Authors: Mario Benedetti
Nuestra amistad a ocho voces y a siete vasos, porque Matías era abstemio y confesaba muy serio que había contraído ese vicio en la cárcel, nuestra amistad continuó normalmente su ritual de invitaciones, brindis, discusiones, alguna que otra excursión, lecturas compartidas, proyectos en común. En el Siena o en un restaurante italiano que descubrió Montse o en alguna de las respectivas viviendas, nos seguíamos encontrando dos o tres veces por semana, no hablábamos mucho de política, tal vez porque las noticias que venían de nuestro sur no estimulaban aún esperanzas reales o porque no nos gustaba remover así nomás nuestros propios y cercanos rescoldos.
Una noche que estábamos en el estudio que Matías y Patricia alquilaban cerca de la Plaza, sobrevino uno de esos silencios que tanto angustiaban a Ramírez. Yo no encontraba nada que decir y casi como una excusa empecé a recorrer con la mirada aquel ambiente donde, a diferencia del nuestro o el de Ramírez o el de los chilenos, no había ningún afiche de denuncia, sólo dos xilografías de Frasconi, con sus hermosas y sugerentes bandadas de aves migratorias. De pronto Montse, que también sentía la opresión de aquel silencio y no sabía cómo interrumpirlo dijo ayer conocí a un cordobés de la Córdoba vuestra, quince días que lleva en España, pasó siete años en una cárcel de provincia en Argentina, y le hicieron de todo. Sentí, sentimos una rara sensación, bastante parecida a un escalofrío, pero era verano, nadie miró a nadie y empecé a escuchar un sonido casi imperceptible, casi diría un ruidito intermitente, y entonces no sé por qué miré a Patricia y el sonido provenía de su sollozo mínimo, por lo menos hasta que Matías se levantó y se colocó frente a ella sin preguntarle nada, simplemente le puso una mano en el hombro. Pepe hizo una seña y nos pusimos de pie, Patricia exhausta alzó la cabeza, perdónenme no sé qué me pasa, y Matías sonriendo, cada vez más triste, sencillamente está agotada, esta semana tuvo muchísimo trabajo. Cuando llegamos a la calle, Montse me miró azorada, estuve horrible, enseguida me di cuenta, estuve horrible pero por qué. No sé, le dije, y verdaderamente no sabía, así que la abracé y estaba temblando, y así, medio abrazados, nos fuimos a casa.
Lo de Patricia fue un detalle mínimo, y sin embargo a partir de aquella noche el grupo no fue el mismo. Matías y Patricia no nos llamaban, y cuando nosotros los llamábamos no estaban o tenían una jornada ocupadísima así que no podían juntarse con nosotros. En parte era cierto, porque Matías había empezado a trabajar en otro estudio de arquitectos y aún no había dejado el anterior, pero la ausencia de ellos nos desarmó a todos, así que sólo nos veíamos por azar y aunque seguíamos amigos como siempre, nadie convocaba a cenas o excursiones o películas dobladas, y ya ni siquiera nos fijábamos si exhibían alguna en v.o. Pero el jueves pasado, al salir de un Banco encontré a Ramírez, estás apurado o tomamos un café, y lo tomamos, claro, todo un rodeo para entrar en materia. Prometí no hablar de esto con nadie, dijo Ramírez, y conste que no se lo he dicho ni siquiera a Emita, pero ya no puedo soportarlo a solas, hace una semana estuve en Barcelona y encontré a un viejo amigo sevillano, no te diré el nombre, perdoname, y dale con el exilio y sus penurias y las que los exiliados le agregamos y enseguida un caso que le había impresionado por su drama humano, así me dijo, por su drama humano, y del que se había enterado por razones y medios que tampoco quiso enumerar, ya vi que se trataba de un chisme discretísimo, y sorpresivamente me di cuenta de que estaba hablando de Matías aunque nunca mencionó el nombre y el sevillano no sospechaba que yo lo conociese, pero se me fue revelando por ínfimos detalles, era Matías torturado en prisión hasta límites