Cuentos completos (57 page)

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Authors: Mario Benedetti

No obstante, debía admitir que su comunicación con el Ángel no era aquí tan fluida como en sus antiguas caminatas. A veces transcurría una semana sin que apareciera. Ana María vivía en constante expectativa y cuando el Ángel por fin aparecía ella se esforzaba en ocultar sus zozobras. Se le figuraba que si el Ángel advertía hasta qué punto era extrañado y querido, podía volverse vanidoso, engreído, pedante; bueno, exactamente como ocurre con las criaturas y sobre todo con las criaturitas de carne y de hueso. O sea que Ana María se propuso velar por la educación del Ángel, ser un poco la custodia de su custodio.

Cuando por fin aparecía, Ana María le formulaba discretas preguntas destinadas a averiguar en qué consumía su jornada, pero el Ángel se había vuelto extrañamente reservado. Sólo mostraba algún interés cuando le hacía preguntas sobre el tío Eduardo, qué hacía ahora, si trabajaba, dónde vivía. Por lo demás escuchaba los relatos de Ana María, menos coherentes tal vez que los de antaño, dado que ahora ella no podía sobreponerse al temor de aburrir al Ángel. Y cuando éste bostezaba sin el menor disimulo, ella sentía que estaba fracasando y el corazón se le estrujaba. Lo que sí estaba era adelgazando debido a tanta ansiedad, y eso fue advertido al fin por Agustín y Ester, que, como seguían ignorando la existencia del Ángel, no encontraron nada mejor que llevarla al médico, un doctor compatriota, claro, porque los otros cobraban una barbaridad.

El médico la miró, no como quien mira a una niña que está concluyendo su infancia, sino más bien como se mira a un florero sin flores. Le acarició la cabeza y empezó a hacerle preguntas tontísimas acerca de por qué comía tan poco en su casa y si no engulliría los bizcochos demasiado de prisa en los recreos y por fin (haciéndole un guiño a la madre) si no estaría enamorada. Gran risotada final. Ana María lo despreció tan profundamente que ni siquiera enrojeció. Sin embargo, cuando salieron a la calle y Ester le preguntó cómo se sentía, ella dijo que bien, pero lo cierto era que se estaba preguntando si, como había dicho el médico, no estaría enamorada. Enamorada del Ángel, por supuesto. Siguió pensando en eso hasta que llegaron a la casa, y allí comió abundantemente, simulando un apetito voraz, sólo para que la dejaran tranquila.

Esta vez el Ángel estuvo diez días sin comparecer. Ana María salía a veces de paseo con el tío Eduardo, pero nunca hablaban del Ángel. No obstante, una vez fue el tío Eduardo quien tocó el tema. Le preguntó si todavía le preocupaba aquella fantasía de Sebastián. Ella se dio cuenta de que decía
fantasía
y no estupidez o bobería, nada más que para no herirla. Ana María se limitó a sonreír y a recordarle que a ella siempre le habían gustado los ángeles, así que quién sabe. El tío Eduardo rió francamente y comentó que se estaba poniendo muy linda y que dentro de poco él ya sabía qué clase de ángeles le iban a arrastrar el ala. Ella no se atrevió a confesarle que su Ángel no tenía alas. Además le vino cierta aprensión de que apareciera justamente ahora, cuando ella paseaba con el tío, y que esta presencia lo espantara. Pero ni rastros.

