Cronopaisaje (9 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Una hora después de la marcha de Lakin, una vez el equipo fue desconectado o dejado en situación de mantenimiento para la noche, los datos recogidos, los registros del laboratorio anotados y los detalles completados, Gordon le dijo adiós a Cooper y salió al largo corredor que conducía afuera. Se sintió sorprendido; las puertas de cristal reflejaban una creciente oscuridad, y Venus brillaba en el cielo. Gordon había supuesto que sería media tarde. El cristal opaco de todas las oficinas estaba oscuro; todo el mundo se había ido a casa, incluso Shelly, con quien había esperado charlar un rato.

Bueno, mañana. Siempre habría tiempo mañana, pensó Gordon. Caminó rígidamente por el corredor, inclinándose ligeramente hacia el lado cuando su maletín golpeaba contra su rodilla. Los laboratorios estaban en el sótano del nuevo edificio de física. Debido a la inclinación de la colina donde había sido edificado, aquel extremo del edificio daba a pie de terreno. Más allá de las puertas de cristal al extremo del corredor se agazapaba la noche, un cuadrado negro. Gordon tuvo la impresión de que el corredor oscilaba ante él, y se dio cuenta de que estaba más cansado de lo que había creído. Realmente debería hacer ejercicio, mantenerse en forma.

Mientras miraba, Penny se recortó en el cuadrado de oscuridad y entró.

—Oh —dijo él, mirándola vagamente. Recordó que aquella mañana había murmurado la promesa de volver temprano a casa y hacer la cena—. Oh, maldita sea.

—Sí. Finalmente me cansé de esperar.

—Dios, lo siento; yo, simplemente… —Hizo un gesto torpe. El hecho desnudo era que lo había olvidado por completo, pero no parecía juicioso decirlo.

—Amor, te lo estás tomando demasiado en serio. —La voz de ella se suavizó mientras estudiaba su rostro.

—Sí, lo sé; yo… lo siento realmente; Dios mío, yo… —Pensó, acusándose a sí mismo: Ni siquiera puedo encontrar una excusa. Se la quedó mirando y se maravilló de su belleza, de su esbelta silueta, femenina y delicada, que lo hacía sentirse pesado y torpe. Tenía que explicarle sin más dilaciones lo que ocurría, cómo los problemas lo estaban absorbiendo cada vez más mientras trabajaba en ellos, no dejando sitio para otra cosa… ni siquiera para ella, en un cierto sentido. Sonaba duro, pero así era la realidad, y pensó en una forma de decírselo sin…

—A veces me pregunto cómo puedo querer a un tonto como tú —dijo ella agitando la cabeza, con una pequeña sonrisa floreciendo en su rostro.

—Bueno, lo siento, pero… déjame contarte la que he tenido hoy con Lakin.

—Sí, cuéntamelo. —Le tomó el maletín. Estaba en plena forma y aquel peso no le causó ninguna dificultad, echó a andar contoneando las caderas. Pese a su cansancio, Gordon se halló contemplando su movimiento. Su ajustada falda hacía que sus caderas se marcaran bajo la tela—. Vamos, lo que tú necesitas es comer algo—. Él empezó a contarle su historia. Ella fue asintiendo antes sus palabras mientras le conducía pasando al lado de la estación de nitrógeno líquido hacia el pequeño aparcamiento, donde las luces de guardia arrojaban sombras de las verjas de seguridad, formando como un enrejado extrañamente distorsionado sobre el cemento del suelo.

7

Penny arrancó el coche y la radio cobró vida, gritando estruendosamente: ¡Pepsi-Cola le da más! Treinta y cinco centilitros, eso es mucho… Gordon adelantó una mano y la apagó.

Penny sacó el coche del aparcamiento y lo dirigió hacia el bulevar. El frío aire nocturno agitaba sus cabellos. Los mechones eran marrón claro en su raíz, pero se iban aclarando hacia el rubio de las puntas, decolorados por el sol y el cloro de las piscinas. Un olor a mar llenaba la suave brisa.

—Llamó tu madre —dijo Penny prudentemente.

—¡Oh! ¿Le dijiste que ya la llamaría yo? —Gordon esperó que aquello cerrara el tema.

—Va a tomar pronto el avión para venir a vernos.

—¿Qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Dice que ya no le escribes nunca, y que de todos modos tiene ganas de conocer la costa Oeste. Está pensando mudarse aquí. —Penny mantuvo su voz tranquila e inexpresiva mientras conducía con rápidos y precisos movimientos.

—Oh, Cristo. —Gordon tuvo una repentina imagen mental de su madre, vestida toda de negro, caminando por la avenida Girard bajo la amarilla luz del sol, contemplando los escaparates de las tiendas, una cabeza entera más baja que cualquier otra persona que pasara por allí. Estaría tan fuera de lugar como una monja en una colonia nudista.

—Ella no sabía quién era yo.

—¿Eh? —La imagen de su madre frunciendo el ceño ante las muchachas escuetamente vestidas de la avenida Girard lo distrajo.

—Me preguntó si era la mujer de la limpieza.

—Oh.

—No le has dicho todavía que estamos viviendo juntos, ¿verdad?