inimaginables, milagrosamente recuperado al obtener su libertad, milagrosamente menos en un rubro, se había acabado la etapa viril, nunca nunca más. Y era Patricia, aunque tampoco mencionó el nombre, pero lo fui deduciendo, Patricia torturada, violada, destruida, y maravillosamente recuperada al salir, maravillosamente pero con una excepción, también para ella se había acabado el sexo, ese imposible, qué dúo che, nacidos para no amar, dirían las revistas del cuore, jodida vida, la puta que lo parió, no se conocían pero se hallaron en España y cada uno supo del otro, del infierno del otro, y decidieron no tener vergüenza, para qué, y hablar del tema hasta agotarlo y hablaron tres días y tres noches, lo recorrieron en sus infinitas y escuetas posibilidades, y sin insolencia ni malicia ni hipocresía ni blasfemia, pero con un insólito realismo y una esperanza cavilosa y un suplicio furtivo, decidieron juntar sus imposibles y vivir, o por lo menos intentar vivir, y lo están haciendo.
En medio de mi azoro sentí que el chisme redondeaba la explicación y confirmaba que los hubiésemos hallado extraños, y también aquel sollozo como un ruidito intermitente, sin embargo la loca empresa era un delirio demasiado cercano a lo quimérico, y opiné que no podía ser verdad, que nadie es capaz de obligar a su propio cuerpo a semejantes colmos de ansiedad y frustración, si fuera cierto no podría haber durado tanto tiempo y una cosa era que Patricia se hubiese literalmente derrumbado tras la impremeditada referencia de Montse a la tortura, y otra muy distinta que haya compartido con Matías una aventura tan descabellada. Y Ramírez que él pensaba lo mismo, pero que no obstante en la extraña historia podía haber una pequeña dosis de verdad, no olviden señores que él había advertido algo de extraño y que yo mismo había reconocido en aquellas miradas una congoja sin futuro. Y tras el café un cortado y luego un jerez seco y más tarde un coñac, porque no podíamos dejar de darle vueltas y más vueltas al tema, sin ninguna gana de reconocernos inútiles para encontrar una solución a aquella pesadilla. Y de tanto en tanto decíamos otra vez que sin embargo parecían, y sin duda eran, felices y poco menos que enamorados y siempre necesitados el uno del otro y que no podía ser que las secretas imposibilidades no se reflejaran de modo más explícito en la vida cotidiana, ni siquiera en la apariencia cotidiana, o sea que teníamos que volver a llamarlos como antes, y otra vez reunirnos, porque si sólo era una fábula no había por qué dejar caer aquella amistad tan entrañable y la consiguiente armonía del grupo, y si en cambio el cuento era historia real, si aquellos dos estaban llevando a cabo un infernal experimento, con más razón había que apuntalarlos, estar siempre junto a ellos, darles en cada jornada nuevos incentivos y conseguir para nuestra fraternidad un contorno espiritual, de inteligencia, de sensibilidades, de esperanzas y hasta de desparpajo, que nos elevara a todos pero a ellos les brindara un nuevo nivel para sentirse recíprocamente necesarios y necesitados. Por supuesto no lo íbamos a hablar con Montse ni con Emita ni con Pepe ni con Alicia, entre otras cosas porque si todos entrábamos en la clave iba a ser inevitable que segregáramos algo así como una piedad tribal, y eso sería tan horrible como inútil. En cambio podíamos llevar la relación del octeto por el derrotero que Ramírez y yo nos afanáramos en trazar y quizá de eso surgiera una clase de concertación poco menos que inédita. Entre el humo y los tragos llegamos a vislumbrar una rendija de lucidez para este exilio tan estéril y repetido, y cuando nos despedimos, luego de telefonear a Montse y a Emita para que no se preocuparan por nuestra tardanza, estábamos seguros de que Matías y Patricia encontrarían un atajo y nosotros con ellos.