Apareció en cambio al día siguiente, cuando ella iba sola, otra vez en la avenida de los castaños. A Ana María le dio la impresión de que también esta vez la estaba esperando. Quiso contarle la entrevista con el médico, pero el Ángel le ganó de mano. Últimamente estaba muy locuaz. «Te esperaba porque quería decirte algo. Algo importante.» Ana María sintió primero un escalofrío y luego un extraño calor en las mejillas. Se recostó en un árbol para recibir la revelación. «No voy a venir más.» Ana María creyó no haber oído bien. Pero él repitió: «No voy a venir más por aquí.» Y como ella permaneció muda, el Ángel se creyó obligado a agregar: «No puedo ser más tu Ángel de la Guarda.» El «¿por qué?» de Ana María sonó como un gemido. «Porque ahora soy la guarda de otra persona.» Ella respiró hondo antes de inquirir: «¿Otra niña?» «No. Otra mujer.» A Ana María la invadió una mansa desesperación. Se sentía capaz de competir con otra muchachita pero no con una mujer. Para peor, los ojos del Ángel estaban gloriosamente despejados y en cambio los de ella se nublaron. «Eso significa que me han ascendido», dijo el Ángel, «ser el custodio de una mujer es mucha responsabilidad». «Te felicito», dijo ella, y consiguió agregar: «Pero alguna vez vendrás, aunque sea a visitarme ¿no?» «No, está prohibido», dijo el Ángel sin la menor tristeza. La siguiente pregunta fue apenas un balbuceo: «¿Y cómo es la mujer?» «Hermosa, muy hermosa.» Fue en ese preciso instante que a Ana María le pareció que el Ángel ahora tenía alas. No precisamente en la espalda sino en la mirada. Tenía la mirada de los que vuelan. Eso ya era demasiado. No le quedó otra salida que decir chau y salir corriendo.

Durante cuatro días lloró copiosamente, aunque siempre en la clandestinidad. Al quinto, le asaltó el temor de que tanta congoja aumentara su flacura y que en consecuencia la llevaran de nuevo al médico que preguntaba sandeces. Así que resolvió suspender radicalmente el llanto. Al sexto día, ya bastante recuperada, salió de paseo con el tío Eduardo.

No fueron a la avenida de los castaños. Ella propuso otro rumbo, así que estuvieron revisando libros en los puestos callejeros. Luego se instalaron en un café. Era un día agradable, soleado. La gente lucía optimista y elegante. Las sirenas de los bomberos eran valses nobles y sentimentales. Los perros burgueses, tras regar el árbol de sus sueños, emitían ladriditos de contento antes de regresar junto a las relumbrosas botas de sus amas. Hasta los policías se sentían obligados a sonreír. El tío Eduardo pidió una cerveza y Ana María un helado de limón.

«¿Sabés una cosa, tío?», dijo Ana María. «Creo que siempre tuviste razón. No existen.»

Balada

La primera vez que los vi fue en el Paseo Marítimo. No diré que parecían dos tortolitos, porque él tendría unos treinta y cinco y ella un poco menos, pero sí que eran la imagen viva de la pareja que se lleva bien y para eso no era preciso que caminaran abrazados o se detuvieran cada veinte metros para besarse. Ramírez me preguntó si los conocía, y ante mi negativa por sobre el bocadillo de jamón, qué raro che, son compatriotas tuyos, como si yo estuviera obligado a conocer todo el espinel del exilio, y en vista de mi ignorancia completó el informe, él era arquitecto y se llamaba Matías Falcón, ella diseñaba, Patricia Arce. Habían estado presos allá en tu/mi barrio, cada uno por su lado, él seis años, ella cuatro y medio, pero aunque te parezca mentira se conocieron en España, más de un año que andan juntos, viven cerca de la Plaza, un estudio con buena luz pero el edificio es absolutamente vetusto, quinto piso y sin ascensor, no me jodan, ya no estoy para esos gólgotas, y además son extraños, concluyó Ramírez. Yo los encontraba visiblemente normales, pero él, claro, apenas los viste pasar y ya emitís tu diagnóstico infalible, yo en cambio los conozco desde hace tiempo, he estado con ellos en varias reuniones, te digo que son extraños, no entró en detalles esclarecedores ni yo tampoco se los pedí, el hecho de que fueran compatriotas no me habilitaba para hurgar en su anecdotario ni mucho menos para meterme en sus vidas paralelas.

La ciudad me conquistó de entrada, con ese sabor a queso rancio y a pescado fresco, y un paisaje mediterráneo que te entra hasta por las orejas. Por otra parte, según Ramírez, aquí había oportunidades de trabajo, y al menos ves el mar, no me digas que no te hace falta el mar. Claro que me hace falta, Madrid es formidable, mejor dicho sería formidable si estuviera en la costa, viste, es una ciudad amable, tiene animación, disfruta su primavera cultural y exhibe su abundancia de piscinas, pero la piscina es al mar como el renacuajo al cocodrilo. Yo soy medio hipocondríaco, decía Ramírez, y a veces me entra una mufa terrible que no se me va ni con la siesta, yo la llamo mufa en profundidad, sabés cómo la curo, sencillamente asomándome a una calle desde donde se divise el mar y entonces lo veo y me río solo, lo veo y respiro.