Una pausa.

—Lo haré.

Penny sonrió sin humor.

—¿Por qué aún no lo has hecho?

Él miró por la ventanilla, que se había manchado de grasa de su piel cuando había reclinado la cabeza contra ella, y estudió el destellar como joyas de las luces. La Jolla, la joya. Estaban bajando por el serpenteante cañón que formaba la carretera, y el fresco y mentolado aroma de los eucaliptos inundaba el coche. Intentó situarse a sí mismo de vuelta a Manhattan y observó las cosas desde aquel ángulo, para anticipar lo que pensaría su madre de todo aquello, y descubrió que le resultaba imposible.

—¿Es debido a que no soy judía?

—Buen Dios, no.

—Pero si tú le hubieras dicho eso, hubiera venido corriendo aquí como un relámpago, ¿no?

Él asintió a regañadientes.

—Oh…

—¿Piensas decírselo antes de que llegue?

—Mira —dijo él con una repentina energía, dándose la vuelta en el bajo asiento para mirarla directamente—, no deseo decirle nada. No quiero que se mezcle en mi vida. En nuestra vida.

—Va a hacer preguntas, Gordon.

—Deja que las haga.

—¿No las vas a contestar?

—Mira, ella no se va a quedar en nuestro apartamento, no va a tener que saber que tú vives ahí también.

Penny abrió mucho los ojos.

—Oh, entiendo. Aún no ha llegado aquí, y ya estás pensando en que quizá yo debiera recoger todas mis cosas que están tiradas por ahí en el apartamento. Quizás incluso retirar mis cremas faciales y mis pastillas anticonceptivas del botiquín. Sólo unos cuantos toques sutiles.

Él se amilanó ante su tono decepcionado. No había pensado claramente en nada de aquello, pero sí, alguna idea parecida había estado flotando por su mente. El viejo juego: defiende lo que tengas que defender, pero oculta el resto. ¿Durante cuánto tiempo había seguido esa táctica con su madre? ¿Desde la muerte de papá? Cristo, ¿cuándo dejaría de ser un niño?

—Lo siento, yo…

—Oh, no seas idiota. Estaba bromeando.

Los dos sabían que no estaba bromeando, sino que todo aquello estaba colgando en algún lugar en ese espacio entre fantasía y realidad a punto de materializarse, y que si ella no hubiera dicho nada él mismo hubiera terminado finalmente sugiriéndolo. De la forma más inesperada, ella parecía estar viendo lo que pensaba la mente de él, lo que estaba elaborando con sus toscas herramientas, y saltaba siempre más allá del lugar que él había alcanzado en sus pensamientos, lo cual le hacía quererla aún más en esos momentos. El alzar la roca para mostrarle los gusanos que se retorcían bajo ella hacía las cosas mucho más fáciles para él; no había otra alternativa más que ser honesto.

—Buen Dios, te quiero —dijo, sonriendo bruscamente. La sonrisa de ella adoptó un aspecto amargo. Mantuvo sus ojos intensamente fijos en la carretera, bajo las brillantes luces.

—Ése es el problema de las parejas. Te juntas con un hombre y muy pronto, cuando él dice que te quiere, oyes por debajo de sus palabras que te está dando las gracias. Está bien, aceptadas.

—Qué es eso, ¿la vieja sabiduría anglosajona protestante blanca?

—Sólo he hecho una observación.

—¿Cómo lo hacéis, vosotras las chicas de la costa Oeste, para ser tan listas tan rápido? —Se inclinó hacia delante, como si estuviera formulando la pregunta al paisaje californiano de fuera.

—Acostarnos con hombres desde jovencitas ayuda mucho —dijo ella, sonriendo.

Aquél era otro punto doloroso para él. Ella había sido la primera chica con la que se había acostado, y cuando se lo dijo ella no quiso creerle al principio. Cuando ella hizo un chiste acerca de dar lecciones a un profesor, él sintió que su barniz de refinamiento de la costa Este se hacía pedazos. Entonces empezó a sospechar que había estado utilizando aquel caparazón intelectual para protegerse del roce contra las irregularidades de la vida, y particularmente de los aguijones de la sensualidad. Mientras observaba las casitas de estuco desfilar a ambos lados, Gordon pensó, un poco amargamente, que reconocer uno de sus defectos no significaba en absoluto que lo hubiese corregido. Seguía sintiendo una cierta intranquilidad ante el enfoque directo, sin reservas, que Penny hacía de todas las cosas. Quizás era por eso por lo que no podía pensar en ella y en su madre compartiendo un mismo mundo, y mucho menos compartiendo su apartamento, con las ropas de Penny en el armario como mudo testimonio.

Impulsivamente, adelantó una mano y conectó la radio. Una aguda voz cantó: Las chicas crecidas no lloran…, y la apagó de nuevo.

—Déjala —dijo Penny.

—No cantan más que tonterías.

—Llenan el aire —dijo ella significativamente.