Esa noche Montse y yo cenamos tarde y me quedé trabajando mientras ella dormía. Luego, ya acostado, me desvelé pensando que no podía ser, pero si era. Al día siguiente me desperté más tarde que de costumbre, sin el menor presentimiento de que la jornada iba a ser de mierda. Al fin de cuentas, todo lo vino a descubrir la pobre Emita, que a eso de las diez fue a buscarlos sin despertar a Ramírez, y como nadie respondía en el estudio a su serie de timbrazos, tuvo de pronto un temor absurdo, recordó que la portera tenía una llave y diez minutos más tarde no pudo siquiera gritar cuando vio aquel lecho grande, las sábanas limpísimas donde yacían cara al techo los dos cuerpos, desnudos y asombrosamente jóvenes llenos de cicatrices y sin embargo apacibles, la mano de Patricia sobre el muslo de Matías, la mano de Matías que no llegaba a ser puño, sellados los labios como en un pacto, y cerrados los ojos que nunca más verían las bandadas de aves migratorias.
Fue un sábado de tarde, en plena siesta, cuando sonó la primera llamada. Aún medio aturdido, había alargado el brazo hasta el teléfono, y una voz masculina, ni demasiado grave ni demasiado aguda, había inaugurado el ciclo de amenazas con aquello, después tan repetido, de hola Agustín, te vamos a matar, no sabemos si en esta semana o en la próxima, lo único seguro es que te vamos a matar, chau Agustín. Esa vez la sorpresa no le permitió decir ni hola ni quién habla, pero en la siguiente, también sábado de tarde, logró al menos preguntar por qué, y le respondieron vos bien sabés, no te hagas el imbécil.
Desde entonces se habían acabado para Agustín las siestas sabatinas. Pensó en motivos políticos, comerciales, amorosos. Pero ninguno le proporcionó una pista medianamente fiable. Su actividad política en el 71 se había limitado a los comités de base y había sido por cierto bastante floja. Compartía las preocupaciones y actitudes de aquella linda y despierta muchachada, pero no aguantaba las fervorosas e interminables discusiones hasta la medianoche, de modo que se hacía humo no bien se presentaba una aceptable coyuntura. Es cierto que había aportado su cuota, ayudado en lo que podía, pero nunca se consideró un auténtico militante. Después del golpe, sencillamente se borró.
Por otra parte, su vida comercial no provocaba envidias ni animadversiones. Había pocos empleados en la modesta ferretería que heredara del viejo y nunca había tenido conflictos con su personal. Dos de los empleados vivían también en Pocitos y más de una vez se habían encontrado en las reuniones del comité barrial. Sólo que ellos se quedaban siempre hasta el final de las discusiones, y al día siguiente, en el trabajo, él no se animaba a preguntarles a qué conclusión habían llegado, sencillamente porque nunca le había gustado que la política se introdujera en la ferretería.
En el rubro mujeres, su soltería, que en el filo de los cuarenta se iba volviendo inexpugnable, no le impedía una relación casi estable con una antigua amiga de su hermana (la que ahora vivía en Maldonado, casada con un dentista), cuya atractiva madurez había reencontrado hacía casi cinco años durante un viaje a Buenos Aires. A partir de esa buena y agradable vinculación con Marta, había renunciado a los inestables y a menudo riesgosos mariposeos de años atrás. De manera que tampoco ese sector privado podía ser caldo de cultivo para resentimientos o chantajes.
En el ámbito familiar no había problemas. Toda su parentela, no muy abundante, estaba repartida en ciudades y pueblos del interior: los tíos en Paysandú, la madre en Sarandí del Yi, las dos hermanas y una sobrina en Maldonado. Raras veces bajaban a la capital, y él, por su parte, casi sin darse cuenta, había ido espaciando las visitas.
