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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (112 page)

No tardé en percatarme de lo inteligente que era aquel hermoso ángel, pues apenas observó que quería estrecharle la mano la retiró en un santiamén y se la puso a la espalda, como si me dijera: «Ahí tienes, Sir Patrick O’Grandison, te ofrezco una oportunidad mejor, bonito mío, pues no es muy gentil que me tomes la mano y me la aprietes en presencia de este pequeño forastero francés, Mosiú Metré Dedans».

Entonces le guiñé a fondo el ojo, como para decirle: «No hay como Sir Patrick para esta clase de triquiñuelas», me puse en seguida a la tarea, y usted se hubiera muerto de risa de haber visto la forma tan astuta con que deslicé el brazo derecho entre el respaldo del sofá y la espalda de su alteza, hasta encontrar, como es natural, su preciosa manecita, que parecía esperarme y decirme: «Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet». Y yo no hubiera sido quien soy si no le hubiera dado un apretón muy suave, el más gentil del mundo, para no hacer daño a su alteza, ¿verdad? Pero entonces, ¡condenación!, ¿qué diría usted al saber que a cambio de mi apretón recibí otro, el más delicado y gentil de todos los apretones? «Sangre y truenos, Sir Patrick, querido mío —pensé para mis adentros—, ¡cómo se ve que eres el hijo de tu madre, y nadie más que él, y que nunca se vio hombre más elegante y afortunado desde que dejaste los pantanos y saliste de Connaught!».

Y sin perder tiempo apreté con más fuerza la manita, y por mi alma que el apretón que me dio a su vez su alteza era también mucho más fuerte. Pero en ese momento a usted se le hubieran roto una a una las costillas de reírse si hubiese visto cómo se comportaba Mosiú Metré Dedans. Nunca se vio semejante parloteo, sonrisas estúpidas,
parley wou
y todo lo que dedicaba a su alteza. ¡Nunca se vio algo así en la tierra! Y que el diablo me queme si no lo vi con mis propios ojos cuando el condenado se permitía guiñarle uno de los suyos a mi ángel… ¡Condenación! ¡Si no me puse más furioso que un gato de Kilkenny, quisiera que me lo dijesen!

—Permítame informarle, Mosiú Metré Dedans —le dije con la mayor educación—, que no es nada gentil, aparte de que a usted no le queda nada bien estar mirando a su alteza de manera tan descarada.

Y al mismo tiempo apreté la mano de la viuda como para decirle: «¿No es verdad que Sir Patrick la protegerá a usted ahora, joya mía, encanto?».

Y como respuesta recibí otro buen apretón de ella, con el cual quería decirme muy claramente: «Verdad es, Sir Patrick, encanto mío; es usted el más cumplido de los caballeros de este mundo». Y al mismo tiempo la vi abrir sus preciosísimos ojos de manera tal que creí que se le saldrían instantáneamente y por completo de la cara, mientras miraba furiosa como un gato a Mosiú Rana y después me miraba a mí sonriéndose como un ángel.

—¿Cómo? —dijo entonces el miserable—. ¡Cómo! Woully wou, parley wou.

Y al mismo tiempo se encogió tanto de hombros que pensé que iba a quedarle el faldón de la camisa al aire haciendo simultáneamente una mueca despectiva con su condenada boca. Y ésa fue la única explicación que conseguí de él.

Créame usted, el que se puso furibundo en aquel momento fue Sir Patrick, y mucho más al darme cuenta de que el francés insistía con sus guiñadas a la viuda, mientras la viuda seguía apretándome muy fuerte la mano, como si me dijera: «¡No se deje intimidar, Sir Patrick O’Grandison, bonito mío!». Por lo cual solté un terrible juramento, mientras decía:

—¡Maldita rana insignificante, condenado gusano impertinente!

¿Creerá usted lo que hizo entonces su alteza? Dio un salto en el sofá como si acabaran de morderla y corrió a la puerta, mientras yo la miraba muy asombrado y estupefacto y la seguía en su carrera con mis dos ojos. Se dará usted cuenta de que yo tenía mis razones para saber que mi ángel no podía salir del salón aunque quisiera, puesto que tenía su mano en la mía, y que el diablo me queme si pensaba soltarla. Por eso le dije:

—¿No está usted olvidando un poquitín que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva usted, encanto mío, que pueda yo devolverle su manita!

Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al pequeño forastero francés. ¡Condenación, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era, no estaba perfectamente instalada dentro de la mía!

Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al ver la cara del pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo en la mano no era la de la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo demonio contempló nunca una cara tan larga como aquélla! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no es hombre de preocuparse por una equivocación tan insignificante. Baste con decir que antes de soltar la mano del condenado Mosiú (y esto sólo ocurrió después que el lacayo de la viuda nos hubo echado a puntapiés escaleras abajo) le di un apretón tan grande que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.

—Woully wou —dijo él—. Parley wou —agregó—. ¡Maldición!

Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.

El aliento perdido

Cuento que nada tiene que ver con el
Blackwood

¡Oh, no respires…!, etc.

