desaparecido ya y ahora ella estaba allí, y eso parecía suficiente.

Jadeó ligeramente, recordándose a sí mismo que tenía que bajar a la playa y correr un poco más a menudo, y estudió el rostro de ella a la débil luz grisácea de la calle que penetraba en el dormitorio. Las líneas de su rostro eran relajadas, sin artificios, sus únicas curvas unos cuantos mechones húmedos de cabello pegados a su mejilla. Diplomada en literatura, digna hija de un inversionista de Oakland, lírica y práctica por turnos, con una óptica política que veía virtudes tanto en Kennedy como en Goldwater. A veces cínica, luego tímida, luego insensible, desconcertada por la ignorancia sensual de él, tranquilizadoramente sorprendida por sus repentinos estallidos de dulce energía, y luego relajándose con una fluida gracia cuando él se derrumbaba, enrojecido y jadeante, a su lado.

En algún lugar, alguien estaba tocando una aguda canción, Peter, Paul y Mary, Limonero.

—Maldita sea, has estado bien —dijo Penny—. En una escala del uno al diez, te concedería un once.

Él frunció el ceño, pensando, sopesando su nueva hipótesis.

—No, somos nosotros los que hemos estado bien. No puedes separar el espectáculo de los actores.

—Oh, eres tan analítico.

Él frunció el ceño. Sabía que con las conflictivas chicas allá en el este todo hubiera sido distinto. El sexo oral hubiera sido un asunto complejo, requiriendo mucha negociación previa y falsos inicios y palabras que no hubieran encajado con lo que había que hacer:

«¿Y si nosotros… bueno…?», y: «Si eso es lo que tú quieres…», todo ello conduciendo a un escabroso incidente, todo codos y posiciones incómodas, algo que, una vez asumido, uno teme cambiar por miedo a estropearlo todo. Con las vehementes chicas que había conocido, hubiera ocurrido todo aquello. Con Penny, no.

La miró, y luego a las inexpresivas paredes más allá. Una expresión desconcertada cruzó por su rostro. Sabía que aquél era el momento en que debía mostrarse educado y casual, pero no, parecía más importante ser sincero.

—No, no somos tú o yo —repitió—. Somos nosotros. Ella se echó a reír y le lanzó un puñetazo cariñoso.

8 - 14 de octubre de 1962

Gordon revisó el correo que había encontrado en su buzón. Publicidad de una nueva obra musical,
Parad el mundo que me apeo
, enviada por su madre. No era probable que pudiera asistir al estreno de la temporada en Broadway aquel año; la echó al cubo de la basura. Algo llamado los Ciudadanos Pro Una Literatura Decente le había enviado un opúsculo detallando los excesos de
Los aventureros
y del
Trópico de Capricornio
de Miller. Gordon leyó los fragmentos con interés. En el bosque de muslos entrelazados, naufragantes orgasmos y francos ejercicios gimnásticos, no pudo ver nada que pudiera corromper al cuerpo político. Pero el general Edwin Walker creía que sí, y Barry Goldwater hacía una brillante aparición como un sabio a través de una cuidadosamente elaborada advertencia acerca de la erosión de la voluntad pública a través del vicio privado. Todo ello mezclado con la habitual estúpida analogía entre Estados Unidos y la decadencia del Imperio romano. Gordon dejó escapar una risita y lo tiró también. Aquello era otra civilización completamente distinta, allí en el oeste. Ningún grupo censor hubiera solicitado jamás el apoyo del personal universitario en la costa Este; sabían que era inútil, un desperdicio de envíos postales. Quizás esos estúpidos de aquí pensaran que la analogía con el Imperio romano atraería a los universitarios. Gordon hojeó rápidamente el último ejemplar de la Physical Review, anotando los artículos que debería leer más tarde. Claudia Zinnes hablaba de cosas interesantes acerca de resonancias nucleares, con datos muy precisos; el viejo grupo de Columbia estaba haciendo honor a su reputación.

Gordon suspiró. Quizás hubiera debido quedarse en Columbia tras su doctorado, en vez de aceptar tan pronto el puesto de profesor ayudante. La Jolla era un lugar competitivo, lleno de energías, hambriento de fama y de «eminencia». Una revista local tenía una sección titulada «Una universidad en su camino a la grandeza», llena de bombo y platillos, con fotos de profesores inclinados sobre complicados instrumentos o rumiando sobre una ecuación. California en su camino a las estrellas, California siempre adelante, California cambia dólares por cerebros. Habían conseguido a Herb York, que había sido subsecretario del Departamento de Defensa, como primer canciller del campus. Y también habían venido Harold Urey, y los Mayer, y luego Keith Brueckner en teoría nuclear, un riachuelo de talentos que ahora se había convertido en un torrente. En tales aguas, un profesor ayudante tenía las mismas seguridades de empleo que un cebo al extremo de una caña.

Gordon recorrió los pasillos del tercer piso, contemplando los nombres en las puertas. Rosenbluth, el teórico de plasma que algunos consideraban que era el mejor del mundo. Matthias, el artista de las bajas temperaturas, el hombre que ostentaba el récord de superconductibilidad a las más altas temperaturas operativas. Kroll y Suhl y Piccioni y Feher, nombres que evocaban como mínimo una incisiva intuición, un cálculo brillante, un notable experimento. Y allí, al final del corredor embaldosado e iluminado como todos los demás: Lakin.

—Ah, recibió usted mi nota —dijo Lakin cuando respondió a la llamada de Gordon—. Estupendo. Tenemos que tomar algunas decisiones.