De a poco me fui adaptando a este mercado que como cualquier otro tiene sus peculiaridades, y cuando saqué a relucir mis viejas dotes publicitarias enseguida capté que llevaba una apreciable ventajita, aquí nadie conoce los eslóganes que yo y otros estimados colegas acuñamos y ventilamos en el Montevideo de los sesenta y pico, en la etapa anterior al milicaje, sólo necesito hacer las previsibles adaptaciones al medio, pero lo que fue bueno para vender dulce de leche en el Cono Sur, con ligeras modificaciones ha de prestarse para colocar natillas en la madre patria y quien coloca natillas coloca champúes o juguetes bélicos, todo es uno y lo mismo, increíble que esta buena gente que ha soportado inquisición, guerra civil, franquismo, aceite de colza, sequías e inundaciones, se haya perdido nada menos que el dulce de leche, y ya estoy decidido, no bien reúna algunas pelas seguro que instalo una fabriquita, pobre pero honrada, de esa delicia nacional.

Una mañana en que discutía acaloradamente sobre publicidad en las oficinas centrales de Mantequerías Ledesma, volví a ver a Patricia Arce, que había traído un diseño a nombre de la empresa en que trabajaba. El gerente miró alternativa y atentamente las dos propuestas y por supuesto eligió la mía, no faltaba más. La de ella era inconmensurablemente mejor desde el punto de vista estético, pero la mía, es decir la que yo había sugerido a mi diseñador, quien a su vez la había dibujado a regañadientes porque según su respetable opinión mi idea genial era un mamarracho, la mía demostraba, si no un mayor conocimiento del gusto popular español, al menos una vasta erudición sobre el gusto de los gerentes.

Y claro, me dio un poco de lástima, porque el dibujo rechazado era de ella, y sobre todo porque era compatriota, o sea que en desagravio la invité a una horchata y contra lo esperado aceptó, pero a condición de que pudiera cambiar la horchata por un cortado, con lo cual la fiché entre las tradicionales, y me sugirió que fuéramos hasta el Siena, donde había quedado en encontrarse con su, y ahí vaciló mientras yo estornudaba por solidaridad y eso la desinhibió y pudo por fin saltar el obstáculo, encontrarse con su compañero. Por supuesto fuimos al Siena, aprovechando las siete cuadras arboladas para intercambiar nuestras historias personales, y allá había estudiado diseño nada menos que con Tomasito Boggio, arquitecto y pintor talentoso y/o frustrado a quien yo conocía ampliamente y que, en los penúltimos tramos, desalentado porque nunca lo admitían en el Salón Nacional se había dedicado a la venta de inmuebles, es decir se dedicó hasta que un sábado la cana fue informada de que llevaba a cabo reuniones subvertientes en un apartamento sin estrenar, resumiendo que lo colocaron a la sombra por un lustro completo a pesar de que nada ni nadie logró moverlo de su versión primeriza, le estaba mostrando el pisito a varios muchachos que querían un local para un club de ajedrez. Patricia no me habló de su temporada de encierro, acabábamos de conocernos y nunca se sabe, y además en eso apareció Matías, desgarbado y atento pero con una mirada gris y miope que parecía buscar infructuosamente cómo extraerse de la melancolía, fue presentado como Matías mi compañero, y yo como El Compatriota que Acaba de Quitarme un Trabajo, tanto gusto, ah es dibujante dijo Matías sin animosidad y tuve que aclararle todo, mi actividad pasada y la actual, mis tres años de exilio voluntario, el motivo de haberme instalado aquí, mi enamoramiento del mar, este mar, cualquier mar. Y él, claro que el mar es siempre atractivo, pero lo dijo con el tono de quien no tiene la cabeza llena de dunas y gaviotas sino a lo sumo de postales de
windsurfing
, de modo que parecíamos destinados a desencontrarnos, sólo faltaba que fuera hincha de Peñarol, no, no le atrae el fútbol, y sin embargo me cayó bien, incluso mejor que Patricia, lo que es mucho decir. No era tan retraído como su desgarbo parecía anunciar, aunque tampoco habló por los codos.