(Melodías, de Moore)

La desdicha más manifiesta cede finalmente ante el incansable coraje de un espíritu filosófico, así como la ciudad más inexpugnable ante la incesante vigilancia de su enemigo. Salmanasar, como nos lo enseñan las Escrituras, sitió Samaria durante tres años, pero ésta cayó al fin. Sardanápalo —consúltese a Diodoro— se defendió en Nínive durante siete años, pero no le sirvió de nada. Troya cayó al terminar el segundo lustro, y Azoth, según lo afirma Aristeo por su honor de caballero, abrió, por fin, sus puertas a Psamético, después de haberlas tenido cerradas durante la quinta parte de un siglo…

—¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! —dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestras bodas—. ¡Bruja… carne de látigo… pozo de iniquidad… horrible quintaesencia de todo lo abominable… tú… tú…!

Y en puntas de pie, mientras la aferraba por la garganta y acercaba mi boca a su oreja, disponíame a botar un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio, que de ser dicho no dejaría de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y estupefacción, descubrí que
había perdido el aliento
.

Las frases: «Me falta el aliento», o «He perdido el aliento», se repiten con frecuencia en la conversación; pero jamás se me había ocurrido que el terrible accidente de que hablo pudiera ocurrir
bona fide
y de verdad. ¡Imaginaos, si tenéis fantasía suficiente, imaginaos mi maravilla, mi consternación, mi desesperación!

Tengo un genio protector, empero, que jamás me ha abandonado por completo. En mis accesos más incontrolables conservo siempre el sentido de la propiedad,
et le chemin des passions me conduit
—como dice Lord Edouard en
Julie— à la philosophie véritable
.

Aunque en el primer momento no pude verificar hasta qué punto me afectaba lo sucedido, decidí de todos modos ocultarlo a mi mujer hasta que nuevas experiencias me mostraran la amplitud de tan inaudita calamidad. Cambié de inmediato la expresión de mi rostro, haciéndolo pasar de su apariencia hinchada y retorcida a un aire de traviesa y coqueta bondad, y di a mi dama un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin articular una sílaba (¡Furias! ¡Me era imposible!), dejándola estupefacta de mi extravagancia, tras lo cual salí de la habitación pirueteando y haciendo
un pas de zéphyr
.

Contempladme ahora, encerrado en mi
boudoir
privado, terrible ejemplo de las tristes consecuencias que se derivan de la irascibilidad; vivo, pero con todas las características de la muerte; muerto, con todas las propensiones de los vivos; una verdadera anomalía sobre la tierra; perfectamente tranquilo y, no obstante, sin aliento.

¡Sí, sin aliento! No bromeo al afirmar que mi aliento había desaparecido. No hubiera sido
capaz
de mover una pluma con él, aunque de ello dependiera mi vida, y menos aún empañar la transparencia de un espejo. ¡Crueles hados! Poco a poco, sin embargo, hallé algún alivio a ese primer incontenible paroxismo de angustia. Luego de algunas pruebas descubrí que la facultad vocal que, dada mi incapacidad para proseguir la conversación con mi esposa, había considerado como totalmente perdida, sólo se hallaba parcialmente afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado mi voz a un tono profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole mis sentimientos; en efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del aliento, sino de cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.

Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que decir que mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se posesionaban de mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la perversidad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil, prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba con todas sus fuerzas sobre la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente bajo la mesa, jactándose ambos de la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de mi incapacidad respiratoria.

Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi mujer que bajaba la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.

Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el objeto de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún armario o cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los filósofos son muy poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su
Mandeville
, William Godwin sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades», y se admitirá que esto merece tenerse en cuenta. Me agradaría que el lector sensato reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones exceden lo absurdo. Se recordará que Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este episodio estoy convencido de que tenía razón.

Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recompensa de tanta industria y perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un ojo y cantidad de
billets-doux
dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para hacer notar que esta confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me preocupaba muy poco. El hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de mí era un mal tan natural como necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia corpulenta y robusta, pero que mi estatura está por debajo de la normal. No hay que maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi conocido, y su estatura, que se ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones por parte de Mrs. Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.

Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras armario, cajón tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella de aceite de Arcángeles de Grandjean, que, como perfume agradable, me tomo la libertad de recomendar.

Con el corazón lleno de pena me volví a mi
boudoir
a fin de discurrir algún método que burlara la astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de viaje, pues estaba dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido, tenía algunas probabilidades de ocultar mi desdichada calamidad —calamidad aún más propia que la miseria para privarme de la estimación general y provocar con mi miserable persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices—. No vacilé mucho tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me aprendí íntegramente de memoria la tragedia de
Metamora
[110]
. Había recordado felizmente que en este drama, o por lo menos en las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había perdido eran completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda voz gutural.

Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin acudir a procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y especialmente mío. Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había apasionado súbitamente por el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a cada pregunta o sugestión que me hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo semejante al croar de una rana) declamando algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no tardé en observar con grandísimo placer que dichos pasajes se aplicaban igualmente bien a cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder al recitado de dichos pasajes dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las rodillas, patear el piso, o hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente las características de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme una camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.

Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la diligencia de N…, dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban asuntos de máxima importancia.

La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía distinguir los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía disculpas por la libertad que iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era, quedándose dormido en un instante ahogando mis guturales clamores de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente el estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de sofocación.

Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se levantó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza. Viendo que yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza torcida hacia un lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros, les dijo de manera muy decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado un cadáver pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo derecho como demostración de lo que estaba sosteniendo.

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