—¿Oh? —dijo Gordon—. ¿Por qué? —Y se sentó al otro lado del escritorio de Lakin, junto a la ventana. Fuera, los bulldozers estaban arrancando algunos de los eucaliptos preparando la construcción del nuevo edificio de química, gruñendo mecánicamente.

—Mi subvención de la Fundación Nacional para la Ciencia está a punto de ser renovada —dijo Lakin significativamente.

Gordon observó que Lakin no decía «nuestra» subvención de la FNC, pese a que tanto él como Shelly y Gordon eran todos investigadores sujetos a los mismos fondos. Lakin era el hombre que autorizaba todos los cheques, el I. P. como lo llamaban siempre las secretarias: el Investigador Principal. Aquélla era la diferencia.

—Pero la proposición de renovación no está prevista hasta Navidad —dijo Gordon—. ¿Debemos empezar a escribir tan pronto nuestros informes?

—No estoy hablando de escribir nuestros informes. Lo que me preocupa es: ¿acerca de qué vamos a escribir nuestros informes?

—Sus experimentos sobre spins localizados… —Lakin agitó la cabeza, con el ceño fruncido—. Están aún en un estadio exploratorio. No pueden utilizarse como informe base.

—Los resultados de Shelly…

—Sí, son prometedores. Un buen trabajo. Pero son convencionales, una simple proyección lineal de un trabajo anterior.

—Eso me deja a mí.

—Sí. Usted. —Lakin unió sus manos frente a él sobre el escritorio. El sobre del escritorio estaba ostensiblemente limpio, cada hoja de papel cuidadosamente alineada con las demás, los lápices ordenados paralelamente.

—Todavía no he conseguido nada claro.

—Le confié a usted el problema de la resonancia nuclear, junto con un excelente estudiante, Cooper, para acelerar las cosas. A estas alturas esperaba un conjunto completo de resultados.

—Sabe los problemas que hemos tenido con el ruido.

—Gordon, no le confié ese problema por accidente —dijo Lakin, sonriendo ligeramente. Su alta frente se frunció en una expresión de preocupada amistad—. Creí que sería un buen impulso para su carrera. Admito que no es precisamente el tipo de trabajo al que está usted acostumbrado. El problema de su tesis era más directo. Pero un resultado definido podría ser publicable en la Phys Rev Letters, y eso nos ayudaría mucho en nuestra subvención. Y a usted, en su posición en el departamento.

Gordon miró por la ventana, a las grandes máquinas que devoraban el paisaje, y luego de vuelta a Lakin. La Physical Review Letters era la revista de física de más prestigio en aquellos momentos, el lugar donde eran publicados los resultados más importantes apenas unas semanas después de haberse producido, antes que esperar a ser publicados en la Physical Review o en otras revistas de física menos importantes, mes tras mes. El flujo de información obligaba a los científicos a reducir sus lecturas a unas pocas revistas, puesto que todas ellas se hacían más y más gruesas. Era como intentar beber en la boca de una manguera de incendios. Para ahorrar tiempo uno empezaba a confiar en los resúmenes de la Physical Review Letters, prometiéndose leer con más calma todas las demás revistas cuando se dispusiera de un poco más de tiempo.

—Estoy de acuerdo con todo eso —dijo Gordon suavemente—. Pero todavía no dispongo de ningún resultado publicable.

—Oh, sí lo tiene —murmuró calurosamente Lakin—. Ese efecto del ruido. Es de lo más interesante.

Gordon frunció el ceño.

—Hace unos pocos días decía usted que era simplemente un fallo técnico.

—Ese día me mostré un poco temperamental. No aprecié completamente sus dificultades. —Pasó sus largos dedos por sus ralos cabellos, echándolos hacia atrás y revelando un blanco cuero cabelludo que contrastaba fuertemente con su intenso bronceado—. El ruido que descubrió usted, Gordon, no es una simple alteración. Después de pensar un poco en ello, creo que tiene que tratarse de un nuevo efecto físico.

Gordon lo miró incrédulo.

—¿Qué tipo de efecto? —dijo lentamente.

—No lo sé. Evidentemente, algo está perturbando el proceso normal de resonancia nuclear. Sugiero que lo llamemos «resonancia espontánea», simplemente para disponer de un nombre de trabajo. —Sonrió—. Más tarde, si comprobamos que es algo tan importante como sospecho, el efecto puede recibir su propio nombre, Gordon… ¿quién sabe?

—¡Pero Isaac, no lo comprendemos! ¿Cómo podemos darle un nombre como ése? «Resonancia espontánea» significa que algo dentro del cristal está ocasionando que el spin magnético varíe hacia uno y otro lado.

—Sí, eso es lo que hace.

—¡Pero no sabemos lo que está ocurriendo!

—Es el único mecanismo posible —dijo Lakin fríamente.

—Quizá.

—Todavía no está usted seguro de esa teoría suya de las señales, ¿verdad? —dijo Lakin sarcásticamente.

—Estamos estudiándolo. Precisamente ahora Cooper está tomando más datos.

—Eso son tonterías. Está malgastando usted el tiempo de ese estudiante.

—No a mi modo de ver.

—Me temo que su «modo de ver» no sea el único factor que intervenga en este caso —dijo Lakin, lanzándole una pétrea mirada.

—¿Qué significa eso?

—Posee usted poca experiencia en estos asuntos. Estamos trabajando a plazo fijo. La renovación de la subvención de la FNC es más importante que sus objeciones. No me gusta plantear el asunto tan brutalmente, pero…

—Sí, sí, usted mira por los intereses del grupo.

—No creo necesario que nadie termine las frases por mí.

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