Al principio no tomó en serio la nueva situación. Se dijo que ya no eran los duros tiempos del 72 o el 73, cuando estas anomalías podían tener causas y pretextos muy diversos y hasta verosímiles. Cabía la posibilidad de que fuese una broma, pero quién de sus pocos amigos podía ser tan pesado como para mantener durante varias semanas un juego así de oscuro. Un chantaje tal vez, pero qué enemigo podía ser tan sádico como para molestarlo de esa manera impúdica y siniestra. Y además, quién podía ignorar que la ferretería daba para vivir y nada más.
Lo cierto es que había decidido no abandonar el apartamento en las tardes de los sábados. Su lema personal, adecuado a las circunstancias, era que al sadismo de los amenazadores él correspondía con su masoquismo de amenazado. Pero semejante tozudez tenía una lógica: si desaparecía los sábados, la previsible respuesta del fantasma agresor consistiría en trasladar la llamada intimidatoria para el martes o el viernes.
Así fue que el mundo empezó a tener otro color y otro ritmo para Agustín. Por las mañanas, cuando concurría a la ferretería, ya no usaba el auto. Aunque desde el comienzo había aceptado que si alguien planeaba acabar con él, las precauciones estaban de más, de todos modos había tomado algunas medidas primarias, elementales. Por ejemplo, viajar en autobús. Caminaba una cuadra y media y tomaba el 121, que rara vez venía repleto, o sea que viajaba cómodo. Le acompañaban sin embargo suficientes pasajeros como para que el supuesto enemigo lo pensara dos veces antes de emprenderla a tiros. Pero ¿por qué precisamente a tiros? Alguien podría terminar con él, por ejemplo, en un ascensor, digamos el de su edificio, entre el segundo y el tercer piso, o quizá viceversa, y como eso tampoco era descartable, empezó a usar el ascensor sólo cuando lo compartía con otros habitantes del inmueble. ¿Y si el autor de las llamadas fuera precisamente un habitante del inmueble? Durante una semana bajó los ocho pisos por la escalera, pero no le fue difícil admitir que, en ciertas horas de poco movimiento, una agresión entre piso y piso podía no ser algo descabellado. De modo que volvió a usar el ascensor.
Carmen, la mujer que tres veces por semana venía a cocinar y a hacer la limpieza, estaba con él desde el 70 y era de absoluta confianza, pero así y todo le hizo discretas preguntas acerca de su ex marido (hace más de un año que no sé nada de él, don Agustín) o de su hermano (se fue a Australia, qué otra cosa iba a hacer el pobre, un obrero especializado como él y aquí con los brazos cruzados). Por un viejo acuerdo, Carmen no venía los sábados ni los domingos, de modo que nunca le había tocado atender una de aquellas llamadas, y Agustín tampoco la había prevenido, tal vez porque pensaba que ella podía asustarse y dejarlo plantado.
Por otra parte, Marta nunca venía al apartamento. Agustín siempre había preferido concurrir al suyo, en el Cordón, y aunque ella le preguntó por qué ahora venía sin el auto, él sólo invocó la suba de la nafta. Después de todo, qué solucionaba transmitiéndole a ella su ansiedad. No obstante, en una relación tan regular y sin rupturas como la de la casi pareja que ellos constituían, cada cuerpo aprende a reconocer los desajustes y tensiones del otro, aunque no medien gestos ni palabras, y eso fue precisamente lo que detectó el lindo cuerpo de Marta. Él mencionó el trabajo, la crisis, los acreedores, las minidevaluaciones, bah. Pero tres días más tarde y por primera vez en cinco años, Agustín fue un fracaso en la cama, y aunque Marta apeló a sus mejores reservas de comprensión y de ternura, él no osó decirle que sus pensamientos frecuentemente andaban lejos de aquel busto y aquel pubis, tan atractivos como de costumbre.