Volvió a conectarla con una mueca. Sobre el estribillo de Las chicas crecidas, dijo:

—Hey, estamos a 25, ¿no? —Ella asintió—. Hoy es el combate Liston-Patterson. Espera un segundo. —Manejó el dial, y localizó a un locutor de voz entrecortada dando los pronósticos del combate—. Aquí está. No van a televisarlo. Mira, conduce hasta Pacific Beach. Vamos a comer fuera. Quiero oír esto. —Penny asintió en silencio, y Gordon sintió una extraña sensación de alivio. Sí, era bueno apartarte de tus propios problemas y escuchar como dos tipos se daban de puñetazos hasta hacerse papilla. Desde la edad de diez años había adquirido el hábito de su padre de seguir los combates de boxeo. Se sentaban los dos en los mullidos sillones de la sala de estar y escuchaban las excitadas voces que brotaban de la vieja Motorola instalada en el rincón. Los ojos de su padre iban de un lado para otro, vacíos, siguiendo los puñetazos y las fintas descritos por el locutor y que se estaban produciendo a miles de kilómetros de distancia. Papá estaba ya muy gordo en aquella época, y cuando inconscientemente lanzaba un puñetazo imaginario en lo más ardiente del combate, adelantando su codo derecho, la grasa temblaba en todo su brazo. Gordon podía ver la carne agitarse incluso a través de la camisa blanca de su padre, y observaba para comprobar si la ceniza de su cigarro iba a caerse y a formar una mancha gris en la alfombra. Siempre ocurría, al menos una vez, y su madre acudía en lo más interesante de la pelea y cloqueaba acerca del desastre y volvía al cabo de un momento con la escobilla y la pala. Papá guiñaba un ojo cada vez que se producía algún buen puñetazo o que alguien pisaba la lona, y Gordon sonreía. Ahora lo recordaba como algo que ocurría siempre en verano, mientras el tráfico zumbaba entre la calle Doce y la Segunda Avenida, y su padre exhibía siempre medias lunas de sudor bajo sus sobacos cuando el combate había terminado. Entonces bebían coca-colas. Aquellos habían sido buenos tiempos.

Cuando entraron en el Limehouse, Gordon señaló hacia una mesa apartada y dijo:

—Hey, ahí están los Carroway. ¿En qué promedio nos coloca eso?

—Siete sobre doce —declaró Penny.

Los Carroway eran unos eminentes astrónomos, una pareja inglesa recientemente reclutada por el departamento de física de la facultad. Estaban trabajando en la vanguardia de la especialidad, investigando los recientes descubrimientos sobre las fuentes cuasi-estelares. Elizabeth era la observadora de la pareja, y pasaba una buena parte de su tiempo en Palomar, tomando placas del espacio profundo y buscando más puntos rojos de luz. El corrimiento hacia el rojo indicaba que la fuente estaba muy lejos y por lo tanto era increíblemente luminosa. Bernard, el teórico, pensaba que no era probable en absoluto que se tratasen de galaxias distantes. Estaba trabajando en un modelo que consideraba que esas fuentes no eran más que fragmentos expelidos por nuestra propia galaxia, alejándose de nosotros a velocidades muy próximas a la de la luz, y por ello derivaban al rojo. Fuera como fuese, ninguno de los dos tenía tiempo de dedicarse a la cocina, y parecían preferir los mismos restaurantes que frecuentaban Gordon y Penny. Gordon había observado la correlación, y Penny era quien se encargaba de llevar la estadística.

—El efecto de resonancia parece mantenerse —dijo Gordon a Bernard mientras se acercaban.

Elizabeth se echó a reír, y presentó al tercer miembro de su grupo, un hombre robusto con una penetrante forma de mirar a la gente mientras hablaba. Bernard les pidió que se sentaran a su mesa, y muy pronto la conversación derivó a la astrofísica y a la controversia del corrimiento hacia el rojo. Mientras hablaban, encargaron los platos más exóticos que pudieron encontrar en el menú. El Limehouse era un restaurante chino de segunda categoría, pero era el único en la ciudad y todos los científicos tenían la firme creencia de que incluso un restaurante chino de segunda categoría era preferible a un restaurante americano de primera categoría. Gordon estaba preguntándose fútilmente si aquello sería una consecuencia del internacionalismo de la ciencia, cuando de pronto se dio cuenta de que no había captado correctamente el nombre del otro hombre. Era John Boyle, el famoso astrofísico que tenía en su haber una larga lista de éxitos. Eran las sorpresas como aquélla, la posibilidad de conocer a lo mejor de lo mejor de una comunidad científica, lo que hacía de La Jolla lo que era. Se sintió muy complacido cuando Penny hizo algunas observaciones divertidas y Boyle se echó a reír, mientras sus ojos la estudiaban. Ése era el tipo de cosas, conocer a gente importante, que impresionaban a su madre; por esa razón decidió instantáneamente no hablarle de ellas. Gordon escuchó atentamente el flujo y reflujo de la conversación, intentando detectar qué cualidad hacía que esos colegas sobresalieran por encima de los demás. Había evidentemente una agilidad mental, así como un despreocupado escepticismo acerca de la política y de la forma en que funcionaba el mundo. Aparte de esto, se parecían enormemente a todas las demás personas. Decidió intentar algo distinto.

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