A partir de ese encuentro casual nos vimos con frecuencia, pronto se incorporaron Ramírez y Emita, su mujer, una boliviana franca y redondita, hija de valencianos, que tenía una lejana memoria de su infancia en Tarija, y un mes después ya éramos siete porque se agregó el matrimonio chileno, Pepe y Alicia, único verdaderamente legal, y dos meses más tarde somos ocho porque me decido a insertar a Montse, sola oriunda del grupo, que en los últimos tiempos se había insensiblemente convertido en mi (por favor, que alguien estornude) compañera. No era corriente que saliéramos todos juntos, porque los horarios de trabajo, y por ende los de descanso, rara vez coincidían, y cuando Ramírez estaba libre yo en cambio laburaba, o cuando el chileno, intérprete el desgraciado, estaba tapado de excursiones, a Matías, que hacía todo el trabajo real en el estudio de un arquitecto doméstico que en recompensa ponía su firma, le llegaba el descanso. Con las mujeres no había problema de horario, pero eran machistamente leales al tiempo libre u ocupado del varón respectivo. Además, casi nunca había acuerdo para ir al cine, generalmente a causa del doblaje, ya que Pepe y Alicia y también Emita no hacían concesiones, versión original o nada, o sea que iban al cine dos veces al año. En Madrid es mejor, decía el chileno. Sí, hay v.o. pero no hay mar, objetaba el repetitivo Ramírez, nacido en Mar del Plata, y los demás lo acompañábamos al cine, con el interés adicional de intentar reconocer qué personaje del hondo drama escandinavo iba a hablar con la voz de la entrañable abejita Maya.

Pocas veces me encontraba a solas con Ramírez, pero fue en una de ellas que aprovechó para indagar, bueno y qué te parecen ahora Matías y Patricia. Dije que estupendos, había sido una suerte conocerlos, aquí somos tan pocos los del
quartier latin
, y como la pregunta estaba en el aire decidí ganarle de mano, acaso te siguen pareciendo extraños, sí con la cabeza y yo como un idiota, parecen felices ¿no?, extrañamente felices, complementó Ramírez, esta vez sin envidia y con preocupación, y pasó a explicarse. Se llevan magníficamente, se quieren, quién podría dudarlo, se ayudan, se complementan, se animan mutuamente, son algo así como un paradigma de la pareja humana, y sin embargo. Y aquí soltó prenda, vos has visto que alguna vez intercambien alguna mirada de amor, digo de amor físico, eh, has visto que se estrechen, se acaricien, se tomen las manos, se rocen las mejillas, como los demás, eh. Bueno, hay gente, dije, que no tienen el hábito de exhibir en público sus sentimientos, y al decirlo supe que estaba profanando algo, y además me sentí el portavoz oficial del
Reader's Digest
y de la Organización de Padres Demócratas, así que rápidamente pregunté a qué lo atribuís. No sé, dijo el marplatense, sólo sé que hay algo raro, pero entendeme, estoy seguro de que son dos tipos estupendos, sobre esto no tengo dudas, pero a veces, en algunas pausas, cuando estamos todos juntos y los ocho guardamos silencio, me parece que rozamos una explicación secreta, y esa explicación que nunca llega y que en realidad no sé en qué consiste, me deja con un nudo en la garganta, ya sé lo que pensás, soy un tarado. Por fin pude decirle que personalmente no había efectuado sus mismas observaciones, pero que siempre me habían llamado la atención los ojos de Matías y de Patricia, eran felices, estaban contentos de estar juntos y también, aunque en menor grado, de haberse hecho amigos de todos nosotros, y sin embargo sus ojos tenían una congoja inevitable y seguía siendo congoja hasta cuando reían.

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